Grabado de Gustavo Doré
Por Juan Montes (*)
Cuando el hidalgo que se hace llamar Don Quijote de la Mancha sale de su aldea en busca de aventuras y fama y gloria transformado en caballero andante, ¿está clínicamente loco o se trata de un alma libre, un rebelde radical que busca abandonar su aburrida y gris existencia para vivir otra vida, una vida ficticia mejor, más exaltante, completa y feliz que la vida real?
Una lectura detenida del Quijote sugiere que lo segundo tiene más visos de verdad que lo primero.
Cervantes califica de loco a don Quijote una y otra vez, y declara varias veces su voluntad de enterrar de una vez por todas el crédito y la fama de los libros de caballerías con las disparatadas historias de su caballero. Pero una lectura entre líneas deja dudas sobre las verdaderas intenciones de Cervantes, ese gran comediante y bufón que se burlaba de todo y de todos, empezando por él mismo. Las declaradas intenciones deben verse más bien como una obligada condena de las conductas extrañas y antisociales de don Quijote, de las “mentiras” de las ficciones, en el contexto de la ensimismada España católica e intolerante de principios del siglo XVII que apenas unas décadas antes había abrazado con fruición el espíritu contrarreformista.
Como su libro muestra en multitud de episodios y anécdotas, Cervantes era un apasionado creyente y admirador del poder seductor de la ficción, de su capacidad única para entretener y elevar el alma por encima de las pequeñeces cotidianas. En la España mísera y miserable que tan bien describe con crudo realismo, las ficciones, los libros de caballerías que ya iban cayendo en el olvido por entonces, eran una verdadera salvación terrenal, la puerta de una vida más rica y ambiciosa que la vida misma. Cervantes admiraba profundamente la imaginación y la fantasía de los libros de caballerías, su poder soberano para trascender y desbordar la realidad y sustituirla por otro mundo mejor y más fascinante. El Quijote debe verse en verdad como un elogio de la ficción y no como una condena. De él, un fabulador total, un creyente feroz en que la ficción es tan real o más que la vida real, no cabe aceptar una condena de don Quijote como loco. Es en verdad la broma primera de una continua parodia de la vivencia humana.
Algunos médicos psiquiatras y psicólogos estudiosos del libro de Cervantes han sostenido que don Quijote era un auténtico enfermo mental. Las diferentes teorías, expuestas con profusión desde el siglo XIX, diagnosticaron a don Quijote de esquizofrenia, trastorno delirante, bipolaridad, demencia senil y paranoia megalómana, entre otras. Para uno de los estudiosos, don Quijote está sumido en las propias alucinaciones y delirios recurrentes de un acceso de melancolía –una depresión, diríamos hoy– a una edad provecta. Para otro, eran resultado en parte de la represión sexual del hidalgo manchego.
Para otro más, los episodios de lucidez de don Quijote–sus brillantes discursos intelectuales, por ejemplo, sobre la superioridad de las armas sobre las letras, sobre el valor de la poesía en la casa de Diego de Miranda o el elogio de las ficciones caballerescas ante el canónigo–no son incompatibles con un cuadro esquizofrénico, una personalidad escindida que alterna períodos de plena conexión con la realidad con períodos de tiniebla mental. Un crítico llegó a entender la locura de don Quijote como un simple recurso técnico, una mera herramienta funcional para estructurar el libro y justificar su existencia.
Una revisión de varios episodios del Quijote permite sostener una hipótesis menos científica o técnica pero más literaria, y por lo mismo más verdadera. No hay que olvidar que el Quijote es ante todo un juego de espejos sobre el valor de las ficciones, de la literatura, como arma para sobrellevar la existencia. El hidalgo Quijano o Quijana –como lo reconoce por tal nombre un labrador vecino suyo [Capítulo V, primera parte]– elige ser don Quijote. Es una decisión racional y consciente de un hombre cuerdo.
Acerquémonos a la vida del hidalgo al momento de empezar su historia: frisa los 50 años –casi un anciano para la época–, no tiene esposa ni hijos. Está ocioso, aburrido. No tiene apenas horizonte vital ni intelectual ni sentimental. Y se dedica a leer día y noche. Vende tierras y compra libros, y más libros. Es la lectura de ficciones lo que le empuja a vivir otra vida, dejar atrás su triste existencia y convertirse en aquello que admira. Don Quijote imita a sus admirados caballeros andantes y fabrica invenciones para ser como ellos. La imitación y la invención son los dos instrumentos de su empresa de emulación. Sintiéndose otro, siendo un caballero andante, se siente joven y guapo y fuerte, se siente valiente, lleno de energía y fuerza, como le confiesa al canónigo en aquel diálogo trascendental para entender el sentido último del Quijote [Capítulo L, primera parte]. Ya no es el casi anciano encerrado en su hacienda sin esperanzas: ahora su vida tiene un sentido, una misión, tiene una amada por la que trabajar y sufrir. Puede triunfar en la vida, puede ser alguien haciendo el bien y honrando a doncellas e inocentes. Puede dejar un legado, una trascendencia. Puede estar vivo, otra vez.
Es la ficción el camino que le conduce a ser quien de verdad quiere ser. En el primer capítulo, antes de hacerse caballero andante, Quijano tiene el deseo de “tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra” a las novelas de caballerías que lee. El suyo es en principio un impulso literario que surge de la necesidad, casi física, de convertir la realidad en ficción. Cuando se hace caballero, Quijano toma una decisión libre por su propia voluntad. “Le pareció convenible y necesario,” escribe Cervantes.
Al final de su primera salida, tras ser apaleado por el mozo de mulas de los mercaderes, don Quijote imita al legendario Valdovinos–quien según el romance fue abandonado herido en el bosque tras una batalla–para paliar su humillación. Don Quijote busca consuelo y guía en la ficción. “Acordó de acogerse a su ordinario remedio,” dice Cervantes. Y luego, cuando el labrador encuentra a don Quijote malherido y lo encamina de regreso a su pueblo, “olvidándose de Valdovinos”, don Quijote actúa como Abindarráez, el protagonista de una novela morisca donde es prendido y hecho cautivo por un alcaide español. Y cuando el labrador le reprende, diciéndole que él es el honrado señor Quijana y no Valdovinos ni Abindarráez, don Quijote no lo niega y le responde significativamente: “Yo sé quien soy.”
El episodio de la penitencia en la peña de la Sierra Morena [Capítulo XXVI, primera parte], en imitación de Amadís de Gaula, es también elocuente. Don Quijote manda a Sancho de regreso a la aldea con una carta para Dulcinea. Él se queda solo y se retira a hacer penitencia subido en una peña alta, como lo hizo Amadís en la Peña Pobre, transfigurado en Beltenebros. “Y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces había pensado, sin haberse jamás resuelto a ello. Y era que cuál sería mejor y le estaría más a cuenta imitar a Roldán en las locuras desaforadas que hizo, o Amadís en las melancólicas,” empieza el capítulo. Don Quijote no solo decide conscientemente imitar a un caballero si no que dilucida cuál es el mejor para imitar tras un proceso mental lógico-racional. Don Quijote compara, mide, califica y finalmente se decide por Amadís.
Más adelante, en otro episodio clave, Cervantes nos dice que don Quijote se inventó su aventura en la cueva de Montesinos, un caballero legendario habitual de los romances castellanos medievales. Don Quijote tiene curiosidad por conocer la famosa cueva, ubicada cerca de las lagunas de Ruidera, en La Mancha, y decide descender a sus profundidades ayudado de una cuerda. Sancho le espera arriba. Al ascender, don Quijote le relata cómo encontró al mismísimo Montesinos y este lo llevó a su palacio a conocer a su primo Durandarte. Como parte del juego de espejos entre ficción y realidad, Cide Hamete (el musulmán –sinónimo de mentiroso en la época–primer autor de la historia, según la gran broma urdida por Cervantes) duda de la veracidad del episodio en la cueva, ubicada cerca de las lagunas de Ruidera en La Mancha. Pero añade de inmediato: “Al tiempo de su fin y muerte dicen que se retractó de ella, y dijo que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias.” DonQuijote no sólo inventa sino que se nos dice que lo hace por conveniencia. Si inventó una vez, ¿por qué descartar que no inventara otras de sus aventuras porque encajaba con su personaje, con la nueva persona que quería ser y en que quería convertirse?
El diálogo con el canónigo, hacia el final de la primera parte, es otro episodio decisivo para entender el sentido último del libro y las verdaderas intenciones de Cervantes. Quizás no es exagerado afirmar que en estas páginas está la clave del Quijote. Don Quijote ha sido enjaulado en un carro de bueyes tras una argucia del cura y el barbero, y derrotado, va camino de regreso a su aldea. En esto encuentran al canónigo. Ambos tienen un extraordinario intercambio sobre la naturaleza y el valor de la ficción. El canónigo sostiene que las ficciones son mentiras peligrosas que llevan a la perdición al hombre industrioso y honesto y al vulgo ignorante. Es un entretenimiento vulgar, inútil y dañino no solo para las personas sino también para la sociedad. “Inventores de nuevas sectas y de nuevo modo de vida,” llama significativamente a los libros de caballerías. Le recomienda a don Quijote leer mejor las escrituras y las biografías de los grandes hombres de la Historia.
Don Quijote se exalta, se revuelve, se rebela ante las palabras del canónigo. ¿Cómo pueden ser mentiras los libros de caballerías –las ficciones– si todos, grandes y chicos, ricos y pobres, cultos e ignorantes, los leen con regocijo? ¿No es verdadero lo que es tomado por verdad por la mayoría? ¿Puede ser falsa y mentirosa la maravilla, la plenitud, la felicidad que cualquiera siente al leerlos? “Lea estos libros,” le responde don Quijote, “y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que, después que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos.” Don Quijote es muy consciente de lo que ha hecho y por qué lo ha hecho.
Un poco más adelante, en un diálogo con el cura, [Capítulo I, segunda parte] don Quijote muestra un inconformismo radical con los cambios de época que le ha tocado vivir de viejo, con la vida tal como es en sus últimos años. Reflexiona amargamente desde fuera, desdoblándose de nuevo, críticamente. Él, dice, sólo quiere mostrar a los hombres que la vida de caballero andante es la mejor del mundo. El mundo está equivocado porque ahora “triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas.” A don Quijote no le vale esta vida, quiere otra.
A lo largo de la segunda parte, cuando don Quijote es un caballero famoso porque sus aventuras de la primera parte ya han sido publicadas y leídas en toda España, son también los diferentes personajes que encuentra en su camino quienes inventan para don Quijote, bien por entretenimiento, bien por engañarlo y burlarse de él. Don Quijote a veces acepta esas invenciones por convenirle y encajar bien en su nueva vida, a veces duda y otras veces las rechaza de plano, como cuando Sancho trata de hacerle creer que una aldeana “carirredonda y chata” del Toboso es su señora Dulcinea. Sin duda, piensa don Quijote, unos encantadores transformaron a su amada en la baja y fea aldeana. Es un ser siempre atento y dispuesto a cumplir en los hechos el papel que se ha propuesto representar.
Hacia el final del libro, un derrotado don Quijote renueva sus impulsos de emulación, planeando convertirse en el pastor Quijotiz. De nuevo la imitación consciente. Y cuando se convence de que ya nunca podrá volver a ser don Quijote, ni representar un vida nueva que le aleje de quién es, cae en profundas tristezas y melancolías que le llevan a la muerte.
En las últimas páginas, don Quijote reniega de los libros de caballerías, haciendo suyos los argumentos del canónigo. Su diatriba resulta forzada y artificial. Reniega para acto seguido poder llamar al cura, hacer testamento y morir católicamente. No es casualidad.
Cervantes nunca podrá confirmar ni desmentir ninguna hipótesis sobre la naturaleza de su don Quijote. Estará siempre abierta a interpretaciones, lo cual es sin duda una de las principales razones del enigma del libro y de su vigencia literaria.
Pero en definitiva, y quizás éste sea el motivo más poderoso para sostener la hipótesis aquí planteada, que don Quijote no sea un verdadero loco es lo que da pleno sentido al libro de Cervantes. El Quijote es sobre todo un canto a la libertad y un gran elogio y homenaje de la ficción. Sin una no existe la otra, sin la otra no existe la una, parece estar diciéndonos Cervantes. La ficción, nos parece decir, es una parte de la existencia tan importante o más que la vida real.
El Quijote puede verse de hecho como una sucesión encadenada de cuentos, la mayoría de los cuales tiene por tema central la libertad. La pastora Marcela, los enamorados Cardenio y Luscinda, el cautivo y Zoraida, don Luis y doña Clara, Quiteria y Basilio–todos quieren ejercer a plenitud su libertad. Don Quijote quiere ser libre cuando decide comenzar su nueva vida. Todos los personajes del libro, salvo los eclesiásticos y los familiares de don Quijote, elogian la ficción cuando tienen ocasión. El ventero dice que no hay mejor lectura en el mundo que los libros de caballerías y que los dos o tres que tiene “verdaderamente me han dado la vida, no solo a mí, si no a otros muchos.” [Capítulo XXXII, primera parte]. El hidalgo Diego de Miranda ha acopiado una extensa biblioteca, y gusta de leer más los profanos que los devotos, sobre todo aquellos que “deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención” [Capítulo XVI, segunda parte]. No es difícil ver a Cervantes detrás de todos ellos.
La ficción, viene a decir Cervantes, alimenta la realidad tanto como la realidad alimenta la ficción. Y nos hace libres. Gracias a los libros, el desdichado hidalgo llega a ser por algún tiempo quien de verdad quiere ser, y en ese tiempo, podemos imaginarlo feliz.
(*) Periodista y analista político
© Letras Libres
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