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miércoles, 5 de marzo de 2025

La idea de intervenirle la provincia a Kicillof

 Por Pablo Mendelevich

Madre e hijo, se ve, tienen el mismo corazón democrático, federal, republicano e institucionalista. Por eso a la idea balbuceada por Milei de una intervención de la provincia de Buenos Aires la calificaron de “golpe institucional”. Eso sería, completaron en su lengua, un atropello a “los y las bonaerenses”.

Cristina Kirchner, presidenta del PJ Nacional, y Máximo Kirchner, quien permanece al frente del PJ bonaerense, sincronizaron la semana pasada sendos comunicados de repudio a Milei por aquellos dichos. Sin embargo, no argumentaron falta de condiciones para una intervención federal, lo cual habría sido una opinión más que atendible, sino que presentaron al recurso de la intervención -el “instituto”, le dicen los abogados- como golpista y antidemocrático. Un atentado a la soberanía popular.

Fingieron así ignorar no una sino cuatro cosas: que la intervención federal está instituida desde 1853 por el artículo 6° de la Constitución, que desde el siglo XIX casi todos los presidentes constitucionales intervinieron provincias con los argumentos más variados (nunca existió un acuerdo explícito para dejar de hacerlo, mucho menos en la Constitución de 1994), que el último presidente que intervino una provincia fue casualmente el marido y padre de los denunciantes del “golpe institucional” (Néstor Kirchner, en 2004) y que el último usuario intensivo de la intervención federal para derrocar o alinear gobiernos díscolos no fue otro que Juan Domingo Perón.

Guste o no, la intervención federal está vigente. Es hipotéticamente posible aplicarla -otra cosa es que se trate de una buena idea sólo cuando un gobierno provincial falla-, sobre todo si se piensa que podría no estar ajustada a la provincia entera, porque es adaptable a uno solo de los tres poderes del Estado. Ahora bien, los crímenes horrendos del conurbano bonaerense y la demostrada incapacidad de las autoridades para impedirlos, lo cual de algún modo altera la paz social, ¿encajan en la prescripción de “garantir la forma republicana de gobierno” como justificativo de una intervención federal?

Muchos vieron la amenaza intervencionista de Milei, que él se encargó de mezclar con una extraña invitación al gobernador a que renuncie, como mero fuego de artificio destinado a que la gente se olvide del escándalo de las criptomonedas. Avala esta interpretación la forma en la que el fogonazo se disipó. Fue con la ayuda de la siempre lista autobomba del jefe de Gabinete. Una vez más a Guillermo Francos le tocó manguerear la incandescente palabra presidencial. El gobierno, recordó, no tiene fuerza legislativa para disponer una intervención federal (aunque tampoco la tenía para poner a Lijo y García Mansilla en la Corte y eso no impidió nombrarlos) y se mostró bastante creativo con la interpretación de la letra constitucional al agregar que la mentada intervención simplemente podría circunscribirse a la seguridad. Tal vez a Francos le revoloteaba la modalidad del gobierno anterior, cuando, contra natura, la vicepresidenta le ponía y le sacaba ministros al presidente a su antojo. La situación acá es bien distinta. No hay razones para pensar que el gobernador Kicillof, quien como dijo Milei tiene una concepción diametralmente opuesta en la materia, se vaya a dejar intervenir, cualquiera fuera el grado de organicidad que se le quiera asignar al verbo.

Hace ya más de 40 años, en su libro Intervención federal en las provincias, el constitucionalista Juan Vicente Sola escribió: “el vocabulario argentino ha desvirtuado el sentido del verbo ‘intervenir’ hasta el extremo de que es universalmente aceptado como sinónimo de ‘sustituir’”.

Durante mucho tiempo las intervenciones federales fueron un arma del gobierno central contra gobiernos provinciales administrados por partidos opositores. Lo que inventó Perón fue la intervención a gobiernos pertenecientes a su mismo partido pero que no le obedecían como él esperaba. Usaba este instrumento constitucional, dicho de otra manera, para resolver las internas del Movimiento.

Es raro que Cristina Kirchner, quien acaba de celebrar la primera reunión del PJ de su gestión en la misma fecha en la que Perón ganó las elecciones de 1946 para poder homenajearlo, no sepa que su líder también inventó las intervenciones al por mayor, una exclusividad. En un solo acto Perón intervino Catamarca, La Rioja y Santiago del Estero. Siguió tiempo después con Santa Fe. ¿El argumento? Se lo puede leer en el decreto del 2 de febrero de 1949: “el Poder Ejecutivo de Santa Fe no ha sabido o no ha querido cumplir los compromisos asumidos ante el pueblo de la provincia”. Listo. Que pase la provincia que sigue. Tiempo después volvió a intervenir Catamarca. Por tercera vez en tres años.

En 1952 Perón intervino el Poder Judicial de la provincia de Buenos Aires. Es que el Poder Judicial, dice la ley 14.127, no se ajustaba a “la esencia del nuevo derecho forjado por el incontenible movimiento peronista y a su doctrina justicialista”. El proyecto de ley de intervención lo había presentado casualmente el actual prócer máximo del kirchnerismo, Héctor Cámpora. Decía Cámpora: “la administración de justicia de la provincia de Buenos Aires ha sido enjuiciada por los auténticos representantes del pueblo y es a través del examen de esas manifestaciones que se impone la ineludible necesidad de restablecer la normalización que ha quedado afectada”. Otro diputado peronista, Alberto Rocamora, miembro informante del despacho de mayoría, explicaba que el Congreso sólo traducía en la ley de intervención “el sentir unánime del pueblo de la provincia de que su justicia es mala”. Nada de encuestas ni cosa parecida. No las había. Alcanzaba con que Perón dijera que es “el sentir unánime del pueblo”. Argumento contundente, irrefutable. Suficiente. A otra cosa. Trasladado a nuestros días podría empalmar con el diagnóstico de Axel Kicillof, quien sostiene por estas horas que el problema de la inseguridad en la provincia de Buenos Aires se debe, de vuelta, a la mala justicia.

La realidad en 1952 era que el gobernador Carlos Aloé necesitaba deshacerse de los jueces nombrados por su antecesor, Domingo Mercante, supuesto delfín de Perón que acabó defenestrado y expulsado del partido peronista. Después le encontraron la solución al inconveniente de la inamovilidad de los jueces. Les hacían firmar la renuncia antes de asumir.

La oposición, por supuesto, decía que con la intervención se socavaba la autonomía de la provincia, algo que se repitió ahora. El peronismo tenía a tiro la respuesta, hoy música conocida: “se dirá que esta ley y la intervención que sanciona menoscaba a uno de los poderes del gobierno provincial, pero para nosotros, por encima de ellos, está la defensa del pueblo en todos sus derechos”.

Si es por pedir renuncias desde el gobierno central, Perón dio el ejemplo. En la tercera presidencia volteó al gobernador bonaerense Oscar Bidegain y lo sustituyó por el vicegobernador Victorio Calabró, ideológicamente en las antípodas. El 19 de enero de 1974 el ERP produjo un sangriento ataque contra la guarnición militar de Azul. Al día siguiente, vestido con su uniforme de teniente general, en un dramático discurso por televisión el presidente Perón defenestró a Bidegain. Con las pocas fuerzas que le quedaban el gobernador demoró su renuncia para forzar una intervención de la provincia que arrastraría a su archienemigo Calabró. También el Consejo Superior peronista, por distintos motivos, quería la intervención. Pero Perón prefirió ser expeditivo. Ordenó a través del ministro del Interior la inmediata renuncia de Bidegain y el 26 de enero Calabró -quien más tarde se convertiría en un serio problema para Isabel Perón y quien en 1976 apoyaría a Videla- lo reemplazó.

Bidegain, fundador del Partido Auténtico, se sumó abiertamente a Montoneros, se exilió, fue indultado por Menem de las causas pendientes y falleció en 1994. Tuvo más suerte que el gobernador salteño Miguel Ragone, quien desapareció (no con la dictadura, bajo el gobierno constitucional) después de que Isabel Perón le intervino la provincia.

También la provincia adoptiva de Cristina Kirchner, Santa Cruz, fue intervenida por Isabel Perón. Así cayó Jorge Cepernic, quien como los demás gobernadores depuestos pertenecía a la izquierda peronista. En la época no existía el concepto de gestión. Primaba la interna ideológica peronista, muy violenta. Pero todos los gobernadores, igual que ahora, habían llegado al poder mediante el sufragio popular.

Cuando los Kirchner asimilan una intervención federal con un golpe tal vez piensan en la caída de Ricardo Obregón Cano en Córdoba, provincia que Perón intervino el 2 de marzo de 1974 después de que el jefe de policía, teniente coronel Antonio Navarro, se levantó en armas contra el gobernador. Lejos de reponer en sus cargos al gobernador y al vice, Perón nombró interventor a Duilio Brunello, a quien Isabel Perón reemplazaría por el brigadier Raúl Lacabanne, cabeza de la Triple A en Córdoba. Obregón Cano se exilió más tarde en México. Al vicegobernador Atilio López ese mismo año lo asesinó la Triple A.

Tal vez no haya sido muy feliz la idea de Milei de menear una intervención para resolver el grave problema de la inseguridad en el conurbano. El ruido se apaciguó pero la amenaza sobrevive. Milei y Kicillof sólo convivieron hasta ahora apenas un cuarto de sus períodos o poco más. ¡Les quedan casi tres años juntos! ¿Y qué harán? ¿Merodeará durante esos tres años el fantasma impreciso de la intervención? ¿Se retemplará la idea con un Congreso más libertario y menos kirchnerista después del 10 de diciembre? ¿Será en definitiva una Espada de Damocles para el gobierno provincial de Unión por la Patria?

Si fuera por redactar los fundamentos de un proyecto de ley con lenguaje tremendista para justificar un remedio federal extremo, en la Casa Rosada plumas no faltan. ¿Un DNU? No sería imposible. Véase que en el rubro intervenciones se recurrió históricamente a los decretos con mucha más frecuencia que en la designación de jueces de la Corte. Pero lo mejor sería que se pudiera explorar otros caminos de coexistencia.

Pensar en la gente. Resolver el problema de fondo sin desalojos mesiánicos.

© La Nación

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