Por Jorge Fernández Díaz |
Masticando bronca, resignación o miedo, y apuntando dudas razonables de mediano y largo plazo, las usinas mediáticas e intelectuales del llamado “progresismo” –colectivo de gradaciones cada vez más copiosas y difusas– se anticiparon esta semana al balance del año de gestión y dictaminaron, a grandes rasgos y casi por unanimidad, que el gobierno de Javier Milei había triunfado. Tienen razón, y su dolorida admisión es relevante porque proviene precisamente de una trinchera donde consideran al mileísmo poco menos que una maldición bíblica. Es lo único que le faltaba al León para sonreír con todos los dientes, puesto que aun hasta sus contendientes más enconados reconocen su pericia macroeconómica, una gobernabilidad a la bartola pero hasta ahora eficaz y una imagen pública altísima a pesar de todos los pesares.
Como el oficialismo tiene tantos propagandistas de buena o mala fe, este articulista no abundará en los logros, sino que intentará cumplir con su misión de lanzar “alertas tempranas” acerca del lado oscuro del fenómeno y sobre los riesgos de la ebriedad del éxito. Comencemos por la gran paradoja del momento: el Presidente de la Nación acomete, con financiamiento empresario (hay un nuevo capitalismo de amigos de Milei) la construcción de un curioso criadero de fanáticos, que le respondan ciegamente y que desde la “pureza ideológica” ya mismo patrullan la zona y cancelan a cualquiera que se aparte un centímetro de su “doctrina”. Esos mismos guerrilleros digitales estuvieron toda la semana levantando el dedito, marcando detalles y estupideces en las redes y erigiéndose como comisarios políticos de la moral, mientras sus ministros y legisladores les hacían favores fabulosos a los sindicalistas megamillonarios de la CGT y a los principales caciques del kirchnerismo a través de “ficha sucia”. Más significativo e indignante todavía que el hundimiento de estos proyectos nobles –doble boicot ordenado desde el Triángulo de Hierro– es la inmensa hipocresía que denota todo el episodio y el carácter farsesco que revela. La críptica respuesta del general Ancap –si es que la decodificamos bien– estuvo destinada a aquellos republicanos honestos que le recriminaban esta infamia, y consistió en hacerles saber que prefiere a un “malvado” que a quien “se comporta como bueno, y no sabemos nunca cuáles son sus actitudes y sus intenciones nefastas”. Cualquiera que no lo acompañe aun en sus decisiones más aberrantes es un traidor y, en el fondo, es preferible un kirchnerista. Exige obediencia castrense el Topo del Estado. Pero esa concepción tiene una dimensión más amplia: el “centro es el enemigo más peligroso” porque anestesia el voto de la “reacción”, declararon esta semana algunos de sus pensadores y amigos, que por cierto reivindican esa palabrita: no sería de extrañar, homofóbicos como son y con una sobredosis de testosterona –llaman a combatir a la izquierda “virilmente” y con “la máxima brutalidad”–, que en cualquier momento convoquen a la Marcha del Orgullo Reaccionario. Esos entusiastas militantes del libertario acusan a los liberales de “pusilánimes” y de practicar “diálogos claudicantes”, y señalan a Luis Lacalle Pou como un emblema de ese mal. ¿Qué se supone que debería haber hecho el presidente uruguayo para impedir la alternancia clásica de su país? Es una pregunta simple pero inquietante, puesto que sugiere la opción de una radicalización violenta en pos de una hegemonía a suerte y verdad. No es cierto que solo el libre mercado enriqueció a las naciones, como sostiene Milei; fue también la democracia representativa la que le dio marco jurídico y social e hizo posible al Occidente más próspero. La izquierda siempre detestó la “democracia burguesa”, pero quizá sea finalmente la derecha populista –aquella que desdeña las “instituciones de la casta” y el juego de los acuerdos, equilibrios y contrapesos– la que le gatille su tiro de gracia. El grupo que se encuentra en el poder busca crear un Nuevo Orden, basado en una filosofía según la cual los derechistas son “objetivamente superiores” y la derecha encarna el bien, la verdad, la belleza, la vida, Dios, la patria y la familia (sic). Entregar al fin del mandato constitucional los atributos presidenciales a cualquier opositor –es decir, a un malo, un mentiroso, un feo, un apóstata, un ateo, un apátrida o un verdugo de la vida y la familia– resulta de nuevo una escena impensable. Los arcángeles de las Fuerzas del Cielo, enredados en sus propias hipérboles, verían esa simple acción institucional como una capitulación. También en eso se parecen a Cristina Kirchner.
El más destacado ensayista de toda esta corriente, Agustín Laje, lo dijo con toda contundencia en la Fundación Faro: “La Argentina está partida entre los buenos y los malos. Podemos identificar perfectamente a la gente de bien y a la gente de mal; sabemos quién está en cada bando por primera vez en la historia. De un lado estamos los que defendemos la vida y la dignidad humana; y del otro lado están los zurdos hijos de puta”. Es una suerte que en el nuevo think tank libertario hayan descubierto la fórmula mágica de la existencia; deberían patentarla e incluso armar un sitio interactivo donde uno pueda preguntar por el bien y por el mal, y obtener una respuesta asertiva: sería un servicio invalorable a la Humanidad y hasta podrían extendernos, si nos portamos bien, un certificado de buena conducta. El arte y la historia nos han demostrado a través de los siglos cómo grandes canallas han consumado hechos heroicos y cómo grandes héroes perpetraron canalladas, y también cómo muchas verdades tienen la mala costumbre de ser ambiguas y grises, y los hombres y sus circunstancias no pueden medirse con varas tan maniqueas. Caer en esta clase de caricaturas, negar el carácter poliédrico de las cosas, instruir en burdas y agresivas simplificaciones a los cuadros de las Juventudes Mileístas no tendrá resultados inocuos para la política argentina de los próximos años. Decía Keats que los fanáticos crean un ensueño y lo convierten en el paraíso de su secta, pero advertía Yourcenar que en todo combate entre el fanatismo y el sentido común, muy pocas veces logra imponerse este último. Es por eso que, en los próximos tiempos, solo la sensatez será revolucionaria.
© La Nación
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