Por Arturo Pérez-Reverte |
El 3 de noviembre, sólo unas horas después de que el presidente Sánchez diera la espantada en Paiporta, quitándose de en medio mientras los Reyes de España, con entereza y gallardía, se mezclaban de tú a tú con los vecinos encolerizados, medios de comunicación simpatizantes del Gobierno, o vinculados a él, empezaban una campaña simultánea de justificación de la actitud presidencial, que en sólo una semana pasó por cuatro interesantes fases.
La primera, la inmediata, fue incluir a los Reyes en los improperios e insultos que en realidad no iban dirigidos a ellos, sino a las autoridades -Pedro Sánchez y Carlos Mazón- que los acompañaban.
La segunda, pocas horas después, consistió en el mágico escamoteo, visto y no visto, del presidente del Gobierno, del que no aparecían imágenes y ya ni siquiera se le mencionaba, a fin de dar la impresión de que la cólera y la desesperación iban dirigidas hacia los monarcas. Sin embargo, ni uno ni otro lavado de cara pudieron borrar las imágenes, ampliamente difundidas por las redes sociales y algunas televisiones, de Pedro Sánchez retirándose, cabizbajo y derrotado -consideren ambos adjetivos como delicados eufemismos- entre los escoltas que lo protegían; así que la fase siguiente fue atribuir el incidente a un hostigamiento preparado por elementos de extrema derecha venidos de fuera. Tampoco ese argumento tuvo éxito, desmontado por la realidad; así que se pasó a la cuarta fase, la más interesante de todas. Y es la que motiva esta reflexión. Este artículo.
El 9 de noviembre, coincidiendo con otras manifestaciones similares en medios informativos y redes sociales, el escritor Antonio Muñoz Molina -académico de la RAE y ex director (con el PSOE) del Instituto Cervantes en Nueva York- difundía un largo artículo titulado Todos los valientes en el que, con un acusado tono de pedantería moral que habría hecho sonrojarse a Catón el Viejo, criticaba tanto a quienes alabaron el coraje personal de los Reyes de España en Paiporta como a quienes, en otros asuntos y ámbitos, elogian -o elogiamos, permítanme incluirme en el plural, ya que se me incluía en el texto- el valor en general, el coraje de quien da la cara y en vez de escudarse tras guardaespaldas, fugas o pretextos, hace frente con firmeza a los embates de la vida.
Para el autor de ese artículo y para quienes en otros medios y lugares expresaban su acuerdo o lo jaleaban con entusiasmo, el valor personal no es en absoluto una virtud, sino un rasgo sospechoso que invita a desconfiar de quien lo posee. La testosterona —escribía Muñoz Molina— es como aquel brandy Soberano que veíamos anunciado en los televisores del paleolítico franquista. Y acto seguido vinculaba el asunto, en hábil juego de manos, con los guardias civiles con bigotazos, tricornios y exabruptos de bebedores de coñac que asaltaron el Congreso el 23-F, dándole de paso un puyazo al escritor y poeta Manuel Vilas, que se ha sumado estos días a la glorificación del coraje físico, por recordar el valor de Santiago Carrillo y Adolfo Suárez al mantenerse erguidos en aquella jornada. Elogiarlos, según Muñoz Molina, rebaja la dignidad o pone en duda la entereza de quienes sí se escondieron bajo sus escaños. Lo que lleva, naturalmente, a una conclusión ineludible: en España o fuera de ella, ser valiente es de fascistas.
Lo de menos —o no tan de menos— es que, torpemente, con tanto guardia, tanto coñac y tanta testosterona, Muñoz Molina asocia, y ahí le salta sin darse cuenta el automático, el valor físico, y de rebote la entereza moral, con el lado masculino de la vida; olvidando el fino moralista —está casado con la escritora Elvira Lindo, que le dé explicaciones a ella— que con frecuencia las mujeres, como se ve a diario en Valencia y en todas partes, incluida la Casa Real, manejan dosis de coraje y entereza que convierten a muchos hombres en tímidos muñequitos de feria. En cualquier caso, la idea de cobardía progre y coraje masculino y rancio no es nueva, aunque estos días vuelva a utilizarse como herramienta útil en manos de paniaguados y palmeros de la izquierda más servil. No hace muchos años, un notable intelectual —ya fuera de combate, no procede ahora su nombre— afirmó en un programa de radio de gran audiencia que ya es hora de reivindicar la cobardía. Y con más o menos fortuna, el argumento de la enternecedora y admirable dignidad del cobarde frente a la rancia, casposa y franquista chulería del valiente ha sido manejado hasta ahora a conveniencia de cualquier interesado, contundente y oportuno cual pedrada en ojo de boticario. Ser valiente no es obligatorio, naturalmente, y el respeto debido a quien no puede o no quiere serlo es incuestionable; pero algo muy distinto es glorificarlos frente a quienes sí lo son, y que a menudo pagan altos precios por ello.
Porque lo de Paiporta no es la primera vez, ni será la última. Ni tampoco la inefable derecha se priva de recurrir a esa estúpida falacia. De un extremo a otro del paisaje ideológico, aqueos y troyanos —disculpen la comparación clásica con estos cagamandurrias de aquí, pero es que es muy bonita— van a insistir en convencernos: ser pusilánime es de izquierdas y mostrar coraje es de derechas: paradójicamente, en esa estupidez van a coincidir en el futuro unos y otros; lo hacen ya, arrogándose cada cual el papel correspondiente. Y también, claro, puestos a etiquetar, mostrarse partidario del aborto, suscribirse a El País, ver películas de Almodóvar, usar bici o patinete, defender la acogida de inmigrantes o leer a Sergio del Molino seguirán siendo para la derecha cosas de rojos; mientras que para los de izquierdas será impensable que un progresista maltrate a mujeres, viole a niños, eructe en la mesa, vea El Hormiguero, investigue a Begoña, se niegue a decir ellos, ellas y elles o critique con ecuanimidad lo más infame de toda nuestra clase política, sin la precaución de diferenciar por siglas. Eso, según recoge la periodista Natalia Junquera —que también ha intervenido con admirable tesón en la antes mencionada cuarta fase—, puede parecer crítica política, ese ejercicio sano y necesario (…), pero es antipolítica, que daña la democracia. Lo que pone en idéntico saco ideológico, y por supuesto al otro lado del tristemente famoso muro de buenos y malos levantado por Pedro Sánchez y sus socios, un editorial de EL MUNDO, un comentario en la tele o un artículo del arriba firmante, equiparándolos con la derecha más idiota o a la ultraderecha más cerril, incluidos el payaso de Alvise Pérez, Vox, Falange de las JONS (¡!), Desokupa o Victoria Federica.
Y de ese modo, para los palmeros blanqueadores de la arrogancia y la cobardía, cualquier discrepancia con las consignas de rigor —no hacen falta todas a la vez, con un poquito basta— delata, por supuesto, una obvia ideología fascista, sólo a medio palmo de distancia de Elon Musk o Donald Trump. Calculen ustedes la de timoratos, pusilánimes, oportunistas y ratas de alcantarilla que pueden escudarse, y en realidad lo hacen, tras semejante burladero.
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