Por Arturo Pérez-Reverte |
La segunda mitad del siglo XIX iba a ver cambios tan espectaculares en el paisaje que a Europa no la reconocería ni la madre que la parió. Uno de los lugares donde más iba a alterarse el asunto fue la fragmentada Italia, viejo coto de caza de españoles, franceses, austríacos y todo el que pasaba por allí. Incluidos los Estados Pontificios, núcleo duro, aquello era un bebedero de patos donde cada perro se lamía su órgano. Pero los tiempos napoleónicos habían caldeado el espíritu nacional, que andaba en busca de quien le diera forma; y el momento llegó cuando, descuajeringados los restos del Ancien Regime por la revolución de 1848, Austria, dueña del norte de Italia (la película Senso, de Visconti, ambienta bien ese momento), empezó a flojear, aquejada de sus achaques domésticos.
Más que movimiento popular, pues eso vino luego, la idea de una Italia unida (expresada en la bonita palabra Risorgimento) fue un impulso romántico donde se mezclaron tradición, literatura, música, liberalismo, conspiraciones revolucionarias y sociedades secretas: ingredientes que inevitablemente debían seducir a una juventud de procedencia burguesa, que se lanzó con entusiasmo a la aventura. Alentadas al principio por el patriota exiliado Mazzini, fundador del periódico La Joven Italia, menudearon insurrecciones, represión, fusilamientos (en Calabria, los hermanos Bandiera y sus camaradas supieron morir gritando ¡Viva Italia!), y todo eso alimentó la hermosa idea de una república unificada e independiente que incluía, ojo al dato, la desmembración del todavía potente Estado Pontificio. Surgió ahí la figura providencial del conde de Cavour, ministro del reino del Piamonte, liberal muy demócrata y muy burgués, consciente de dos detalles: que el principal obstáculo era la presencia austríaca en Lombardía y el Véneto, y que las masas populares, incultas y apegadas a las tradiciones, no estaban maduras para una república. Así que, con mucha inteligencia y barriendo para casa, propuso unificar Italia bajo los auspicios de la casa de Saboya, que reinaba en el Piamonte y Cerdeña. Y para hacer la idea más apetitosa convirtió el pequeño enclave piamontés en un estado moderno, polo de atracción para el resto de una península sometida a regímenes reaccionarios; hasta el punto de que Turín, capital piamontesa, se convirtió en refugio de cuanto patriota italiano lograba salvar el pellejo. La idea encontró apoyo en la burguesía y también en republicanos duros como Daniele Manin (Unifique Italia y todos los republicanos patriotas estaremos con usted, escribió a Víctor Manuel de Saboya) o como el legendario Garibaldi, pintoresco revolucionario profesional dispuesto a aplazar sus convicciones, pues consideraba la unidad italiana más urgente que la misma libertad. Se abrió a partir de 1859 un tormentoso período de insurrecciones, guerras, victorias y derrotas (la Francia de Napoleón III, de la que hablaremos más adelante, primero fue aliada y enemiga después); pero poco a poco la nueva Italia se fue llevando el gato al agua tanto en el norte, donde la guerra con los austríacos tuvo sus altibajos, como en el sur, en Sicilia, donde Garibaldi, con un millar de sus famosos camisas rojas (lean El Gatopardo o vean la película, porque Burt Lancaster está enorme), desembarcó y, tras expulsar a los apolillados Borbones que regían aquello, se dirigió a Nápoles, destronando al rey local, Francisco II. De ese modo, por la cara, Nápoles y Sicilia fueron incorporadas al nuevo estado federal; y el primer parlamento, reunido en Turín, proclamó rey de Italia a Víctor Manuel II. Después de la victoria franco-italiana de Magenta contra los austríacos (1859) el rey entró en Milán, capital de Lombardía, entre el entusiasmo popular. Sólo quedaban dos fichas de dominó por caer: el Véneto, que seguía en manos austríacas, y Roma y su región, en manos del papa. Siete años después, una Austria tambaleante (además de a los italianos se enfrentaba a Francia y Prusia) tuvo que entregar Venecia. Y en cuanto a la Roma papal, el siempre travieso Garibaldi dirigió una insurrección que puso a Su Santidad contra las cuerdas, salvado en último extremo gracias a una intervención militar francesa. Presionado por sus católicos (Ne laissez-pas les italiens s’emparer du siège de Saint-Pierre!), Napoleón III se tornaba adversario. Sin embargo, dos años después, la política internacional (desastre gabacho ante Prusia) obligó al tercer Napo a decir al papa si te he visto no me acuerdo, chaval. Y en septiembre de 1870, tras un simulacro de combate para salvar la cara con más tongo que la lucha libre americana, las tropas reales entraron en la ciudad, proclamándola capital y consumando, al fin, la anhelada unidad de Italia.
[Continuará].
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