Grabado de Isidoro Frezza (S.XVIII)
Por David Toscana
En su Historia Natural, Plinio el Viejo escribe: “Está comprobado que unos cerdos, que se habían llevado robados, reconocieron la voz de su porquero y regresaron cuando la nave se hundió al inclinarse por la colocación de todos ellos en el mismo flanco”.
Cuando Plinio dice “está comprobado”, de seguro alude a que esta historia se tomaba por verdadera, tanto así que más de un siglo después, Claudio Eliano la cuenta con mayor detalle. “Unos malhechores atracaron su nave pirata en la costa de Etruria y, adentrándose en ella, tropezaron con un establo que albergaba muchos cerdos y era de unos porquerizos. Los piratas se los apropiaron, los embarcaron y, soltando amarras, prosiguieron el viaje. Los porquerizos, mientras los piratas se hallaban presentes, se mantuvieron quietos, pero, una vez alejados de la costa «a la distancia a la que llega el grito de un hombre» llamaron a los cerdos con su voz acostumbrada para que volviesen. Y en cuanto ellos oyeron la llamada, colocándose todos a un mismo costado del barco, lo volcaron. Los malhechores perecieron al instante y los cerdos llegaron nadando adonde estaban sus amos.”
Eliano cuenta la historia para demostrar que “el cerdo reconoce la voz del porquerizo y acude, si se le llama, aunque ande vagabundeando”.
Cuando el filósofo Pirrón se encontraba en un barco en medio de una tormenta y los pasajeros sentían sumo temor, él les “enseñó un cochinillo que contento se comía algunos granos de cebada vertidos por allí y dijo a sus compañeros que una indiferencia semejante debe adquirir, por medio de la razón y la filosofía, el hombre que no desee ser perturbado”. O quizás el cerdito sabía que podía nadar hasta la costa, mientras los hombres habrían de ahogarse “al instante”, igual que los piratas. No solo Pirrón reconoció sabiduría en un cerdo; también en años remotos, el nacimiento de una camada de cochinillos sin orejas pronosticó la caída de un tirano y la mortandad en ciertos chiqueros que bautizaron “godos”, “romanos” y “soldados del emperador” sirvió para anticipar el resultado de una guerra.
Se sabe que los cerdos flotan. Y entre más tocino y lardo tengan, mayor será su flotabilidad. La grasa del puerco tiene una densidad relativa de 0.7. En cambio, en los evangelios leemos otra suerte porcina. Cuando por orden de Jesús, los demonios “entraron en los cerdos, los cuales eran como dos mil; y el hato se precipitó en el mar por un despeñadero, y en el mar se ahogaron”. Como en Sodoma y Gomorra que no perdonaron ni a los niños, aquí no hubo perdón para los lechoncitos.
Esto ocurrió en la región de los gadarenos. Las cuestas que dan al mar de Galilea en este lugar no parecen tan pronunciadas como para despeñar a nadie. Pero aquí vemos que los cerdos en tiempos de Poncio Pilato tenían poca grasa y se habían olvidado de nadar.
La pérdida de dos mil cerdos representa una fortuna. Mucho desperdicio de carne, salvo que un puerco ahogado y endemoniado pueda parar sabrosamente en una parrilla. Hasta donde hablan los evangelios, Jesús no hizo aparecer monedas para indemnizar al porquero. Saramago cuenta esto.
Hay una imagen de circa el año mil en el Getty Gospel Lectionary que ilustra la escena. Aparece en la portada del libro Legions of pigs in the early medieval West, de Jamie Kreiner. Aunque es muy bella, no capta el dramatismo, pues los cerdos parecen acercarse al agua como a un abrevadero. Lucen como en todas las ilustraciones medievales: más parecidos a un jabalí que al puerco contemporáneo. Difícil saber si su carne era más sabrosa. Aquí darwinianamente se trata de la supervivencia del más domesticable.
Al interesado en el tema, también le recomiendo The medieval pig, de Dolly Jørgensen. O Pigs and humans: 10,000 years of interaction, editado por Umberto Albarella, o bien, El cerdo. Historia de un primo mal querido, de Michel Pastoureau, entre tantos otros libros.
El cerdo medieval tenía en el lomo una pelambre áspera, larga y puntiaguda. El cerdo tenía cerdas tal como el pato tiene patas. Además se le describe como un animal de zancas largas. En esto último, al cerdo le pasó lo que a Sancho Panza.
Ya en la antigüedad se descubrió que los elefantes le tenían miedo al gruñido porcino. Entonces leemos en la Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia que “de las selvas venían enormes rebaños de elefantes a conquistar nuestro campamento. Con que mandé a los jinetes tesalios que subieran a sus monturas y tomaran consigo unos cerdos, cuyo gruñido ya sabía que amedrentaba a tales bestias, y les ordené enfrentarse al momento a los elefantes”.
Más curiosa resulta la estrategia que utilizaron en Megara cuando su ciudad fue sitiada por un ejército con elefantes. “Cuando los macedonios presionaban con energía, los megarenses ungieron de pez líquida a unas cerdas y, prendiéndoles fuego, las soltaron contra los enemigos. Las cerdas, gruñendo enfurecidas, cayeron sobre las filas de los elefantes, ardiendo como estaban, enloquecieron a los animales y sembraron entre ellos terrible confusión.”
Para contrarrestar tal estrategia, nos cuentan que Antígono ordenó “que en el futuro criasen cerdos con los elefantes, para que las fieras se acostumbraran a soportar su aspecto y gruñidos”. Quizás en esa crianza habría que embetunar a las cerdas y prenderles fuego de vez en cuando, pues no será el mismo gruñido en frío que en caliente.
Procopio cuenta una historia más acerca del uso militar de los cerdos. “Cuando Cosroes y el ejército medo estaban asaltando la muralla de Edesa, uno de los elefantes, con un gran grupo de los más belicosos guerreros persas montados encima, se acercó al recinto y a todos les pareció que en muy poco tiempo arramblaría con los que se estaban defendiendo allí desde la torre, en medio de una lluvia de flechas que les caían desde arriba”. ¿Cuál fue la solución? “Los romanos colgaron de la torre un cerdo y así consiguieron escapar de aquel peligro. Pues, como es natural, el cerdo, al verse suspendido en el aire, lanzaba gruñidos que asustaban al elefante y lo hacían echarse atrás reculando poco a poco”.
La crónica no lo dice, pero imagino al puerco colgado de una pata. También imagino que al final se comieron al héroe que salvó la ciudad.
Para concebir el efecto del gruñido de cerdos, tenemos una escena en Don Quijote: “Es, pues, el caso que llevaban unos hombres a vender a una feria más de seiscientos puercos, con los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto el ruido que llevaban y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos de don Quijote y de Sancho”.
Ya para la Edad Media no he encontrado ningún uso militar de los cerdos; solo se habla de que cada fortaleza tenía sus chiqueros. Lo que sí se multiplica en esta época son las leyes para los porcicultores, pues el puerco era un vándalo siempre listo a amotinarse. Dado que son más omnívoros que el hombre, no era raro que se alimentaran de carne humana, ya fuera de un cadáver o un bebé o del propio porquero. Hay muchas historias bucólicas sobre pastorcillos que cuidan corderos y cabras; pero el porquerizo debía ser una persona adulta y fuerte. Al experto se le llamaba porcarius magister.
El anecdotario porcino es interminable, pero aquí lo termino con mi recuerdo de la novela La boca pobre, de Flann O’Brien. La familia mete en casa al puerco consentido, al que llaman Ambrosio. Lo ceban bien, a tal punto que cuando la casa se llena de la pestilencia marranil y quieren echarlo, se dan cuenta de que ya no cabe por la puerta. La familia ha de vivir fuera porque “sin duda el cerdo estaba enfermo, y de él se alzaba un vapor que recordaba a un cadáver que llevara sin enterrar todo un mes”. Un personaje dice: “No es humo lo que sale de la casa… sino vapores de cerdo”. La solución es bloquear puertas, ventanas y chimenea para que el cerdo se mate a sí mismo con sus efluvios.
Aunque termino con esta mala nota, vine a escribir este texto porque para la cena de Navidad habrá lechón. Está pacientemente esperando en el refrigerador. Yo voy por una cerveza y me quedo mirándolo. Entonces me viene aquella canción que dice: “Hey, solo pienso en ti”.
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