domingo, 22 de diciembre de 2024

Una mujer indomable que incomodó al poder

 Por Jorge Fernández Díaz

En su intensa temporada de caza de las grandes figuras progresistas, que para ellos todavía brindaban cierta respetabilidad y protección, los señores feudales de Santa Cruz invitaban habitualmente a Balcarce 50 a cuanto intelectual pasara por los diarios. Que siempre fueron su principal fuente de conocimiento y lectura. A Beatriz Sarlo le tocó compartir un almuerzo en el primer piso de la Casa Rosada con el gran historiador Tulio Halperín Donghi; la experiencia no resultó positiva, ninguno de los dos cedió a la seducción del poder, y en la mismísima vereda ella le dijo: “Yo no vengo más, Tulio”Néstor Kirchner comprendió que aquella dama diminuta y aguerrida, que era un emblema de la cultura de izquierda, no mordía el anzuelo, y entonces le bajó el pulgar.

Un amigo de un amigo de ella se lo transmitió entre susurros, y Sarlo pronto comprobó las consecuencias: encabezó desde el inicio todas las listas negras del Estado y fue atacada sistemáticamente por el aparato de propaganda y cancelación del kirchnerismo. A Beatriz todas esas represalias no le movían un pelo, escribió cinco años en este periódico las columnas políticas más punzantes, y se dedicó a desmontar los argumentos principales del relato oficial y a denunciar sus imposturas. Yo fui su editor constante y nos hicimos amigos durante aquellas aventuras; también con su esposo, el cineasta Rafael Filippelli, compañero de bromas y de whisky y de agudas sobremesas políticas. Rafael la llamaba Beba y le recriminaba que, a pesar de toda su evolución, nunca hubiese logrado abandonar del todo un “sesgo populista”; también solía ponerme como ejemplo exactamente de lo contrario. Tanto Beatriz como Rafael habían pertenecido a la “era revolucionaria”, aunque nunca habían estado de acuerdo con la lucha armada, y no dejaban de hacer autocrítica de aquellos tiempos trágicos y de lanzar comentarios mordaces contra los socialistas del siglo XXI. “Trato de pensar quién era esa mujer de 28 años que celebró el asesinato de Aramburu”, dijo alguna vez ella, en nombre de toda una generación: había fundado una filial de la JP en Trelew, luego se había afiliado al maoísmo, había sobrevivido por poco a la represión del régimen militar y ya en la aurora democrática, después de un largo y doloroso autoexamen, se había convertido en una “socialdemócrata sin partido, un alma en pena”. Muchos amigos suyos recorrieron ese mismo camino, y combatiendo al menemismo terminaron por reconocerse republicanos: independencia de poderes, defensa de las instituciones, lucha contra la corrupción. Algunos acompañaron a Chacho Alvarez, y muchos de ellos tuvieron más tarde una grave recaída: el populismo de los señores feudales, con perfume setentista, los hacía sentir de nuevo jóvenes y reivindicados. Sarlo no transó. Con los Kirchner ni con nadie. Su oposición a Cambiemos también fue áspera, y eso no logró distanciarla de Juan José Sebreli, que respaldó a esa coalición y me dijo alguna vez: “Con Beatriz queremos lo mismo, la imposible socialdemocracia argentina, pero al revés que Sarlo yo creo que debemos elegir entre lo que hay mientras que no llega lo que deseamos”. La autora de La audacia y el cálculo visitaba discretamente al autor de Los deseos imaginarios del peronismo cada vez que este caía enfermo, y llegó a afirmar que entre la sociología académica de Gino Germani y el ensayismo de Sebreli había triunfado Sebreli. El afecto y la admiración tampoco le impidió criticar su libro Desobediencia civil y libertad responsable durante la cuarentena eterna.

Mientras Sebreli se jactaba de haber sido refractario a los cenáculos universitarios, Sarlo fue una las más influyentes profesoras de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA: allí creó una cartografía crítica que le generaría no pocos conflictos. Varios escritores kirchneristas se sentían excluidos de su canon y cuando vieron que, desde LA NACION Beatriz cuestionaba además la visión “nacional y popular”, ajustaron cuentas e intentaron rebajarla diciendo que pretendía ser la nueva Victoria Ocampo: el insulto, en realidad, la engrandecía, aunque a Beatriz jamás se le pasó por la cabeza semejante sandez. Aquí hizo de todo: refutó camelos, desmenuzó discursos, reseñó libros, y ofició de cronista en marchas violentas y eventos populares; incluso viajó a las Malvinas para realizar una serie minuciosa acerca de la vida de los isleños. Aunque la literatura y la política habían sido sus dos vocaciones paralelas y tiránicas, en los últimos años sentía una enorme curiosidad por el periodismo. El día que ingresé en la Academia Argentina de Letras me dio un abrazo y me dijo por lo bajo: “Ahora sé lo que esencialmente soy en este momento de mi vida: una articulista. Gracias por esa palabra tan hermosa que me definirá hasta el final”. Ni Sarlo ni Sebreli fueron complacientes con los dirigentes que encarnaban sus ideas más afines, ni rehuyeron la opinión polémica cuando imperaban los sucesivos entusiasmos argentinos: esas unanimidades ciegas, esos triunfalismos donde no cabe un alfiler. Hacen falta siempre francotiradores, disidentes cultos, contradictores del lugar común, impugnadores de los consensos y las presiones sociales, salmones de las corrientes e incluso de las sacrosantas audiencias. Desobedientes. Para que los espejismos no se colectivicen, para que se rompan las burbujas de sentido, para obligarnos a abandonar el piloto automático de nuestras certezas.

Sebreli murió el 1° de noviembre; Sarlo, apenas 46 días más tarde: con sus aciertos y errores –también cometieron muchos y gruesos– dejan un escenario donde hoy todo es un poco más burdo, donde un socialdemócrata es un “comunista”, donde el discurso público abandonó el pincel y agarró la brocha, y donde la conversación se pauperiza sin la acción controversial o incluso injusta aunque al final siempre bienhechora de los rebeldes, los librepensadores, los que no condescienden al fanatismo ni se cuadran por confort, miedo o conveniencia. En una carta enviada al escritor Marcelo Gioffré, la articulista Beatriz Sarlo se define para toda la eternidad: “No soy solo una liberal tout court sino una liberal demócrata de izquierda, carente de sentimientos antiperonistas…y no me gusta que me lleven de la orejita al colegio, aunque sea uno muy bueno”. Epitafio para una mujer inolvidable.

© La Nación

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