Doctor Insólito. Película del director estadounidense nacionalizado
británico Stanley Kubrick.
Por Sergio Sinay (*)
Transcurre 1964. Plena Guerra Fría que mantiene al mundo en ascuas. Hace sólo veinte años terminó la más demencial guerra de la historia y el cielo muestra otra vez nubes sombrías. Jack Riper, brigadier general de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, toma por su cuenta una decisión que pone en riesgo a la humanidad. Ordena bombardear con ojivas nucleares objetivos en territorio soviético, y manda a sus fuerzas a abroquelarse en una Base para resistir un eventual contrataque.
Nadie lo convence de volver atrás. En el Pentágono el general de la fuerza aérea “Buck” Turgidson, un anticomunista feroz, apoya la decisión de Riper ante el presidente, ante el convocado embajador ruso y ante un desquiciado científico nazi exiliado. El bombardero B-52 que transporta la ojiva pasó el punto sin retorno. No hay vuelta atrás.
No hurguen en sus memorias ni escarben en las hemerotecas. Esto no sucedió en la realidad, sino en la película Doctor Insólito o cómo aprendí a no preocuparme y a amar la bomba, feroz sátira política del director estadounidense nacionalizado británico Stanley Kubrick (1928-1999), a quien se deben inmortales obras maestras como 2001, odisea del espacio, Espartaco, Barry Lindon, El resplandor, Nacido para matar y La patrulla infernal. Basándose en una novela de Peter George y con un elenco en el que brillaban Peter Sellers, George C. Scott, Sterling Hayden y Slim Pickens, Kubrick dejaba testimonio en aquella película de su visión desencantada sobre el estado del mundo.
Como suele ocurrir con las grandes obras de arte, éstas trascienden su tiempo y echan luz sobre laberintos del pasado, del presente y del futuro que no se alumbran ni se comprenden por otros medios. Pasaron sesenta años desde aquel 1964 en que se filmó la película y un nuevo Doctor Insólito, esta vez de carne, hueso y pelo anaranjado, desembarcó en la Casa Blanca con ideas tan trastornadas, con un fanatismo tan cerril, con un narcisismo tan desbordado, con una inteligencia tan limitada y una grosería tan bestial, que los propios personajes desquiciados de la película envidiarían o quisieran para sí. Por ahora sus delirios, que deambulan entre la paranoia y la omnipotencia, no se valen de ojivas nucleares, sino de aranceles aduaneros, pero bastaron para poner a Occidente patas para arriba, en un festival de temores, desconcierto, parálisis, obnubilación e ineptitud gobernante que muestra con escalofriante claridad cómo la humanidad es conducida hoy por seres patéticos sin los menores atributos para guiar su destino. La misma humanidad que, a lo largo de su historia y su evolución, se las ha arreglado una y mil veces para sobrevivir a pesar de sí misma, aunque siempre a costos tan altos como absurdos.
Mientras en la película de Kubrick la acción transcurría en la Casa Blanca, en un cuartel y en la cabina de un B-52, en tanto el resto del planeta dormía ignorante de los hechos, el Doctor Insólito de hoy expande sus sombra por el mundo, en donde hay gobernantes que le temen, gobernantes que lo lisonjean para no ser alcanzados por su rayo mortífero y gobernantes que pretenden emularlo y ser premiados con su cariño, como hijos favoritos, antes de descubrir que para él sólo eran bufones que animaban sus fiestas, pero jamás sus pares. Lamentablemente el despertar de uno de ellos (el que canta Friends Will Be Friends) puede acabar en una nueva pesadilla para la Argentina, ya inmersa en una desigualdad brutal, compuesta de indigencia, pobreza y desmantelamiento moral. Como en el célebre poema de Goethe, escrito en 1797, a los aprendices de brujo que pretenden domar a las escobas, éstas siempre se les rebelan y los dejan en evidencia.
(*) Escritor y periodista
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