Juan José Sebreli y Beatriz Sarlo
Por Sergio Suppo
La muerte de Beatriz Sarlo, menos de dos meses después del adiós de Juan José Sebreli, desnudó una ausencia aún más notoria que la significativa relevancia de ambos intelectuales.
No es nostalgia de lo que nunca jamás sucedió. El vacío de sus muertes pone al desnudo la carencia de pensadores relevantes en la discusión pública. Y, peor que eso, su reemplazo por la degradación de la conversación de ideas en una competencia de bandos que se insultan y agravian con consignas vacías.
Sarlo y Sebreli se fueron al final de largas trayectorias construidas por la constancia de la divulgación de sus ideas. Por carriles separados, con coincidencias circunstanciales o desde perspectivas distintas, ambos fueron protagonistas de tiempos agitados, cambiantes y hasta contradictorios.
Vivieron en un país en el que la discusión intelectual siempre fue intensa y ligada además a la construcción política. Jamás en aquellos choques de ideas renegaron de su condición esencial de influir sobre el poder. Nada fue ideal y por eso mismo trataron de aportar con sus miradas a la construcción de cambios sociales y políticos.
No fueron los únicos ni serán los últimos. Se ganaron con talento y persistencia un lugar en una discusión por lo general amplia, por momentos ceñida a círculos ínfimos y en otras etapas bajo el interés general. Estas líneas no incluirán una valoración de sus obras, tarea que con autoridad y precisión ya ha sido realizada en la nacion.
Las muertes de Sarlo y Sebreli recuerdan el valor de los intelectuales que nunca se resignaron a subordinarse a una fracción partidaria, sin por eso dejar de aportar y eventualmente pertenecer a determinados grupos o líneas de pensamiento. En ellos siempre fueron circunstancias, en tanto la revisión de sus propias posiciones es un detalle que distingue siempre a los pensadores que hacen de los cambios, de sus ideas y vueltas, un aporte sucesivo.
}Los rasgos nítidos y muchas veces filosos hasta el borde de la disrupción de Sarlo y Sebreli no les impidieron confrontar y también dialogar con opuestos, iniciar y cerrar polémicas.
El desierto que quedó definitivamente expuesto no empezó con la noticia de la desaparición física de ambos. El largo proceso de deforestación de la conversación pública no es nuevo ni atribuible a la aparición del fenómeno libertario. Ni mucho menos.
La fragmentación, el maniqueísmo y la formación de bandos caracterizados por su precariedad y por su prepotencia para la imposición de ideas desde el poder es una larga construcción que empezó con el intento de eliminar de la escena a los protagonismos sin una filiación específica.
La supuesta intelectualidad utilizada como arma política, antes que como recurso para generar insumos para la acción y las decisiones, es un ensayo que se arrastra desde hace más de dos décadas.
El kirchnerismo regimentó a una serie de supuestos pensadores, los encorsetó en dos o tres ideas madres derivadas de la izquierda nacionalista de Jorge Abelardo Ramos y convirtió la divulgación de sus ideas en un catecismo repetitivo y justificador de cuanta maniobra se hubiese consumado previamente.
Dicho sea de paso sobre Ramos, de izquierda poco y de nacionalismo, algunas consignas. El resto, un catálogo de obviedades para justificar a todo autócrata que se precie de tal, con el viejo recurso del mito del líder y las masas. En otras palabras, la justificación del jefe absoluto que piensa y hace por todos, al extremo de autodefinirse como la patria misma y a sus adversarios, como enemigos que solo merecen el exterminio.
Con un barniz de Ernesto Laclau y lecturas en diagonal de Carl Schmitt, alcanzó para el intento del kirchnerismo de someter ideológicamente al resto del país.
Eso se llamó batalla cultural. Y sirvió para consolidar un frente de reacción y aglutinar a extraños en una coalición que llevó a Mauricio Macri al poder. Ese proyecto solo se explicó por la voluntad, circunstancialmente mayoritaria y por un margen muy ajustado, de desalojar de la Casa Rosada a Cristina Kirchner. Nadie pensó desde adentro ni desde afuera que ese objetivo podría llegar a agotarse en sí mismo si llegaba a ser cumplido.
Ahora hay otra batalla cultural que podría asumirse como la misma, en tanto los libertarios que dicen representar el pensamiento de Javier Milei también llaman batalla cultural a su estridencia y agresividad.
Como en el caso del kirchnerismo, hay primero un encuadramiento explícito, una adoración incondicional hacia el líder Milei y por lo tanto una predisposición absoluta a justificar antes y después cualquier decisión.
Aquello y esto podrían ser presentados como una acción propagandística antes que un ejercicio articulado de ideas para la acción de un gobierno. Es exactamente así.
El kirchnerismo usaba la sobreactuada posición del indignado con el resto del mundo para construir una épica supuestamente revolucionaria. Los libertarios hacen del insulto y la desmesura verbal un recurso para erigir otra hipotética revolución en sentido contrario.
Fue más sencillo visualizar esos fenómenos por los aportes que, en sus días finales, hicieron tanto Sebreli como Sarlo.
Desde ninguno de esos bandos enfrentados y en el fondo parecidos en sus formas se dijeron o escribieron palabras para despedirlos. Esa premeditada indiferencia es una distinción final que Sarlo y Sebreli se llevaron.
La mirada crítica, la observación que construye haciendo ver las fallas y los defectos que pueden proyectar un derrumbe ahí donde solo hay un regodeo en el apogeo del presente fue y es igualmente despreciada por los regímenes políticos más intensos que la Argentina ha conocido en más de cuatro décadas de democracia.
Es lo que hace más visible la ausencia de quienes piensan sin fanatismo respecto del poder de turno.
© La Nación
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