El establishment no entiende lo que está pasando –dice el fantasma–. Esto no es un gobierno, es una revolución”. El ubicuo fantasma del hombre más poderoso de la Argentina aparece y reaparece bajo distintos nombres en la red social más politizada, y confiesa que a veces actúa como el doctor Jekyll y en ocasiones, como míster Hyde. Los mensajes cifrados que Santiago Caputo envía a su tropa son inquietantes, tal vez clarividentes; en todo caso, muy reveladores de lo que se siente, cocina y barrunta en el Triángulo de Hierro. Ya saben, la revolución es un sueño eterno, y bajo ese confortable paraguas no importan las desprolijidades, transgresiones, picardías, horrores, yerros ni corruptelas, puesto que el fin justifica los medios (también lo miedos): hay que apretar los dientes, camaradas, y no perder la fe, porque algo más grande que nosotros nos recluta, nos guía, nos justifica y nos protege.
Si el lector tiene paciencia de revisar estos epigramas de X podrá incluso encontrar esta semana toda una profecía paranoica y un tanto derrotista: “Las tapas de diarios, y los analistas y comentadores creerán que es la continuación del proceso de destrucción previo. El miedo se apoderará del círculo rojo. Muchos liquidarán sus posiciones y huirán. LA NACION y Clarín, creyendo que se viene la hecatombe, operarán en contra del Gobierno, se cuestionarán todas las decisiones electorales y políticas del Presidente, se vendrán meses de operaciones, contraoperaciones y caos. Pero en octubre el Gobierno arrasa. No lo va a esperar nadie. No lo podrán entender”. A continuación, añade: “La levantaremos en pala. No pueden hacer nada para evitarlo. El presente es lucha, pero el futuro es nuestro. La libertad avanza”. Se supone, aunque esto se trata de una mera conjetura, que alude al atraso cambiario y al miedo social a una devaluación destructiva, a las dudas razonables por el salvataje del Fondo Monetario Internacional, y a las discordias rupturistas con el partido de Mauricio Macri y con otros sectores colaborativos del antiguo y desaparecido Juntos por el Cambio, algo que podría dividir a la oposición y robustecer las chances electorales del peronismo.
Unos días después, mientras se especulaba en el país sobre lo que podía pasar con el juez Lijo en el Senado de la Nación, el trascendental tuitero que es a la vez hombre de Estado y bestia libertaria volvió con un urgente telegrama a su grey: “El ajedrez no se juega con los peones que se ven, sino con los que nadie espera”. En otras ocasiones, agrega incluso apuntes sobre el advenimiento y consolidación de La Nueva Derecha en el mundo: “Nosotros, los elegidos, seremos los arquitectos de una nueva civilización”. Y vuelve al proyecto del León: “Este no es un gobierno de galeritas ni del tipo humano boludito europeo de mente despejada que va por la calle con cara de pelotudo alegre. Nada que temer”. En algún momento, su socio –el Gordo Dan– refuerza el concepto: “Qué huevos que tiene este gobierno. Va al frente como un toro utilizando todas las herramientas que tiene a mano de la manera más bilardista de la historia para sacarnos de la decadencia”. Sus seguidores, adictos a la testosterona, responden la consigna del momento con un rezo laico y encomendándose al dios de la valentía: huevos, huevos, huevos, y el gran asesor lo reafirma: “Attack, attack, attack. Never defend”.
El panorama, si tomamos en serio estas advertencias digitales, se presenta bruscamente nublado y con alertas meteorológicos a la vista, o al menos así lo creen en Balcarce 50: preparan a su núcleo duro para atravesar tormentas eléctricas, pero le juran que al final saldrá el sol. Esa temperatura interna y real confirma la sensación térmica: hay un punto de inflexión en la cronología oficial, y el mejor gobierno de la historia universal tiene problemas. Vendió la piel antes de cazar al oso. Pasamos de un triunfalismo grandilocuente, en cadena nacional, a unas explicaciones contradictorias y entrecortadas que buscan traer calma a la población sensible. El insólito criptogate mostró al pibe que se las sabía todas cometiendo un error de principiante, y al “mejor economista del mundo” rezándole al Séptimo de Caballería y apurando un rescate del Fondo; justa o injustamente, los dos episodios les huelen mal, les mellan la confianza a los sobrevivientes de todas las calamidades financieras: los argentinos de a pie. Hay otra cuestión, y es que hace quince meses realmente volábamos de fiebre, y el médico supo bajarla a treinta y siete y medio. El agradecimiento con ese clínico dura un tiempo; luego esas pequeñas líneas sostenidas mes a mes resienten la voluntad e invalidan al paciente, porque sigue siendo fiebre y porque le recuerda cada día que aún la enfermedad de fondo no se ha curado, por más que cante gloria antes de la victoria el león rugiente. La Argentina sigue siendo una de las naciones más inflacionarias del planeta, y eso se siente en la calle y destiñe a cualquier príncipe azul. El temor del petit comité, que consiste en volverse calabaza –el síndrome del falso milagro–, suele traducirse en agresividad, y es por eso que seguramente asistiremos a una campaña salvaje: primero para disciplinar y bajarles el precio a los aliados; después para desacreditar a objetores y aplastar adversarios. La soberbia y el espanto son dos ingredientes antagónicos que maridan mal, y sus efectos resultan imprevisibles cuando se cuenta con los “fierros” del Estado para hacer realidad sueños y pesadillas. Ya lo vimos con el kirchnerismo, que en esas áreas es a la vez enemigo e inspiración. La rabia y el hostigamiento son hijos de la incertidumbre y del pánico secreto; la cortesía no desciende de la cobardía, sino de la seguridad personal. Todo este proceso, sujeto a la ley de gravedad de la política, que es el desgaste de cualquier gestión, no contradice sin embargo a Jekyll ni a Hyde: puede que su líder –hombre de suerte– esquive estos pozos ciegos que él mismo cavó, aproveche la indigencia intelectual de sus opositores y consiga vencerlos a todos en la elección de medio término, donde quizá una gran parte de la sociedad vuelva a votarlo ya sin tantas ilusiones, pero con el lúcido desencanto –con la resignación– de los vencidos crónicos. Que no creen en revoluciones, sino en el mal menor.
© La Nación
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