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Por Pablo Mendelevich |
Tras 17 años de exilio, Perón volvió a la Argentina el 17 de noviembre de 1972 en un DC-8 que le alquiló el peronismo a Alitalia, el famoso chárter, con 146 acompañantes. El general llevaba doce años en la España de Franco. Pese a que su residencia de Puerta de Hierro se había convertido en la meca de la política argentina -iban y venían sindicalistas peronistas, dirigentes ortodoxos, montoneros, hasta políticos de otros partidos como Frondizi y enviados de Lanusse-, el chárter no partió a Buenos Aires de Madrid. Partió de Roma.
¿Por qué Roma? Por tres razones concurrentes. La primera fue que Perón necesitaba despegarse de la imagen retrógrada y derechista de España (luego el destino incrustaría una paradoja: el 14 de noviembre, cuando arribó desde Madrid en el avión privado de la familia Agnelli, las paredes de Roma, la Ciudad Eterna, lo recibieron tapizadas de carteles de bienvenida de los fascistas italianos). La segunda razón: el retorno a la Argentina estaba organizado y en parte financiado por la logia masónica Propaganda Due. La tercera era acaso la principal. El paso por Roma se debió a que el plan original era que el líder obtuviera una revalidación vaticana antes de volver al país. La audiencia con el papa Paulo VI resultaba crucial.
Perón, sin embargo, murió en 1974 sin haber conocido nunca a un papa.
En su libro Qué es el peronismo, Deolindo Felipe Bittel se refiere a aquella elección de Roma como punto de partida para el histórico retorno: “tuve la información de que el conductor había tomado este rumbo por cuanto tenía prometida una entrevista con el papa Paulo VI (…), pero ocurrió que la gestión fue mal encaminada y falló a último momento”.
La tramitación de la audiencia estuvo a cargo del maestro venerable Licio Gelli y de su ubicuo operador, el profesor Giancarlo Elia Valori, quien desempeñó en las sombras un papel fundamental en el operativo retorno. La gran mayoría de los pasajeros del chárter -Chunchuna Villafañe, Leonardo Favio y Carlos Menem incluidos-, ni siquiera llegó a enterarse en 1972 de que Valori integraba el pasaje. Iba en primera clase a tres asientos de Perón. Mucho menos supo que el icónico paraguas de Rucci en Ezeiza pertenecía a Valori. La metáfora entonces fue otra: el paraguas protector se lo había facilitado a Rucci la P-Due.
Gelli y Valori tenían excelentes contactos en el Vaticano. ¿Entonces qué falló? ¿Por qué Paulo VI se rehusó a recibir a Perón, cuya excomunión de 1954 a esa altura ya había quedado resuelta?
Sucedió que al Papa no le agradó que la única representación de la iglesia argentina en ese chárter peronista supuestamente polifónico fuera de dos curas tercermundistas. Lo confirma un cable reservado que el 21 de noviembre de 1972 le envió el embajador argentino en el Vaticano, Santiago de Estrada, al canciller Eduardo McLoughlin.
Los dos curas eran Carlos Mujica y Jorge Vernazza. Asesinado 18 meses más tarde, Mujica se convertiría en mártir. Jorge Bergoglio, quien como arzobispo presidió en 1999 la ceremonia del traslado de los restos de Mujica desde Recoleta a la Parroquia Cristo Obrero, en la Villa 31, el año pasado lo homenajeó como papa en el cincuentenario de su muerte. El padre Mujica, dijo entonces Francisco, “nos enseña a no dejarnos arrastrar por la colonización ideológica ni por la cultura de la indiferencia. Pidamos al Señor que los principios de la Doctrina Social de la Iglesia fructifiquen en nuestras comunidades y, a través de ellas, en toda la vida social”.
El peronismo es un fenómeno complejo. Y el Vaticano, por motivos distintos, también.
A la luz de estos y otros antecedentes tal vez se recuerde mejor que los papas, ya fuera Pío XII con relación a los nazis que huyeron a la Argentina o las dos veces que Juan Pablo II vino al país (en plena guerra de Malvinas y durante el gobierno de Alfonsín), además, por supuesto, de su grandioso aporte por intermedio del cardenal Antonio Samoré a la paz con Chile, causaban impactos trascendentes en la vida argentina antes de que Francisco existiera. Por obvias razones Francisco multiplicó esa influencia. Pero lo que de veras se ensanchó fue el problema de la exégesis: cómo interpretar los hechos.
El arzobispo de Buenos Aires Jorge García Cuerva reiteró el lunes la conocida queja según la cual en su propio país a Francisco se lo interpretó con coordenadas aldeanas en desmedro de las planetarias. “Jugaba en ligas mayores, en diálogo con el mundo, mientras nosotros discutíamos si le sonreía o no al presidente en una foto”, dijo el arzobispo.
No está claro por qué un reconocimiento de que Francisco jugaba en ligas mayores -y en muchos aspectos con ostensible acierto- sería incompatible con la interpretación, por cierto que necesaria, del juego barrial. Suele culparse de ello a la idiosincrasia ombliguista de los argentinos. Pero otra hipótesis podría ser que el Vaticano manejó con mayor destreza la comunicación global que la referida al vínculo particular del papa argentino con su patria, un vínculo atronado por la pregunta recurrente de cuándo vendría de visita.
Quizás por la bondad personal del pontífice o por su modo sencillo de relacionarse con la gente pueda explicarse que haya necesitado cierto tiempo para advertir que algunos dirigentes y sindicalistas argentinos iban a buscar una foto con él para luego explotarla políticamente. Algo que en la era de las selfies es un riesgo conocido y que para el Vaticano no es nuevo.
En 1972 Paulo VI decidió compensar a Perón enviándole a su canciller, monseñor Agostino Casaroli, al Palacio Velabro, en el Palatino romano, donde el líder se alojaba, para que mantuvieran un diálogo. La cita no se programó por casualidad un miércoles a las 10. El horario fue escogido para evitar que Perón se presentara imprevistamente en la habitual audiencia pública papal y aprovechara un saludo casual para fotografiarse con Paulo VI. Medio siglo atrás esa picardía ya se había inventado.
Más novedosa fue la de Cristina Kirchner dos semanas antes de las PASO de 2013, cuando coló al entonces candidato Martín Insaurralde en un encuentro con Francisco para luego convertir esa foto en un afiche proselitista.
Francisco quizás no trasmitió señales demasiado claras acerca de la valoración de sus interlocutores argentinos, pero no hay duda de que con muchos de ellos fue extraordinariamente piadoso. A los presidentes Cristina Kirchner y Javier Milei les perdonó los primeros ataques personales que le propinaron, ambos lapidarios. En el primer caso se trató del intento furtivo, avieso, de manchar la reputación de Bergoglio en el terreno de los derechos humanos; en el segundo, de gruesos insultos.
A Mauricio Macri, sin embargo, lo recibió con gesto agrio (mal que le pese a García Cuerva, la foto grita), a Sergio Massa no lo atendió, a La Cámpora la celebró con algarabía, a Juan Grabois lo distinguió invariablemente, a Alberto Fernández lo trató al principio como si fuera un presidente normal, con los Moyano nunca tuvo problemas de agenda, a Milagro Sala le envió un rosario bendecido. Una larga lista de políticos, sindicalistas y personalidades diversas lo visitaron sin que se hiciera público.
A ningún historiador más o menos serio se le ocurriría desestimar la importancia del lado político de los liderazgos pontificios. Pero no hay una medida preestablecida acerca de la dimensión del torrente religioso y la del torrente político. ¿Se los puede escindir con facilidad? Muerto Francisco, junto con la apreciación de su enorme legado como reformador de la iglesia reaparecen en lo concerniente a su patria las dos cuestiones públicas que llevaban sin tregua doce años y 39 días, todo el pontificado. Una es la de sus preferencias políticas. La otra, esa ahora irremediable postergación sine die de su vuelta al país.
© La Nación
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