Por Arturo Pérez-Reverte |
A estas avanzadas alturas del siglo XIX se estarán preguntando ustedes, como yo, qué pasaba con España. Qué tal iba el asunto por aquí. Y la respuesta es que iba como de costumbre. El Estado policial instaurado por el infame Fernando VII, a base de mucho trono, mucho altar y mucha represión de cuanto oliese a progresía y libertad (llegó a haber 20.000 liberales en el exilio; o sea, casi todos), apoyado al principio por las carcamales potencias europeas que ahora blasonaban de modernas, había convertido esto en un callejón oscuro, mitad calabozo y mitad sacristía. Casi toda la América española ya estaba perdida (1836), aunque allí seguían mandando los de siempre, la sociedad criolla, y los indios se habían limitado a cambiar de amo (así siguen doscientos años después).
En cuanto a lo de aquí, Isabel II, hija del infame Narizotas, reinaba en la disparatada herencia recibida de su papi (disculpen si me cito a mí mismo en Una historia de España, pero no soy capaz de repetirlo mejor), de un malo de película, unos buenos heroicos y torpes y un pueblo embrutecido y gandumbas, que se movía según le comían la oreja y al que bastaba, para ponerlo de tu parte, un poquito de música de verbena, una corrida de toros, un sermón de misa dominical o una arenga en la plaza del pueblo, a condición de que el tabaco se repartiera gratis. Y, bueno. Entre guerras carlistas, curas trabucaires o de los que mordían con la boquita cerrada, reaccionarios meapilas, liberales incompetentes, bandolerismo, pronunciamientos, algaradas y revoluciones civiles y militares, la estabilidad política era una coña marinera, y la España isabelina iba quedando tan atrás, tan poco influyente, tan fuera del siglo, que los más conspicuos historiadores guiris (y les aseguro que para hilar esta historia de Europa refresqué unos cuantos) suelen ocuparse a fondo de Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Austria y Rusia, pero dejan a la España del XIX aparte, fuera de contexto, casi reducida a una nota a pie de página; ausente de cualquier tratado serio de ideas políticas, porque de ésas y en aquel tiempo aquí hubo pocas. Sin embargo, para no ser injustamente cabroncetes, señalemos que salvaba la honrilla nacional una producción literaria sensible a los nuevos valores sociales, caracterizada por el deseo manifiesto de educar al público y también por la destacada influencia social que entre la burguesía culta (la que leía libros y periódicos e iba al teatro) tuvieron intelectuales como Quintana, Gallardo, Flórez Estrada o el gran Jovellanos. Tampoco en lo económico se descolgaba absolutamente España de la modernidad europea, pues avispados emprendedores supieron buscarse la vida y la industrialización dio trabajo a muchos y riqueza a algunos. Se abrían minas y bancos, se tendían ferrocarriles, se construían buques, se hacían buenos negocios, prosperaban las clases medias, y la alta burguesía trincaba una pasta enorme con la industria textil, el comercio y la metalurgia (como entonces corría la viruta y se llenaban los bolsillos, a vascos y catalanes les encantaba ser españoles). Sin embargo, todo aquello discurría en un páramo ideológicamente yermo, desprovisto de la necesaria evolución política. En ese aspecto, nuestro siglo (disculpen si me cito de nuevo, pero me ahorra trabajo) se limitó a ser la más desvergonzada cacería por el poder que, aun conociendo muchas, conoce nuestra historia, mientras los campesinos vivían en una pobreza mayor, y la industrialización que llegaba a los grandes núcleos urbanos empezaba a crear masas proletarias, obreros mal pagados y hambrientos que rumiaban un justificado rencor. De manera que, entre espadones ambiciosos y políticos corruptos, obispos que mojaban picatostes en toda clase de chocolates, jefes de gobierno sobornados por banqueros extranjeros y farsas electorales compradas con dinero y garrotazos, el reinado de Isabel II, hasta su caída con la revolución de 1868, fue un descarado reparto de poder en manos de forajidos políticos, gentuza instalada en las Cortes y en las capitanías generales, demagogos, sinvergüenzas militares y civiles que, liberales o conservadores, trincaban del mismo negocio. Y para hacernos idea de la catadura moral de algunos, basta comparar dos citas de pensamiento político casi contemporáneas. Una es del presidente francés Mac-Mahon: Sinceramente obediente al régimen parlamentario, jamás me opondré a la voluntad nacional expresada por sus órganos constitucionales. La otra, del ministro español González Brabo: La lucha pequeña y de policía me fastidia. Venga algo gordo que haga latir la bilis. Entonces tiraremos resueltamente del puñal y nos agarraremos de cerca y a muerte.
[Continuará].
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