Por Jorge Fernández Díaz |
En la jerga de los bomberos profesionales al fuego desatado le dicen la bestia. La Argentina era, sin exageraciones, un edificio en llamas y nosotros nos estábamos quemando vivos. El bombero ingresó con su brigada, apagó en un año el incendio –quedan igual algunos focos ígneos– y nos salvó de morir calcinados. Se le agradecen los servicios prestados en esta emergencia: fueron eficientes, y los números inflacionarios están a la vista; también la baja del riesgo país y la provisoria estabilidad del dólar, y los tibios pero certeros frenos a la abismal caída económica con la que se pagó toda esta impresionante operación de enfriamiento.
A eso podemos añadir que encontró una manera un tanto silvestre pero bastante efectiva de gobernabilidad espasmódica con blindaje circunstancial de vetos y con improvisación de boicots a distintas movidas opositoras en el Parlamento; les dobló el brazo a los piqueteros y sindicalistas más activos y corruptos y recuperó una cierta sensación de orden público. Es un balance coyuntural, precario y lleno de argumentos discutibles, pero al menos la bestia parece acorralada. El edificio, como consecuencia de las maniobras, quedó destruido por dentro, lleno de escombros humeantes, parece por momentos inhabitable, y ahora surgen dudas acerca de si el socorrista será capaz de pasar a una segunda fase: sanar a los heridos, contusos y chamuscados, y reparar y reconstruir con idénticas pericia y premura la casa de los argentinos.
Aquí es donde comienzan a advertirse los problemas mayores, tanto en los recursos intelectuales –atados a dogmas– para llevar a cabo semejante faena de resurrección, como en el diseño final que anida en la cabeza del jefe de la autobomba. Un ejemplo muy significativo surgió esta misma semana, cuando Federico Sturzenegger tuiteó lo que parecía una boutade; el Presidente de la Nación la respaldó, no obstante, como una de las nuevas verdades mileístas: “Para cada necesidad, habrá un mercado”. Esta “genial frase”, según Milei, es la inversión de la famosa máxima evitista: “Donde existe una necesidad nace un derecho”. Ambos aforismos –uno modulado desde el mercado total y otro articulado desde el estatismo más cerril– son igualmente equivocados. Del segundo está plagada de penosa evidencia la historia reciente; del primero puede decirse que ignora el hecho de que las naciones más desarrolladas progresaron con economías mixtas y que muchas necesidades no encuentran su mercado, precisamente porque nadie puede obtener allí una rentabilidad contante y sonante. Un puente, una escuela o un hospital pueden ser esenciales para determinadas poblaciones, pero pueden no constituir un buen negocio para ningún privado que deba construirlos. El libertarismo es una fe extrema –el peronismo chavista también lo era–, y entonces se vislumbran ciertas dificultades: los hombres de empresa –librados a sus balances y a su lógico provecho– no lograrán por sí solos arreglar muchos de los tantísimos objetos rotos del edificio carbonizado.
Otro de los interrogantes se vincula con la cariñosa relación entre Javier Milei –su gabinete de groupies celebró el triunfo electoral en Estados Unidos con corbatas rojas– y su ídolo Donald Trump, que tiene como idea nodal ser un industrialista y aumentar –con escandaloso dirigismo– aranceles para impedir que otros países penetren con sus productos en el mercado norteamericano. El trumpismo se considera un cruzado contra “la teología del libre comercio radical” (sic). Milei y Trump se tienen gran simpatía, pero solo se parecen en algunos asuntos secundarios, si se comprende la importancia capital de esta gran contradicción entre un anarcocapitalista y un proteccionista nato: ambos replican las danzas tan poco afortunadas de mediados del siglo pasado, cuando la derecha subdesarrollada –muy obsequiosa– prometía apertura total, y la derecha imperial –muy agradecida– colocaba sus capitales y excedentes, pero a su vez cerraba sus compuertas.
El mundo cambió, pero algunas cosas nunca cambian. Tampoco la incomodidad que para el populismo de derecha de todas las latitudes representa la democracia republicana, esa estrecha camisa de contrapesos que le impide ser libre para imponer sus ideas hegemónicas. A propósito, ya por estos lares algunos cuadros académicos afines al León han reivindicado la ocurrencia de emprender una reforma constitucional para instaurar un Nuevo Orden. Veinte años pidiendo que se respete la Constitución nacional, que era violada todas las semanas por el kirchnerismo, y ahora resulta que esa misma Constitución es socialista y debería ser reemplazada. ¿No es gracioso? No, en verdad no tiene la menor gracia. Tampoco que el Gobierno haya resuelto, en nombre de toda la sociedad, que el cambio climático es indubitablemente una estafa, obviando así catástrofes que padece a diario el planeta y contradiciendo relevantes trabajos científicos hechos en las capitales más sofisticadas de Occidente; o que los aborígenes carecen de derecho a reclamo en cualquier caso, o que las mujeres y las niñas no deben ser protegidas de la “violencia en los espacios digitales”. Esta última votación en la ONU nos dejó incluso lejos de Estados Unidos e Israel y de otros 168 países, y en una posición cercana –aunque menos negadora– a Corea del Norte, Irán, Nicaragua y Rusia, que solo se abstuvieron. Es que esta hiperderecha argenta tiene una soberbia increíble y, sobre todo, varias verdades reveladas, y estas siempre conducen a una ideología única y tienden a generar, en nombre del bien, un sistema sin alternancias ni disidencias, la propensión a explicarle al mundo cómo debe manejarse y un notable culto a la personalidad. Milei no quería guiar corderos sino despertar leones. Pero en el primer año de gestión solo consiguió una manada disciplinada de corderos acríticos que únicamente tiran tarascones a los desobedientes. Quizá no le interesen realmente a nadie estos reparos y escrúpulos republicanos en los oscuros corredores de nuestro maltrecho edificio, puesto que cuando uno salva el pellejo por muy poco tiende a olvidar los detalles, disculpar a los pecadores e incluso concederles erróneamente alguna razón que no tienen. Los vecinos están muy agradecidos con el bombero y ruegan que el fuego no se reinicie. Es comprensible, pero cuidado con permitirle al “salvador de la patria” que haga lo que quiera con la patria. Todos podemos luego pagar muy caro esa distracción, esa indulgencia tan humana como peligrosa.
© La Nación
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