Por Pablo Mendelevich |
Si los análisis pedestres de la actualidad tienden al reduccionismo, los de la historia mucho más. Un ejemplo es el clásico concurso casero, frecuente en redes, acerca de cuál fue “el mejor presidente de la historia” y cuál el peor. Juego que en verdad hace la vista gorda con las dimensiones del universo considerado. Tanto para los buenos como para los malos, en los hechos ese universo suele quedar circunscripto a menos de una decena de nombres familiares: Perón, Isabel Perón, De la Rúa, Néstor Kirchner, Cristina Kirchner, Alfonsín, Roca, Yrigoyen, Menem. No habrá un Derqui, un José Evaristo Uriburu, un Victorino de la Plaza, tampoco serán traídos al recuerdo Quintana, Lastiri, Alvear ni el general Farrell (el partero del peronismo) ni el general Ramírez (injustamente olvidado después de haber obligado a cambiar la letra de todos los tangos que contenían palabras lunfardas).
Pero lo que sobre todo generará veredictos de dudosa consistencia es el anacronismo que está involucrado en el planteo. ¿Acaso se puede comparar la gestión de Rivadavia con la de Alberto Fernández? ¿O la de Urquiza con la de Duhalde? ¿Cómo evaluar si una gestión fue mejor que la otra? ¿Es equivalente el problema de la organización nacional al de la lucha antinflacionaria? Cuando se trata de mandatos cercanos en el tiempo, cuando pertenecen a la nueva democracia, sobre todo si fueron consecutivos, el juicio fluye, pero resulta inevitable que la pasión sanguínea se apodere de quien acepta encumbrar al mejor de todos los tiempos sin que se precise antes no ya de qué tiempos se habla sino qué significa exactamente ser mejor.
Frondizi, por caso, resultó un extraordinario equilibrista, podría decirse el más resistente de todos. Aguantó 29 planteos militares antes de ser derrocado, lo que ocurrió al cabo de cuatro años, hoy la duración de un mandato. Con el correr de las décadas también se ganó la reputación de gran estadista porque tenía más claro que el resto cómo llevar a la Argentina al desarrollo. Derrotero, huelga aclararlo, que nunca alcanzó: “no lo dejaron”, reza una creencia arraigada. Pero ese contratiempo no le impide en ocasiones aspirar al podio virtuoso.
Menem dio vuelta al país como una media. En esto coinciden los que lo idolatran con los que lo aborrecen. Con Milei a la cabeza, sus apologistas por lo general se muestran más enfocados en la estabilidad lograda con el uno a uno y las privatizaciones que en la hecatombe de la industria argentina, los indultos a los militares y a Firmenich, la pizza con champagne o la mina que su década dejó enterrada para 2001. Nunca recuerdan que Menem fue el primer presidente argentino preso por corrupción (cinco meses), vaya detalle. Y que si no tuvo una condena definitiva en alguna de las múltiples causas que lo acosaban fue debido a que se murió antes de que la Corte dictase sentencia.
Tal vez en el imaginario colectivo sobrevuela la ilusión de que en teoría un buen gobierno es aquel capaz de poner en caja a los grandes problemas de una buena vez, sacar al país adelante en todos los órdenes de manera simultánea. Lo políticamente correcto, claro, es aseverar que se debe empezar por la educación, pero en la vida real las expectativas mesiánicas de la sociedad se presentan ansiosas y multifrontales.
Ahora bien, en un país habituado a la inflación endémica, al déficit fiscal sostenido, pobreza estructural indomable, indigencia, creciente deterioro educativo, problemas energéticos de vieja data y política exterior errática, entre otros rubros que componen el atraso argentino, suena un poco raro hablar de gobiernos pasados exitosos y ponerlos a disputar el trofeo máximo. ¿Y del éxito qué se hizo? ¿Dónde quedó? Subjetividad al palo: para Milei, por ejemplo, Alfonsín fue el peor presidente de las ultimas cuatro décadas, porque desaguó en hiperinflación. De la refundación de la democracia nada para comentar.
Hay algo paradojal en estas catas de presidentes. Para metabolizarlo, el peronismo desarrolló una explicación histórica digna de los tiempos del profeta Manes, el fundador del maniqueísmo. Es la teoría de la alternancia indeseada entre el Bien y el Mal, causada por el maligno influjo mediático: “nosotros siempre hacemos el mejor gobierno, conseguimos que el pueblo sea feliz, pero después viene la antipatria, la derecha, y lo arruina todo; nos obligan a volver a empezar, y tenemos que reconstruir el país”. Frase que por algún motivo se dejó de usar después del paso por el poder del trío Fernández-Fernández-Massa. Que vienen a ser los padres putativos del fenómeno Milei.
Amante de la fraseología extrema, Milei se autotitula el mejor presidente de la historia. Sólo cursó, por ahora, un cuarto del mandato. Sus seguidores, nunca mejor dicho en estos tiempos de militancia digital, así lo encumbran, el mejor presidente de la historia. Apología que remite a aquellas ligeras encuestas pasionales, lúdicas, rotundas, inapelables de las redes.
Tal vez sería apresurado calificar a un corredor de cien metros cuando lleva dos segundos y medio corriendo. En el arte de gobernar es aún más complicado porque junto al presente importa el futuro. La tarea del buen gobernante no consiste en ver el hoy ni el mañana sino el pasado mañana.
Milei, es cierto, tiene para exhibir un saldo positivo de su primer año de gobierno, pero no en términos multifrontales sino sólo (adverbio que no pretende acá ser peyorativo) en dos ítems. La reducción de la inflación y el control de la calle. Se trata de logros de enorme importancia por tres motivos: porque fueron promesas de campaña, porque parecían imposibles y porque ambos tienen la capacidad de ordenar todas las demás cosas. Son condición necesaria pero no suficiente.
Lo extraño del primer año de Milei es que no sólo sorprende la magnitud y eficacia de estos dos grandes logros suyos sino que resulta inesperada también la parte negativa. No en lo referido a la economía y la severidad del ajuste, algo que se sabía, sino en cuanto a la política, un panorama en el que a la inquietante fragmentación de todos los partidos se le suma la centralidad sostenida de Cristina Kirchner. Esa retemplada musculatura kirchnerista testimonia la resistencia de un pasado al que desde el gobierno se declama vencido. Muchos analistas le adjudican al propio gobierno la consagración de la expresidenta como antagonista privilegiada. Las dos dimensiones de la centralidad de Cristina Kirchner, político institucional una, de orden judicial la otra, se retroalimentan en sentido inverso al que cabría esperar. En vez de que las imputaciones, los juicios orales y en general el cúmulo de noticias adversas que semana a semana recibe Cristina Kirchner de los tribunales mellen su liderazgo, éste se organiza en función del riesgo judicial inminente.
¿Habría buscado ella la presidencia del PJ y pensaría en ir por una diputación si no fuera porque casi todas las causas en las que está imputada, procesada o condenada le aumentan las probabilidades de terminar presa? Acotadas sus chances de defenderse judicialmente y seguir presentando recursos ad infinitum (en la causa Hotesur-Los Sauces la Corte Suprema le acaba de responder que lo suyo de “gravedad institucional” no tiene nada) sólo le queda reforzar la victimización política. Repetir que es una perseguida, algo plausible mientras el peronismo no se canse de acompañarla.
Bien o mal, aunque sea sin CGT, sin gobernadores y con pocos intendentes, Cristina Kirchner ascendió en este primer año de Milei a presidenta del principal partido opositor. Y acaba de confirmar que controla políticamente el Senado: la expulsión del senador Edgardo Kueider, una estrategia monitoreada por ella para sentar en su lugar a una joven de La Cámpora que le responde sin chistar, hasta le permitió dar lecciones morales, erigirse como abanderada de la lucha contra la corrupción. Insólito.
¿Qué parte le toca a Milei en todo esto? No son sólo los intentos de negociación sobre la futura Corte Suprema o acerca de la ley de ficha límpia sino algo más grande, tal vez más inasible: la frustración que significa una historia de nunca acabar. No es una ayuda para llegar a ser el mejor presidente de la historia.
© La Nación
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