Por Jorge Fernández Díaz |
Recuerdo que durante una cena desdichada con un escritor kirchnerista le reproché los injustos ataques que le propinaba en público a Joaquín Morales Solá. “Te equivocás con la información, y además de todo, Joaquín es un caballero”, añadí. El intelectual se quedó unos segundos en silencio, y luego masculló con la vista perdida: “La caballerosidad. ¿Entonces eso es todo lo que nos queda en un mundo sin revolución ni ideales fuertes? ¿Ser caballeros?”. Le recordé que en las guerras napoleónicas e incluso en la gesta de la independencia latinoamericana, los oficiales de ambos bandos mantenían esos códigos de respeto y honor, pero también que la cortesía era un valor básico de cualquier democracia moderna. “La caballerosidad”, repitió, desangelado, como si fuera poca cosa y la política ya no valiera la pena.
Los kirchneristas tenían por entonces un objetivo “revolucionario” –el socialismo del siglo XXI– y estas cuestiones les parecían menores e inconvenientes para su estrategia agonal. Los libertarios atizan con mucha pericia la polarización en nombre de una “revolución derechista” y parecen abrigar un sentimiento equivalente. Admiran el imperio romano, pero no siguen el gran consejo de Cicerón: “Nada resulta más atractivo en un hombre que su cortesía, su paciencia y su tolerancia”. Como casi ningún país del mundo, la Argentina atraviesa así el desafío de una novedosa “democracia de extremos”: en otros sitios hay populistas de izquierda o de derecha luchando contra el centro, pero aquí hay en sendos bordes dos proyectos radicales e intransigentes, un centro irrelevante y una sociedad que sigue el feroz partido como un árbitro de tenis.
La lógica del Triángulo de Hierro, con la que se celebró un año sin duda exitoso, quedó inscripta en un video que viralizaron las “fuerzas del cielo”, y según el cual “ganó el bien”. Así nomás. Y como estamos en Ciudad Gótica –es decir, en un mundo de caricatura–, “ganó la guerra a todo o nada con la maldita casta”. Ganaron también “la lealtad para defender al líder” y dos cosas antagónicas: la “derecha valiente” y los “patriotas” (es decir, los dinosaurios reaccionarios y redivivos) y el “sentido común”, siendo que se jactan día y noche de ser originales, exóticos y vanguardistas, y responder a una secta ideológica creada por un marginal llamado Murray Rothbard. Por supuesto, también triunfó este año “el poder infinito de los celulares”, eso sí: como armas para vapulear y disciplinar; pistolas recargadas de bullying con las que tienen acojonados a muchos legisladores, empresarios y economistas. Que el método de intimidación sea efectivo, compañeros, no quiere decir que no sea cuestionable, porque lo cortés no quita lo valiente y porque usualmente la hostilidad comienza como retórica, pero sigue en un peligroso crescendo de “acciones directas”: el que avisa no es traidor.
El disgusto popular por todo este destrato generalizado, por esta agresividad institucionalizada y luctuosa, por este lenguaje abusivo que baja desde Balcarce 50 quedó registrado en la última encuesta de Poliarquía, donde se verifica que el 71% de la población deplora esa praxis: eso quiere decir que hay vastos sectores apoyando las reformas macroeconómicas y la política de seguridad, pero que al mismo tiempo les repugna esa lengua soez y violenta. Y este sofisticado desdoblamiento –puedo votarlo, pero me avergüenza lo que hace– habla de una madurez social que también se registró en los años noventa: agradecían la convertibilidad, pero querían a su vez que la prensa señalara la transgresión y las grandes corrupciones de época. El oficialismo sigue hablando de “mandriles” –economistas sodomizados–, y el general Ancap llegó a mencionar irónicamente el mercado de la vaselina y de los cicatrizantes en una grotesca alusión a la violación anal. Ese asunto tiene su correlato en la canción preferida contra los “kukas”, donde se refieren con aire de tablón al sexo oral no consentido. Estos mensajes turbios y masificados por las redes y los medios, que llegan hasta el último ciudadano de la nación, lo pronuncian los mismos que vienen en nombre de la “familia tradicional”, presumen puritanismo y se escandalizan por cualquier desliz erótico o ante el mínimo atisbo de diversidad sexual. La testosterona y el Mango Loco, combinados y en sobredosis, producen impensables efectos secundarios.
Se trata de las “formas”, que no deben importar, y de los remilgos de los “tibios”, los “cobardes” y los contrarrevolucionarios. Pero el escarnio, el insulto, la estigmatización y el matonismo digital son pecados mortales en cualquier república verdadera. Esto podemos denunciarlo quienes hemos criticado duramente al chavismo local; que los militantes “nacionales y populares” –herederos feudales de la autoritaria “juventud maravillosa”– pongan ahora el grito en el cielo resulta risible y también alcanza el paroxismo de la hipocresía. Hay algo más en el mileísmo, y flota como argumento secreto: si la “casta” concibió las reglas y dictó las formas, estas tienen que estar forzosamente mal. Es una deducción coherente, pero también una falacia, puesto que escamotea un hecho incómodo y fundamental: fue esta sociedad, fueron los ciudadanos de a pie los que eligieron con su voto a quienes –con aciertos y errores– formatearon estos códigos de convivencia y funcionamiento –parlamentarismo, independencia de poderes, acuerdos de gobernabilidad, libertad de prensa– a imagen y semejanza de las grandes democracias occidentales. Que luego algunos de sus representantes no hayan cumplido sus obligaciones, las hayan desvirtuado o corrompido, o simplemente hayan fracasado en la gestión no invalida las formas del pacto democrático. La “maldita casta”, en cualquier caso, fue engendrada por el “maldito pueblo”. A ver quién es tan valiente como para asumir esa otra verdad intragable. Pero es más fácil exculpar a los votantes y demonizar a todos los dirigentes, y faltarles el respeto sistemáticamente y por puro marketing. Más allá de que aquí se sigue el manual de Trump y Bolsonaro, lo cierto es que también se ha creado una dialéctica alrededor de un talante turbulento. El señor presidente, que no tiene respeto por casi nadie, admitió el viernes lo obvio: “No puedo estar peleándome todo el tiempo con todo el mundo”. Debería, simplemente, recordar a Pirandello: “Cualquier persona puede ser heroica de vez en cuando, pero caballero es algo que se tiene que ser siempre”.
© La Nación
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