![]() |
Por Guillermo Piro |
Escucho un texto leído por Cortázar. Es un texto suyo, y en él Cortázar habla del Concierto en re de Beethoven dirigido por Wilhelm Furtwangler en 1947, finalizada la guerra, entre las ruinas de una Alemania derrotada, con el violín de Yehudi Menuhin. Cortázar escucha ese concierto por radio, en Francia, treinta años después, y dice: “Tal vez Menuhin no tocó jamás el concierto de Beethoven como esa noche; le sobraban razones para hacerlo tan prodigiosamente en el mismo lugar donde habían sido exterminados siete millones de judíos y donde acaso algunos de sus exterminadores se sentaban en las plateas del teatro y lo aplaudían frenéticamente. Del concierto en sí, de su intérprete y de su director solo puede hablarse con admiración, pero no es de eso que hablamos sino de ese instante, creo que en el segundo movimiento, en que un pianissimo de la orquesta dejó pasar una tos, un solo golpe seco y claro de tos que no habría de repetirse, una tos de mujer, la tos de una señora que cualquier cálculo de probabilidades definiría como la tos de una señora alemana”.
Tres años después, el viernes 5 de diciembre de 1980, Al Di Meola, John McLaughlin y Paco de Lucía se reunían en el Warfield Theatre de San Francisco para grabar en vivo el que se considera el mayor evento musical después de la célebre actuación de la banda de Benny Goodman en Nueva York, en el Carnegie Hall, en 1938. Exactamente en el minuto 1:56 de Mediterranean Sundance, luego del arranque furibundo de Al Di Meola, alguien gritó. No fue un grito cualquiera, no fue algo desentonado y fuera de lugar como la tos de la señora alemana, sino un grito entonado, justo, colocado en el momento preciso, necesario, indispensable, al punto que aquel que se encuentra tarareando el tema es difícil que logre evitar, aunque sea in mente, replicar ese grito, hasta ese punto pasó a formar parte de la pieza, como un coro, como un arreglo.
Todo desata historias, y todo lo que desata historias nos importa. Así como Roland Barthes se preguntaba qué era de la vida de ese escolar, Ernest, fotografiado por André Kertész en 1931, qué había sido de él, dónde estaba, si vivía aún, para terminar decretando: “¡Qué novela!”, yo me pregunto quién fue el que emitió ese grito adecuado, quién era, qué es de él, si vive aún, si reconoce su voz al escuchar Mediterranean Sundance, y si es consciente de su participación eficaz, si sabe que desde entonces su alarido forma parte del tema, que a su modo, siempre un poco improbable, esa noche tocó con Di Meola, McLaughlin y De Lucía. Si supo, desde el primer momento, de la efectividad de su grito, de la entonación que le había dado; si sabía que ese instante preciso en el que llevado por el frenesí de la ejecución desesperante de Paco de Lucía necesitaba de su alarido, que se escucha con absoluta claridad.
Volviendo a Barthes y a Cortázar, pero no solo a ellos, hay cierta atracción por las historias que excede el ejercicio de cualquier arte. Quiero decir, el arte está bien, pero son las historias que hay detrás, que surgen en los momentos más inesperados, lo que a veces vuelven al arte enloquecedoramente interesante. ¿A qué se dedicaba ese sujeto? ¿Era músico, contador, empleado bancario, artesano? ¿A dónde fue después del concierto? ¿Qué edad tenía? ¿De qué nacionalidad era? ¿Estaba solo? ¿De dónde venía? ¿Por qué increíble azar se encontraba ese viernes allí, en San Francisco, en el Warfield Theatre, inmortalizando su alarido? ¡Qué novela!
© Perfil.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario