Por Arturo Pérez-Reverte |
El largo reinado de Isabel II en España, inestable, vergonzoso, incierto en manos de una reina irresponsable y frívola (es puta pero piadosa, dijo el papa Pío Nono), transcurrió entre descarados repartos de poder entre políticos conservadores y liberales, ruido de sables, pronunciamientos militares y campañas africanas; y a eso hay que añadir, como guindas negras del pastel, una contienda naval contra Chile, Perú y Bolivia, y otra guerra civil, la segunda carlista. Todo eso, poquito a poco, fue dejando el paisaje a punto de nieve para la revolución que en septiembre de 1868 mandó a la reina a tomar por saco, dejando vacante el trono.
Los que se la habían cargado y tenían la sartén por el mango (el general Serrano, el general Prim y las inmediatas Cortes Constituyentes) elaboraron una Carta Constitucional muy democrática, bastante potable para la época; pero la palabra república todavía daba repelús, así que ofrecieron el trono a un joven voluntarioso llamado Amadeo, de la entonces prestigiosa casa de Saboya, y para más datos segundo hijo del rey de Italia. Pero cuando el chaval vino a España se encontró con que a su principal padrino (el general Prim, estatua en la Castellana y calle junto al café Gijón) lo acababan de asesinar, que los republicanos lo puteaban, que los partidarios de la reina depuesta y su hijo Alfonsito le hacían luz de gas y que todo el mundo se lo tomaba a cachondeo. Así que hizo las maletas y dijo a los españoles, con palmas de copla: si os he visto no me acuerdo, madre no hay más que una y a ti te encontré en la calle. Se proclamó entonces con mucho tronío la Primera República, también conocida como La Breve (no duró once meses); que, aunque en ella destacaron políticos de verbo y cabeza como Pi y Margall, Figueras, Salmerón y Castelar, fue incapaz de sobrevivir en un caos de rebeliones carlistas y cantonalistas, zancadillas entre republicanos, indiferencia popular, incultura política y golfería generalizada. Así que un cuartelazo de los generales Serrano y Pavía, derribó al gobierno, disolvió las Cortes y formó un gobierno provisional hasta que, meses después, otro espadón llamado Martínez Campos (como se ve, eran los mílites gloriosos quienes cortaban el bacalao) proclamó en Sagunto como nuevo rey de España al hijo (Borbón, recordemos) de la depuesta Isabel, con el nombre de Alfonso XII. Fue este chico un rey amado por el pueblo, con excelentes intenciones; pero sólo reinó diez años, pues a los 27 de edad se lo llevó la tuberculosis (las películas ¿Dónde vas, Alfonso XII? y ¿Dónde vas, triste de ti? cuentan bastante bien aquella época). En ese período, que alumbró una nueva Constitución (vigente hasta 1931), se dio un curioso sistema de gobierno bipartidista: la alternancia pacífica en el poder, conchabados como compadres de cochinera, de políticos liberales y conservadores, en plan vamos a llevarnos bien y entre bomberos no nos pisemos la manguera. Y así, sucediéndose el uno al otro, alternándose en la gobernanza, dirigieron España el astuto liberal Práxedes Mateo Sagasta y el culto conservador Cánovas del Castillo. Que no fue tarea fácil, por cierto, pues tuvieron que comerse el marrón de otra guerra carlista y la crisis de las últimas posesiones americanas. El caso es que así, entre pitos y flautas, España iba encaminándose hacia el final de un siglo incómodo y turbulento que no acabó por integrarla del todo en Europa, sino que la distanció de ella; sobre todo porque la escasa industrialización, que otros abordaban con entusiasmo, se limitó aquí a zonas concretas y producía desconfianza entre las clases altas conservadoras, que veían en los obreros un inquietante germen de chusma revolucionaria. El caso es que, fallecido el duodécimo Alfonso, su segunda esposa, María Cristina de Habsburgo (la primera, muerta muy joven, fue la Mercedes de la famosa canción), se encargó de la regencia, encinta del hijo póstumo del rey fallecido: o sea, del futuro Alfonso XIII, bisabuelo del Felipe VI de ahora. Y no fue un tiempo cómodo para la madre ni para la criatura, porque además de las crisis políticas habituales hubo que hacer frente a la insurrección de Cuba y a la guerra con los Estados Unidos de América. Pese a su heroica resolución, las escuadras de Cervera y Montojo fueron destruidas en los desastres de Santiago y Cavite; y mediante el Tratado de París (1898) una humillada España tuvo que renunciar a Cuba, Puerto Rico y Filipinas, últimos restos de su viejo imperio colonial. En el concierto de las potencias europeas dirigido por Inglaterra, Alemania, Francia y Rusia, limitada a unas modestas posesiones en Marruecos y África ecuatorial, España se resignaba a ser pequeña nota a pie de página.
[Continuará].
© XLSemanal
0 comments :
Publicar un comentario