Por Arturo Pérez-Reverte |
Dije alguna vez, y si no, lo digo ahora, que un escritor es lo que lee, lo que vive y lo que imagina. Por lo menos tal es mi caso, y con esos ingredientes —en lo de leer pueden incluir el cine y sus derivados— escribo novelas. Pero nada pasa en crudo al libro, y por esto señalo con frecuencia que es un error buscar con exactitud a un autor en sus relatos y personajes, en lo que éstos hacen o dicen. La escritura, buena o mala, es una ficción donde lo real, a menos que sea autobiográfico —y en ese caso, desconfíen todavía más—, suele ser sólo unas gotas de vida propia mezcladas con otros elementos, diluidas en la trama, refundado todo en el resultado final que conocemos como literatura.
Hay, sin embargo, detalles vinculados a lo real: recuerdos, influencias, sensaciones. Pueden estar más o menos manipulados en el texto, pero su base es auténtica. Ahí es donde intervienen la experiencia y la memoria del autor. Me pasa a mí como a cuantos le dan a la tecla: cosas que te marcaron y afloran tarde o temprano; que compusieron tu punto de vista, la mirada con la que ahora cuentas historias. Pensé en eso hace unos días, cuando un lector dijo que en mis novelas la Justicia —con mayúscula, pero también con minúscula— nunca sale bien parada, y que suelen ser mis personajes quienes, cuando pueden, arreglan de modo privado sus cuentas. Tras escuchar eso me quedé pensando, y concluí que tal vez ese lector tenga razón. Y entonces pensé en doña Micaela.
Tuve el privilegio de vivir infancia y primera juventud en un lugar extraordinario: se llamaba Poblado del Valle de Escombreras, había allí una refinería de petróleo —todavía existe, aunque el poblado desapareció hace mucho—, y junto a ella, para sus empleados, se desarrollaba un experimento social único en la España de los años 50: trabajadores de distintos niveles, jefes y obreros, vivían en el mismo lugar y compartían con equidad los servicios: comercios, escuela, iglesia, casino, cine, transporte, piscina, instalaciones deportivas. Había diferencias sociales a la hora de relacionarse —como las hay ahora—, pero los mayores convivían con respeto y los niños nos criábamos juntos, jugábamos juntos, correteábamos en pandilla por aquellos campos, montes y orilla del mar, e íbamos al mismo colegio de primaria. Ahora que somos mayores, quienes seguimos vivos recordamos el lugar como un paraíso: primeros juegos, primeros amores, primeras aventuras. Primeras experiencias de la vida.
Mis tres recuerdos precoces de niñez son diáfanos. Uno es el mar y su sonido en las rocas. Otro, a los tres años de edad, cuando en una cuna junto a la cama de mis padres apareció mágicamente un intruso —pedacito de carne con ojos grandes y mucho pelo negro— que me destronaba como centro de atención y rey de la casa. Y el tercero, un año más tarde en la escuela de parvulitos, cuando escribía las primeras letras, a lápiz, en uno de aquellos cuadernos rayados que usábamos antes de pasar a la caligrafía con tinta, palillero y plumín. A los dos o tres días de empezado el curso, doña Micaela, la maestra, nos puso deberes para casa, y el primero fue una plana de escritura. Yo tenía ligera ventaja en eso, pues antes de ingresar en la escuela mi madre me había enseñado los rudimentos básicos y lo hacía con cierta soltura. Aun así pasé parte de la tarde y la noche, antes de acostarme, haciendo y rehaciendo mi plana con lápiz y goma de borrar, resuelto a que fuera la mejor de la clase. Y al día siguiente, orgulloso y feliz, con mi babi, mi cartera a la espalda, recién lavado y peinado, fui al cole de la mano de mi madre y, una vez en clase, le entregué mis deberes a la maestra.
Han pasado sesenta y nueve años —yo tenía cuatro—, pero parece que hubiera ocurrido ayer. Doña Micaela miró mi trabajo y dijo: «Esto no lo has escrito tú». Y para mi estupefacción, rompió la plana ante mis ojos y la tiró a la papelera. Recuerdo perfectamente que me quedé paralizado, con la boca abierta, incapaz de pronunciar palabra. Por primera vez el mundo me caía encima. Tuve vergüenza de que me vieran llorar, así que fui a mi pupitre y estuve el resto de la clase inmóvil, baja la mirada. Mi madre me esperaba a la salida y preguntó qué tal mi plana. Conté lo que había ocurrido; y ella, sin decir nada, me dejó con una vecina y su hijo y fue a ver a la maestra. Nunca supe de qué hablaron, pero desde aquel día doña Micaela fue encantadora conmigo, me sentó en la primera fila y recuerdo que a veces me acariciaba la cabeza. Olía agradable, a colonia. En realidad era una buena maestra. Tanto, que de ella obtuve la primera lección importante de mi vida.
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