Por Jorge Fernández Díaz |
El reduccionismo es una simplificación exagerada de algo complejo. Y el populismo, más como praxis que como ideología, consiste precisamente en el uso y abuso de ese exceso. Sus consignas maximalistas de izquierda o de derecha precisan de fanáticos sin matices ni reflexión, sedientos de castigar a sus enemigos, recibir la papilla digerida y corroborar una y otra vez su dogma. Ideas simples para problemas complejos. El reduccionismo es un síntoma del brochazo gordo y la pereza mental. El cuarto gobierno kirchnerista cayó en un grave reduccionismo al resolver que debía atender un solo factor (la política sanitaria), y hacer caso omiso a cualquier otro: sólo importaba el Covid y se desinteresaba entonces de la destrucción masiva de una economía cerrada a cal y canto, y de los diversos traumas sociales que derivaban de esa “cuarentena eterna” y mal gestionada.
La táctica, bajo un discurso altruista que al comienzo conectaba, los bendecía en la superficie y en la coyuntura, pero por debajo se estaba gestando lentamente y a largo plazo la consecuente laceración de la miseria y una rabia inconmensurable y rencorosa: esos múltiples padecimientos personales a la postre crearon el caldo de cultivo que le dio el triunfo a Javier Milei y que demolió el régimen político de los Kirchner. Habría que pensar si el León y su equipo no cayeron también en un cierto reduccionismo al concentrarse en un solo factor (la inflación) a costa de una “recesión eterna”, puesto que aunque se notan algunos tics y espasmos en el cuerpo yacente de la economía real, no se verifica ni de lejos la elegante analogía del gas y el buzo; de hecho nos caímos diez pisos, estamos ahora en el séptimo subsuelo y el libertario, que bajó la fiebre, no parece tener en su botiquín recursos para reanimar al paciente ni sensibilidad para suministrarle analgésicos ni palabras de compasión. El general Ancap y sus muchachos demuestran más bien un curioso desdén por las secuelas abismales, o tal vez incluso un ánimo sacrificial: si es necesario inundar la ciudad para terminar con el incendio, se hace y se celebra como algo heroico y se milita con alegría, sin la menor duda ni cuidado. Hay gente contentísima dentro de este vasto valle de desgracias. Sobre todo, mientras la opinión pública sigue respaldando el reduccionismo y enmascarando la metamorfosis subterránea de la ira, que en principio parece razonablemente más direccionada a la herencia que a la gestión. La luna de miel es así, y la gente en eso no se equivoca: los kirchneristas son los grandes culpables, pero no son los únicos. Ya no.
Para darles la derecha, puesto que tanto la quieren: tampoco fue fácil lo que Milei hizo (chapeau por su pericia y coraje), pero convengamos que era mucho más difícil atender también la depresión económica y comprender que había sido votado para apagar los focos ígneos sin tener que provocar una inundación bíblica. Hay resultados de todo ese desastre no calibrado, y no solo en términos de pobreza e indigencia, ni en la macro, sino en la entretela de la patria exánime, donde hoy se fabrican nuevos traumas a repetición que luego pagaremos: esta semana la consultora Sentimientos Públicos reveló un estudio según el cual “casi 7 de cada 10 argentinos perciben un marcado deterioro en el bienestar emocional o la salud mental de quienes los rodean”. Ese daño psicológico se inscribe en un cuadro desolador: “Casi 7 de cada 10 ciudadanos disminuyeron cenas afuera o celebraciones; 3 de cada 10 suspendieron plataformas de streaming, pero también ayuda económica a amigos y familiares; alrededor del 40% bajó su consumo de carne, cafés en cafeterías, gratificaciones comestibles e incluso sus insumos en las comidas, y un 16% directamente optó por suspender desayunos o meriendas”. Milei prometió, significativamente, que ya no habrá más malas noticias, pero todos sabemos que esta mishiadura será más larga que esperanza de pobre. Estamos hablando –con perdón– de actividad pura y dura: producción, empleo y consumo, y también de un ajuste del gasto público que se hizo a costa no solo de la “casta” sino de los jubilados: calculan que un tercio del recorte total lo pagaron los adultos mayores. Quienes dicen que Milei ganó las elecciones diciendo la verdad, se están mintiendo a sí mismos.
Hay muchos republicanos de morondanga y hombres de negocios, a salvo de las espinas de esta rosa, que fingiendo demencia a veces parecen dementes: ahora el fin justifica los medios y los periodistas no deberían cuestionar nada. Les disgusta a algunos empresarios, gerentes y financistas que les mostremos los agujeros del colador, y prefieren que seamos mucho más que “positivos”. Prefieren que seamos directamente chupamedias del poder. Se les ha evaporado el espíritu crítico y la preocupación institucional que tanto cacareaban, pretenden crear una democracia occidental sin acatar sus reglas básicas, repiten el error de sus antecesores del siglo XX –apoyaban dictaduras militares con tal de que pusieran ministros del palo–, y terminan practicando un simpático pinochetismo cool. Esa enfermedad –el economicismo a cualquier precio– fue lo que manchó una hermosa palabra. La palabra “liberal”, que ahora intenta industrializar el único libertario que preside un país en todo el planeta y que incentiva públicamente a las masas –mejor digamos a las adorables masitas de Parque Lezama– para que castiguen a los indóciles, en un memorable intento por generar linchamiento y autocensura. No se entiende por qué tanta preocupación por los “esbirros”, los “ensobrados” y los “hijos de puta” si ya nadie los lee ni escucha, y tampoco para qué hace falta repetir la repugnante actitud de 678, que mandaba a una cronista a provocar a gente de a pie en las marchas cívicas. Ahora mandan a youtubers con la misma misión. Solo las herramientas lucen nuevas; las ocurrencias de fondo son más viejas que el agujero del mate. Dios, patria y familia, pero inducidas por un presidente tántrico que llama “mandril” a cualquiera, usa festejadas metáforas sodomizadoras y pasa más tiempo en Twitter que pensando cómo domar lo único que importa: la penuria. Y que solo tiene eslóganes simplistas –la motosierra ciega– para asuntos complejos de la economía y de la vida, mientras bajo la línea de flotación crecen monstruos.
© La Nación
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