Por Luciano Román
Hay varios sistemas, algunos muy sofisticados, para medir la calidad democrática de los países. Pero hay uno que pocas veces falla: escuchar cómo hablan sus dirigentes y también sus sociedades.
La escucha puede parecer un método rudimentario y artesanal, pero las palabras dan una pauta del nivel de civilización política y de apego a las reglas básicas de la convivencia. Basta, entonces, con encender la televisión para advertir que la Argentina presenta síntomas de erosión democrática que se expresan a través del lenguaje. No es un fenómeno nuevo, pero luce cada vez más exacerbado, como si asistiéramos a una espiral de virulencia, guaranguería y agresividad que coloniza la conversación pública.
Como en todos los fenómenos complejos, es difícil determinar un origen exacto. Pero si se mira con prisma retrospectivo, no hay dudas de que fue el kirchnerismo el que provocó una ruptura de lo que podría denominarse “el pacto democrático del lenguaje”. Fue cuando la retórica beligerante pasó del plano de las ideas al de los ataques personales. Néstor Kirchner reinauguró, de alguna forma, ese estilo autoritario en el que un crítico o un adversario se convertían en “enemigos” a los que había que estigmatizar y destruir. Empezó a señalar a empresas y empresarios con nombre y apellido, en una técnica que después acentuó Cristina Kirchner y que se extendió tanto a adversarios políticos como a periodistas o críticos de cualquier ámbito. Se apalancaban, además, en campañas de agravio y demolición montadas desde el Estado: 6,7,8 fue, en ese sentido, un ícono del retroceso democrático a través del lenguaje y la edición arbitraria y capciosa de los hechos. Se promovió un diccionario de descalificaciones ideológicas: “fachos”, “destituyentes”, “hegemónicos”, “golpistas”, “antiderechos” o “vendepatria”. Y se intentó imponer, además, un “lenguaje de Estado”: el que no hablaba en “inclusivo” era excluyente y discriminador. Con ese verbo ideologizado se incubó un sistema de atropellos gubernamentales y persecuciones, que incluyó “escraches” y otros ataques y que, al mismo tiempo, procuró encubrir un gigantesco entramado de corrupción con discursos “para la tribuna”.
Hasta que emergieron los Kirchner en el escenario de la política nacional parecía regir, con altibajos, un consenso tácito sobre el lenguaje asociado a códigos de convivencia y de respeto. Cuando Fernando de la Rúa grabó un video de campaña contestando las cosas que se decían de él, empezó con aquella recordada frase: “Dicen que soy aburrido…”. Fue hace 26 años. Si alguien decidiera adaptar aquel spot a los tiempos actuales debería defenderse de otros adjetivos: “Dicen que soy una rata, un chanta, un imbécil, un miserable… un facho o un zurdo”. Aquella ruptura del kirchnerismo ha engendrado una desmesura de signo contrario. El mileísmo habla un lenguaje soez, violento y por momentos perturbador que envicia y dificulta la conversación pública, y que lleva a muchos actores políticos e institucionales a una suerte de repliegue preventivo.
La expresidenta Kirchner viene profundizando una retórica chabacana, pero a la vez autoritaria. El “Che, Milei”, que ha convertido en una pobre y pedestre muletilla, no solo expresa vulgaridad sino algo más peligroso: implica un desprecio por la investidura presidencial, una suerte de ninguneo de quien ejerce la máxima representación del Estado. Al provenir de alguien que ocupó la misma jerarquía, la insolencia desvirtúa la noción más elemental de respeto a la institucionalidad. Puede parecer anecdótico, pero el modo en el que se hablan la exmandataria y el actual jefe del Estado bastardea cualquier idea de convivencia democrática y civilizada, con un lenguaje que bordea más el argot carcelario que las formas de la juridicidad y la alta política.
Es una práctica en la que queda abolido el debate: se lo reemplaza por un intercambio crispado de insultos, groserías y chicanas que irradia al resto de la sociedad. Se potencia así un ruido de fondo que debilita los cimientos de la cultura democrática.
Si alguien se toma el trabajo de escuchar las horas interminables de discursos y entrevistas de Cristina Kirchner y de Javier Milei, se encontrará con un dato: nunca se pronuncia la palabra “convivencia”. Tampoco se mencionan “tolerancia” ni “pluralismo”. Esos términos parecen desterrados del diccionario político. El kirchnerismo ya había tachado otros vocablos: “ética” y “honradez”. No se trata solo de un empobrecimiento del lenguaje, sino de una escala de valores. Cuando desaparecen las palabras también se diluyen sus significados.
En la entrevista que el Presidente dio esta semana apareció la verbalización del “odio”. Fue, si se quiere, de un modo tangencial, atribuyéndose además una especie de virtud. Fue cuando hablaba de la libertad de sus ministros para designar a sus equipos: “Yo no me meto… Pueden nombrar, incluso, a alguien que yo odio”. La sola referencia a ese sentimiento extremo debería estar vedada en el repertorio lingüístico de un presidente. Pero en el frondoso paisaje de insultos y descalificaciones, reparar en eso tal vez merezca un reproche: parece intrascendente. Sin embargo, el descuido por el lenguaje suele ser el origen de otros descuidos. De hecho, el escándalo cripto que afecta al Gobierno en estas horas no puede entenderse si no nos remontamos a la desaprensión y la ligereza con la que se ha esgrimido y manejado la palabra presidencial.
Pero la cuestión excede lo coyuntural y adquiere un mayor relieve. Descuidar el lenguaje es descuidar la convivencia. Suele decirse que “a las palabras se las lleva el viento” y que “lo importante no es lo que se dice sino lo que se hace”, “no son las palabras sino los hechos”. Se pierde de vista, sin embargo, un dato elemental: las palabras también son hechos. Marcan, además, un territorio normativo; fijan límites y expresan valores. Cuando se rompen los límites del lenguaje, se resquebraja el tejido democrático y se habilita una suerte de salvajismo anárquico en la escena pública.
Las descalificaciones no quedan encapsuladas en la beligerancia política. Del Presidente, por ejemplo, hemos escuchado insultos, burlas y descalificaciones contra artistas, académicos y hasta ciudadanos comunes. ¿Hace falta subrayar que el derecho a discrepar no incluye nunca el derecho a agraviar? Si se le presta atención al último posteo de Cristina Kirchner en X se verá, por ejemplo, que intenta descalificar a un conductor televisivo por un rasgo físico: una bajeza reñida con el buen gusto, pero también con las normas más elementales de la educación. Ironizar en tono burlón sobre las condiciones físicas de una persona hoy suena disonante hasta en la sobremesa de un bar.
La ruptura del lenguaje civilizado y respetuoso derrama desde la dirigencia hacia la sociedad. Quiebra cualquier principio de ejemplaridad y habilita tácitamente la hostilidad como código de convivencia. Vemos, así, que pandillas digitales actúan como hordas agresivas en las redes sociales y que la propia tertulia televisiva se nutre en muchos casos de palabras gruesas y de una vulgaridad que coquetea con la violencia verbal.
Si miramos más allá de la política, vemos que en otros ámbitos se reproduce esta misma lógica. El tesorero y hombre fuerte de la AFA, un señor llamado Pablo Toviggiano, se ha especializado, por ejemplo, en el insulto y el agravio contra directivos con los que tiene diferencias. Desde una institución en la que todos los clubes tienen voz y voto, no se debate ni se discute: se atropella, se aprieta y se patotea. Todos verbos que el kirchnerismo residual enquistado en la AFA parece conjugar con énfasis y desinhibición.
Los peores códigos del fútbol y de la calle parecen contagiar a los poderes públicos. La semana pasada, el líder del bloque kirchnerista provocó en plena sesión al presidente de la Cámara de Diputados: después de tratarlo de “forro” y de “pelotudo”, le dijo “te espero en Segurola y Habana”, una expresión “maradoniana” para invitar a pelear. Ayer, en lo que parecería ser consecuencia de un “efecto contagio”, el exjefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, que solía cultivar los buenos modales y cierta idea de la cortesía, se dirigió al Presidente de la Nación “en buen porteño”: “me hinchaste las pelotas”, le avisó. Todo muy colorido y bizarro, si no marcara, en realidad, una patética y peligrosa degradación institucional que tendemos a naturalizar.
En medio de una crisis política y en el comienzo de un año electoral, la responsabilidad y la mesura en las palabras deberían ser una preocupación central. Cuando se degrada el lenguaje, se degrada la democracia. Y en ese declive, hasta los logros más importantes, como la baja de la inflación, la estabilidad cambiaria y el superávit fiscal, entran en zona de turbulencia y de riesgo.
© La Nación
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