Por Pablo Mendelevich |
Evidencia para cualquier análisis, los partidos están partidos. Partidos en dos, en tres, en cuatro. No en forma explícita, pero en muchos casos con líderes de predicamento recortado, impotentes para conciliar las facciones.
¿Queda alguno sin fragmentarse? El fenómeno no empezó ahora sino con la crisis de 2001, tuvo tal vez una meseta en el amanecer del kirchnerismo, hubo en 2009 un parche con la invención de las PASO y después siguió en declive sin parar. Con el outsider Milei, una exótica combinación de poderoso líder “anticasta” con minusválido parlamentario que recién consiguió armar un partido nacional al llegar al poder, la institucionalidad política se sacude como si le hubieran recetado un electroshock.
Esto es muy argentino: según el Estado están inscriptos más de setecientos partidos políticos -lo acaba de recordar el jefe de Gabinete Guillermo Francos-, pero el sistema de partidos brilla por su ausencia. Funciona mal o ni siquiera funciona. No puede llamar la atención. El país está gobernado por un individuo tan temperamental como resuelto que llegó prácticamente solo, caso sinigual. ¿Cómo llegó? Como el primer presidente economista, el primer presidente panelista, el primer presidente insultador, pero sobre todo catapultado por el hartazgo que produjeron los sucesivos fracasos de ese archienemigo que él supo modelar como nadie, la casta política.
La Libertad Avanza que llevó a Milei a la Casa Rosada no es un partido sino una coalición que usa el mismo nombre. Está integrada entre otros por el Partido Demócrata, Fuerza Republicana, Ahora Patria, Partido Fe y el Partido Renovador. Victoria Villarruel, compañera de fórmula de Milei, viene del Partido Demócrata de la provincia de Buenos Aires. Estos detalles no suelen ser muy conocidos debido al notorio divorcio entre la parte legal de la política y la vida real. Uno de cada cuatro electores registrados en el país está afiliado a un partido político, pero no todos los involucrados lo saben, sea porque ya no lo recuerdan, porque piensan que la afiliación caducó o por otros motivos. Hay desafiliaciones que no fueron comunicadas al Estado. La cantidad de afiliaciones está en caída desde hace dos décadas, pero hace más tiempo que la pertenencia legal a un partido perdió centralidad en la vida pública. Sólo importa como requisito administrativo cuando los apoderados tienen que acreditar un mínimo de afiliaciones ante la Justicia Electoral.
Milei no llegó a desarrollar La Libertad Avanza en las provincias, por eso no tiene ni un gobernador propio, si bien Karina Milei ahora se encuentra empeñada en resolver esas carencias. No abundan mientras tanto noticias sobre contribuciones de una organicidad denominada LLA a la acción gubernamental. Más bien se ve lo contrario, feroces peleas entre libertarios, deserciones escandalosas, sobreabundancia de legisladores oficialistas desprovistos de musculatura política. Todo lo cual, curiosa paradoja, contribuye a engrandecer la singularidad y el individualismo del presidente de autosuficiencia proverbial.
La interacción del gobierno con los demás partidos se reduce a una alternancia de insultos proferidos desde el Poder Ejecutivo con negociaciones parlamentarias inorgánicas, seducción a gajos partidarios más o menos emancipados -esos cafés selectivos en la Casa Rosada que en otra época dieron lugar al neologismo borocotización-, cooptaciones de dirigentes taquilleros de otros palos (hay castings en marcha) y supuestos pactos subterráneos con la oposición más furibunda. Acapara los reflectores en este medioambiente el batido diario de amor y odio de Milei con Mauricio Macri, cuya criatura partidaria de cuna porteña, el Pro, se debate en una fragmentación parecida a la que padecen otros partidos, agravada sin embargo en el Pro por compartir demasiados votantes con el oficialismo puro. No en todos los partidos impacta igual, desde luego, el tema del ajuste, un divide aguas según se aprecien más los costos sociales o la reducción del déficit fiscal. Es el conflicto central de los radicales.
Pero un modelo de tironeo interno está muy socializado. Es entre la genética republicana y la persistencia del fuerte respaldo popular a Milei. El respaldo en este segundo año ya no se origina en cautivantes promesas sino en promesas cumplidas. Una, en especial, paga doble: Milei se presentó monotemático, dijo que se concentraría en bajar la inflación y lo hizo.
La palabra partido cada vez se usa menos en el lenguaje corriente. ¿Alguien la escuchó en boca de centennials? Perdón… ¿y de millennials? La política prefiere hablar de “espacios”, dimensión cósmica de intencionada ambigüedad que ninguna ley menciona. Mucho menos la Constitución. Por fin en 1994 los constituyentes reunidos en Santa Fe (Alfonsín y los Kirchner entre ellos, Eduardo Menem, Gildo Insfrán, Juan Carlos Maqueda, Horacio Rosatti, Aldo Rico, Alvaro Alsogaray, Antonio Domingo Bussi, Antonio Cafiero, Lilita Carrió, Graciela Fernández Meijide) decidieron nombrar con oropeles a los partidos políticos, que arrastraban 141 años de vida en penumbra. Convencidos de que en ellos se sostiene la democracia moderna, sin prever, pues, la era de las redes y las brutales transformaciones planetarias de la representación política, los constituyentes escribieron con caligrafía digna de la hora de Instrucción Cívica: “los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático”. Hermoso. Hoy esa sentencia sirve como prueba de que legislar y moldear la realidad son cosas bien diferentes.
Ese mismo artículo, el 38°, detalla que la creación de los partidos y el ejercicio de sus actividades son libres “dentro del respeto a esta Constitución, la que garantiza su organización y funcionamiento democráticos, la representación de las minorías, la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos, el acceso a la información pública y la difusión de sus ideas”. Es decir, la Constitución, no el Estado, entiéndase bien, garantiza la organización y el funcionamiento democrático de los partidos políticos. Las PASO (Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias), acrónimo kirchnerista que el gobierno de Milei espera abolir este verano, estatizaron las internas partidarias con fastidioso doble trazo para la O. Las volvieron obligatorias para los ciudadanos y obligatorias para los partidos aun si ninguno de los dos quisiera celebrarlas. Salvo el caso del histórico duelo entre Menem y Cafiero de 1988, el Partido Justicialista, el más grande del continente como se enorgullecen sus afiliados más entusiastas en repetir, nunca organizó por cuenta propia una interna. Lo que significa que para promover candidatos usó el dedo. Pero casualmente fue un gobierno peronista, el de Cristina Kirchner, el que creó las PASO y obligó a los partidos a hacer internas organizadas por el Estado y al pueblo a votar antes de votar. Para los inventores la obligatoriedad de presentarse a competir no resultó ningún inconveniente: ahí nomás para esquivar las PASO la presidenta de la Nación (hoy presidenta del PJ) inventó un sello propio: burló su propia ley. Creó un espacio, y listo. Por algo son setecientos.
Espacio da idea de infinitud. Al soviético Yuri Gagarin, el primer hombre que salió al espacio, se le atribuye haber dicho “no veo a Dios aquí”, pero parece que eso se lo inventaron en el Kremlin. Lo que dijo fue “salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos”, no está claro si refiriéndose a la Tierra o al cosmos. Quizás espacio sea un concepto clave para la comprensión física del Universo pero no ayuda demasiado a describir un partido político, en teoría una ideología con un plan de gobierno, sede, dogma, historia, luchas, perímetro, membresía, bibliografía, método, organización a escala nacional y el cuadro de por lo menos un prócer con la mirada en el porvenir colgado en la pared.
La cuestión partidaria (¿o habrá que decir la cuestión espacial?) siempre padeció las flaquezas institucionales. O bien las produjo. Sabios como fueron, los últimos constituyentes redactaron un artículo, el 68 bis, que exigía mayorías absolutas para modificar leyes electorales y de partidos. Pusieron una dificultad accesoria para que los políticos no anduvieran toqueteando a cada rato la legislación que rige la vida de ellos, de los políticos.
Pues bien, ¿y qué pasó con el artículo 68 bis? Se extravió. Quedó traspapelado. A veces se pierden las llaves, los documentos, pero unos pocos elegidos (valga el doble sentido) tienen la oportunidad de perder un artículo de la Constitución. Fue una cosa muy seria. Descubrieron la falta una vez que la convención había terminado y los constituyentes se hallaban descansando en sus provincias en pantuflas mirando televisión. Entonces el Congreso tuvo que hacer de apuro una ley (la 24.430) que injertó el artículo perdido.
Pronto se verá en funcionamiento esta exigencia porque para eliminar las PASO hará falta la mayoría absoluta no de los presentes sino de los miembros de las cámaras (al menos 129 votos en Diputados y 37 en el Senado). El artículo 68 bis terminó colgado como segundo párrafo del artículo 77°, pirueta que necesitó de cierta vista gorda de los constitucionalistas, celosos custodios del principio que le impide al Congreso tocarle a la Constitución siquiera una coma. Mucho menos incrustar un artículo.
Bueno, nadie es perfecto. Tampoco los políticos de hoy, que podrían llegar a sacar las PASO sin sustituir la selección de candidatos por otro mecanismo de eficacia probada, justo en el momento en que los partidos están más fragmentados que nunca.
© La Nación
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