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Por Carmen Posadas |
Cada vez estoy más convencida de que nosotros, felices terrícolas hijos y nietos de la Guerra fría, hemos sido víctimas de un feliz espejismo. Fue tal el trauma
de la Segunda Guerra Mundial, y la consecuente amenaza nuclear, que el mundo occidental comprendió que había que aprender de errores pasados para no repetirlos. Y no solo eso. Comprendió además
que para evitar futuros horrores era necesario sentar unas bases comunes, crear una serie de organismos y acordar leyes internacionales y contrapesos que propiciaran no solo la paz sino también un pragmático
ten con ten con respecto a sus antagonistas.
Amparados por este deseo general de hacer buena letra y en el marco de un mundo bipolar, es decir
, conscientes de que cualquier ardor guerrero que enfrentara a los dos bloques supondría el aniquilamiento general, vivimos durante lustros una de las etapas más
florecientes y pacíficas que recuerda la historia. Eran tiempos de pactar, no de confrontar; de sumar, no de restar; de pensar en grande, no de ser ombliguista, proteccionista o nacionalista. Las líneas rojas
no se traspasaban, las leyes se respetaban y a ningún mandatario de un país avanzado se le ocurría conculcarlas. Hacerlo era solo cosa de los sátrapas, mandatarios de países atrasados y/o
repúblicas bananeras. ¿Qué ha cambiado para que poco después de entrar en el siglo XXI aquel paréntesis de estabilidad y contención haya dado paso a tics autoritarios y al ocaso de las
democracias tal como las hemos conocido? Las razones son muchas pero una evidente es que las generaciones que vivieron las confrontaciones del siglo anterior están desapareciendo y con ellas el efecto preventivo del
dolor y el horror vividos décadas atrás. El mundo es ahora otro y en él renacen viejas derivas autoritarias e imperialistas. Rasgos y sesgos que siempre han formado parte de la naturaleza humana pero que
para nosotros, moradores de uno de los períodos más prósperos y equilibrados que ha vivido el mundo, eran impensables. Tan impensables que nos dejan inermes ante las transgresiones que estamos viendo últimamente.
¿De verdad que Donald Trump, saltándose todas las leyes internacionales y a espaldas de sus hasta ahora aliados, va a regalarle a Putin buena parte de Ucrania? ¿Y de verdad que Pedro Sánchez después
de retorcer las leyes para conceder la amnistía a los convictos del procés, va a volver a contorsionarlas para crear una normativa que libre de toda responsabilidad penal a su señora y al Fiscal del Estado? Muy probablemente sí, porque los tiempos han cambiado, mientras
que nosotros, estupefactos espectadores (y sufridores) de la actualidad seguimos pensado como siempre hemos pensado: que ciertas cosas en el mundo civilizado no pasan. Pero hete aquí que sí ocurren y lo más
grave es que da la impresión de que no tienen consecuencias. El cielo no se desplomará sobre nuestras cabezas cuando Trump le regale Ucrania a Putin y tampoco ha pasado nada en España después de
que Sánchez concediera la amnistía a los del procés. Y eso es lo que ellos proclamarán sacando pecho. Sánchez que la amnistía ha pacificado Cataluña, y Trump que su política de apaciguamiento es una gran jugada geopolítica
que devuelve el orgullo a Rusia y por tanto la estabilidad en la zona. Y mientras tanto nosotros, hijos del feliz espejismo antes mencionado, nos contentaremos pensando que tal vez tengan razón ellos porque en efecto
a corto plazo el retorcer las leyes y saltarse todos los principios ha acabado con ambos conflictos. Qué brillantes son, qué bien lo han hecho, al fin y al cabo Cataluña y Ucrania bien valen una misa (o
una bajada de pantalones). Escribió Javier Marías hace años que uno de los momentos más temibles de la historia es cuando a la gente empiezan a parecerles aceptables e incluso deseables medidas
que son anómalas o de todo punto injustas. Porque, como también apuntaba él, al principio nada cambia. Es más adelante, dentro de tres, cinco o más años que trasgresiones e injusticias
muestran sus consecuencias. Porque quien siembra vientos (o injusticias, o directamente errores garrafales) tarde o temprano cosecha tempestades. Pero lo malo es que quienes las cosecharán no serán ellos que
posiblemente para entonces ya no estarán en el poder. Las cosecharemos nosotros felices beneficiarios de aquel paréntesis de sensatez que fueron los lustros posteriores a los horrores de la primera mitad Siglo
XX. Sensato paréntesis que creíamos era norma y no era más un espejismo.
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