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Por Jorge Fernández Díaz |
Cuando se difundió por todos lados que el autor de “El Aleph” había muerto, Borges no se sorprendió por el sensacionalismo de la prensa y respondió con timidez: “No es una noticia falsa, sino algo prematura”. El sistema de comunicación de todo populismo se basa en una praxis sensacionalista. Javier Milei, por caso, es esa clase de jugador que repudia a los relatores de fútbol cuando cantan los tantos en contra y a los comentaristas cuando critican su performance; celebra cada córner como si fuera un gol olímpico, se acerca a la tribuna contraria a humillarla con ademanes obscenos y se festeja como si ya hubiera ganado la final de la Champions League. No usa noticias falsas, sino algo prematuras. Es un sensacionalista de sus logros y virtudes, y un gesticulante ampuloso.
Resulta cierto y muy loable que en su primer año de gestión haya descendido la inflación y que ese mismo fenómeno haya reducido la pobreza, que en parte su propio ajuste había ayudado a elevar durante el primer semestre: solo los necios o los kirchneristas –incapaces de una autocrítica de su modelo ruinoso de emisión y déficit– pueden negar esa realidad. Dicho sea de paso: fue el Estado mileísta el que incrementó los fondos de los planes sociales de los segmentos más pobres e indigentes y es el dios mercado el que desconfía hoy de su esquema cambiario: el mundo al revés. Ahora bien, adicto a la contabilidad creativa, el León le exige al sistema de medios un amarillismo informativo, un triunfalismo sin dudas ni fisuras, como si en el pasado otras administraciones no hubiesen bajado también la pobreza u obtenido éxitos parciales, y como si el problema no radicara precisamente en la sustentabilidad y perdurabilidad de esas conquistas. Un gobierno serio sería prudente con los primeros datos positivos, no intentaría llamarlos “milagro argentino”, no postularía a su líder para el Nobel y no vapulearía a los escépticos, puesto que solo el tiempo va a decir con claridad si la inflación continuará su curva descendente –por ahora se mantiene rebelde e incluso amenaza con un leve recalentamiento– y también dictaminará si los guarismos de pauperización no seguirán ese consecuente derrotero. El Presidente y sus muchachos proponen, sin embargo, darle a esta escaramuza auspiciosa pero coyuntural e inestable el carácter de guerra terminada. Los veteranos, testigos de tantos vaivenes históricos, observan este programa incompleto y con problemas –de pronto “el mejor ministro de la historia” sale de raje a mendigarle remesas al “prestamista de última instancia” en medio de una preocupante sangría de reservas– y confirman el viejo axioma según el cual el partido no está ganado hasta que se gana, y que para salir campeones falta muchísimo: paso a paso, camaradas. Pero como la prudencia aquí no garpa y es tan zurda, resulta que debemos seguir la consigna, tirar confeti y tocar la corneta para que la peña nos aplauda y las fieras no nos coloquen en el anaquel de los enemigos del pueblo.La desmesura, el autobombo, la precocidad triunfalista, la simplificación y la agresividad –algunos de los factores centrales que conforman la “personalidad” de este Gobierno– no invalidan la chance de que las cosas le salgan bien. Puede suceder que el dinero del Fondo sirva como disuasorio, cauterice la herida abierta de un esquema mal concebido, detenga la hemorragia y calme a los especuladores financieros que tienen la tentación de abandonar el peso y cubrirse en dólares, y que los sobresaltos de la moneda deseada e ingobernable no se trasladen a precios y no alteren así el gran activo electoral de los libertarios. Deberán rezar, eso sí, para que Donald Trump, convertido en un furibundo mega peronista, no les choque justo el carro triunfal en su agresiva fase de “liberación nacional” que ha puesto en marcha y que “el prócer” del León –Alberto Benegas Lynch (h)– ya repudió: el ideal de “vivir con lo nuestro” –escribió en un tuit reciente– resulta “deplorable, empobrecedor y contrario a los extraordinarios valores de los Padres Fundadores”. Los liberales de a pie van comprendiendo, demasiado tarde y con horror, acaso lo más obvio: que la Nueva Derecha Internacional es populista y que no cree en el liberalismo. Con un verdadero sensacionalismo para bobos, la Casa Rosada intentó desmentir esa realidad evidente y se tropezó al explicar que su máximo líder ideológico, que hoy pernocta en Washington, no es proteccionista, sino que hace geopolítica con los aranceles, pasando por alto que le aplicó a su discípulo libertario el mismo castigo que a los “socialistas” de Chile y Brasil. La idea de que precisamente tu amado salvador puede ser también tu verdugo es una trágica ironía del destino, y uno de esos cisnes negros que modifican la historia y ponen en jaque toda la narrativa. Habrá que hacer muchas contorsiones retóricas y mucha foto y sobreventa de encuentros amorosos –el operativo del jueves falló– para llevar tranquilidad a la tropa y a los ciclistas del carry trade, en medio de tantos nubarrones: sobre llovido mojado, y con pronóstico de tormentas perfectas. Veníamos flojos, en un barco con averías, y Neptuno nos manda un tifón. No hay derecho. Es una suerte que tengamos a los más preclaros navegantes de la economía de este planeta a cargo de nuestro maltrecho buque. De lo contrario, habría que preocuparse, ¿no?
La máquina sensacionalista echaba humo el jueves por la tarde cuando se quería disfrazar un Waterloo en el Parlamento –les advertimos que no jugaran a la ruleta rusa de la política– y pretendían que el problema no radicaba en su escandalosa impericia sino en sus aliados, los mismos que cantaron desde hace meses su oposición a Lijo, respaldaron al Gobierno hasta en sus infamias y, en pago, fueron objeto de bullying y de una ofensiva final para destrozarlos en las urnas y arrebatarles su territorio. El oficialismo no pudo gestionar ese vínculo, ni pudo gobernar siquiera a su propia vicepresidenta; tampoco logró cerrar un plan canje con el kirchnerismo durante el largo coqueteo bajo la mesa que desplegó en estos meses. Pero cuando el jugador pierde el partido por goleada, niega enseguida sus yerros y denuncia un complot. El periodismo está obligado a separar lo sensacional de lo sensacionalista, y a no confundir gordura con hinchazón. Porque estamos hinchados de exageraciones y mentiras.
© La Nación
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