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Por Jorge Fernández Díaz |
Robert De Niro recibe por televisión las filípicas que le lanza una poderosa empresaria tecnológica y escucha con atención un aforismo que ella desliza al paso: “El gran Benjamin Franklin decía que quienes renuncian a la libertad esencial para comprar seguridad temporal no merecerían ni la libertad ni la seguridad”. Luego De Niro, que encarna a un expresidente a cargo de una emergencia nacional y que para algunos es una especie de “viejo meado”, recuerda que la Justicia estaba investigando a esa empresaria tecno por 19 violaciones a la ley Sherman de antimonopolio. Ella, ya en persona y lo más fresca, acusa el comentario y a su vez le advierte: “Cada potencial autocracia comienza intentando someter al sector privado”. De Niro asiente, pensativo: “Las tecnológicas no quieren la intervención del gobierno”, y de inmediato se rehace: “Por cierto, señora, equivocó el otro día la cita. En realidad, Franklin dijo que no debíamos sacrificar la libertad civil. No se refería a la libertad personal”. ¿Y cuál es la diferencia?, le pregunta la empresaria tecno, confusa y desafiante. La respuesta del veterano resulta simple pero antológica: “La libertad personal le permite a gente como usted hacer lo que quiera. La libertad civil es la que nos protege al resto de los ciudadanos de las personas como usted”.
El diálogo puede revisarse en la flamante miniserie Día Cero, que encabeza el ranking de lo más visto en Netflix: el legendario actor de Taxi Driver –conocido objetor ideológico de Donald Trump–, es además su productor ejecutivo. La disputa por el verdadero sentido de la palabra libertad está en el centro de esa modulación: no se trata de un debate con maoístas o marxistas leninistas, sino entre liberales institucionalistas que creen en la democracia occidental, y populistas de derecha que vienen a debilitarla en nombre de Occidente, mientras son financiados por tecnomagnates que no quieren ningún límite de ninguna especie. Javier Milei encaja a la perfección en esa cultura de época, que paradójicamente viene a cuestionar desde el falso liberalismo los pilares republicanos: la división de poderes y el respeto a las instituciones y al periodismo independiente. A esto el León suma, por supuesto, algunas características del menemismo, que ha sido su norte desde el principio, como las “relaciones carnales” a cualquier costo con los Estados Unidos, el amor por los “jueces de la servilleta” y el intento por conformar una “mayoría automática” en la Corte Suprema. Es necesario ponerse a salvo de la “lógica del día a día” y recordar a cada rato esa estrategia de fondo, y que cada acción es apenas una pieza más para insertar en ese gran puzle, si es que pretendemos, claro está, borrar de nuestro rostro este permanente rictus de sorpresa. Todo Marcha de Acuerdo al Plan (TMAP), tuitea Santiago Caputo, o al menos su influyente espectro de las redes sociales. El vínculo carnal y a veces sadomasoquista con el Tío Sam no es un mero y circunstancial cortejo para que el Fondo Monetario Internacional no detone con su intransigencia el programa económico, sino una dinámica filosófica de largo alcance que no trepida en traicionar la palabra, como se hizo con Zelensky; tampoco vacilan en borrar los contrapesos y tomar el “control judicial” ni en fallarle al “compromiso anticasta” metiendo por la ventana del máximo tribunal a un juez de la más rancia casta política. Se busca un formato intencionalmente antirrepublicano, y su estratega no lo oculta: la consigna del brillante ingeniero del caos es “Milei Emperador”. Trump hace lo propio asociándose con el mayor autócrata del mundo, el nefasto zar de todas las Rusias. El populismo de derecha tiene la misma aversión por el Iluminismo que el populismo de izquierda: Cristina Kirchner criticaba la Revolución Francesa, renegaba en los hechos y en la mismísima teoría de la “democracia burguesa” o liberal, pretendía colonizar con militantes propios los tribunales y buscaba crear un Nuevo Orden. Resulta muy gracioso escuchar estos días a kirchneristas espantados por la violación mileísta de los principios republicanos; también por la política retórica y agonal –relato puro, y división agresiva y esquemática entre buenos y malos–, que ahora los anarcocapitalistas despliegan con intensidad y entusiasmo. Y que, a propósito, el Triángulo de Hierro le copió manifiestamente al Instituto Patria: los libertarios, con un pragmatismo salvaje y unas lecturas rápidas de Laclau y Gramsci, han decidido abrevar en la experiencia de los que consideran los dos gobiernos que mejor han manejado el poder real –las administraciones de Menem y de los Kirchner–, y es así como se han apropiado de sus mañas y trucos, combinándolos de una manera inédita y atrevida. De ese árbol envenenado de doble copa toman los genios de Balcarce 50 sus frutos y su inspiración, con el conflicto que esto implica para un electorado republicano y anónimo que los sigue por resignación, pero que cada vez siente en el cuerpo mayores contradicciones y grandes extrañamientos. Para estos derechistas, los demócratas son débiles y bobos; son “mabeles y raúles”, como llaman despectivamente a los hombres y mujeres de a pie que cometen la osadía del sentido común. Ya saben: antes y ahora, nos gobiernan personajes grandilocuentes con espíritu revolucionario, y no pueden detenerse en reparos, retorcijones, valores y minucias de la “mediocre clase mierda” argentina.
Hay, sin embargo, técnicas nuevas en el Gobierno que no provienen de aquellos dos peronismos, sino de La Nueva Derecha, reluciente Internacional de ultras y de reaccionarios que se prestan unos a otros expertos, influencers y tecnología. Saturar la palestra de temas polémicos para no perder la iniciativa, enredar a la prensa con una polución de noticias diarias y marear a la opinión pública con fuegos artificiales es un fenómeno que veremos cada vez más seguido, y que fue muy funcional –aunque no del todo efectivo– para el gran objetivo de la semana: sacar al cada vez más grave criptogate del escenario. Un consejo que se les podría dar, con perdón del criollismo, es el siguiente: cuidado, muchachos, con tantas cortinas de humo porque se les puede quemar el rancho. Es que a veces para acallar un dolor de muelas se rompen un brazo. Y recordar siempre a Franklin: “Lo que empieza en cólera acaba en vergüenza”.
© La Nación
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