Por Jorge Fernández Díaz |
“El campo de batalla es un escenario de caos constante. El ganador será quien controle ese caos, tanto el propio como el de los enemigos”. Hay muchos ingenieros del caos y teóricos de la fragmentación, pero conviene siempre volver a un verdadero baquiano: Napoleón Bonaparte. Le gusta al “Triángulo de Hierro” de la Casa Rosada industrializar el banco de enojos sociales, sobreexcitando los extremos, como diría Giuliano da Empoli, y administrar y profundizar el desorden de una clase política –la “casta”– que voló por los aires y que recién ahora se despereza entre los escombros de la historia con notable amnesia, confusión identitaria y profunda desorientación.
Es por marketing –nosotros contra ellos, el León contra la partidocracia infame– pero también por oportunismo político que Javier Milei teje solo relaciones líquidas con aliados fugaces: deben cumplir funciones puntuales, no mancharlo con sus reputaciones y desapegarse hasta la próxima aventura. Juramentos firmes en mesas de arena y a merced de la intemperie y el viento del desierto. El libertario, su hermana y su estratega saben que a su alrededor todo el sistema quedó roto, y procuran que se siga rompiendo en más partes, atomizando así a toda la dirigencia, incluso a aquella que potencialmente pueda convertirse en su aliada. Seamos, en todo caso, un petiso, pero eso sí, en un mundo de liliputienses, y logremos, si el futuro nos sonríe, hasta convertirnos en un gigante. Ese juego líquido y maquiavélico del presente los condena, como contrapartida, a una gobernabilidad agónica. Todo su proyecto se pone en peligro hasta el último minuto, juegan a la ruleta rusa con el Congreso y su principal antídoto consiste en vetar sus decisiones y blindarse luego con la ayuda azarosa de amigos de circunstancia.
Despojándonos de sentimientos y convicciones cívicas, sopesando fríamente la batalla, uno se pregunta si esta táctica será su salvación o su debacle. Dependerá, en gran parte, de si el programa económico deja las inconsistencias y si la recuperación se palpa finalmente en los bolsillos, porque de nada servirá que Milei acaricie el sueño del reinado de Bukele –amplísimas mayorías parlamentarias le permiten gobernar a su gusto– sin ofrecer a la población un resultado contundente y espectacular en la economía que más o menos equivalga a lo que logró el salvadoreño en materia de seguridad.
Examinar a la oposición balcanizada puede ser un buen ejercicio mientras la economía dicta su veredicto, y habría que comenzar por los más próximos: los amarillos. En el mundo de la “derecha stone” consideran que es un gran malentendido que ellos sean “el Pro con huevos” (sic). Es curioso que una parte del “macrismo” haya acatado también ese error conceptual; la culpa y el interés obran milagros. La Libertad Avanza encarna, efectivamente, otra clase de ideología: un populismo de derecha con praxis gramsciana, y un fundamentalismo de mercado. La coalición de Cambiemos, para horror de Milei –dime con quién te asocias y te diré quién eres– protagonizó un intento de restauración republicana acompañado de liberales, desarrollistas, socialdemócratas, radicales, librepensadores y peronistas institucionalistas. Que la narrativa y la pericia macroeconómica –el gradualismo tiene esos riesgos– no hayan funcionado, no es culpa de la idea sino de la implementación puntual, y como prueba habría que revisar la prosperidad alcanzada con esas mismas metodologías por otras grandes naciones. También sería bueno recordar algo muy paradójico que ocurre en este particular contexto internacional: el nuevo derechismo, en nombre de Occidente y en ocasiones secuestrando la palabra “liberal”, comienza a socavar precisamente a las democracias liberales. Parece haber, en consecuencia, una contradicción flagrante entre los restauradores de siempre y los saboteadores de moda.
La cúpula del radicalismo, con sus cada vez más estrechas vecindades kirchneristas, tampoco parece recordar qué es, ni adónde se dirige. A veces, en términos bélicos, para escapar de los peligros de un monstruo hay que aliarse con otro, pero esto no es una guerra, correligionarios, sino un ajedrez de representaciones políticas. Para una retórica nacional y popular la igualdad está muy por encima de la libertad; para el anarcocapitalismo solo existe esta última, pero los radicales se caracterizaron por defender parejamente eso dos valores, y por reivindicar otro maridaje decisivo: tanto mercado como se pueda, tanto Estado como sea necesario. Millones de ciudadanos fuera del partido acompañan esa sensatez. El radicalismo gestiona cinco provincias, ocupa el sillón de vicegobernador en otras dos y maneja 500 de las 1200 intendencias de todo el país. Pero carece de líderes nacionales creíbles y carismáticos, y de las ideas claras en momentos turbios: a veces ha permitido incluso que le arrebataran banderas que le pertenecían. En una dinámica de pura polarización, su centrismo sin lucidez corre el riesgo de descuartizamiento.
No le va mejor al movimiento justicialista, por cierto: Cristina Kirchner pretende conducir la renovación antes de que la renueven a ella. Quien manda quiere hacer hasta lo imposible por reformar todo y seguir mandando, bajo la vieja consigna de Lampedusa: cambiar algo para que no cambie nada. El peronismo de izquierda es solo una de las dos almas del peronismo, y como enseña Lula –derrotó a Bolsonaro deshaciéndose de sus izquierdismo– se insinúa la idea de que podría ser el turno de un peronismo de derecha. No el peronismo neoliberal de Menem –allí está firme el León tratando de quedarse con ese cetro– sino el “peronismo del Papa”, para simplificarlo de algún modo. Ese peronismo es pobrista, pero no progre, y corporativo, pero no bolivariano. Tienen rating Moreno y Grabois porque podrían ser outsiders de esa añeja franquicia, pero sus imágenes son tan negativas que resulta difícil imaginar que cautiven a las masas y cobren consistencia. Cuando se llega hasta el final, por este camino de ruinas, se advierte la vacancia de personas con magia y credibilidad, y se recuerda la importancia menos de determinados ideales que de liderazgos efectivos y emblemáticos. A pesar de su violencia verbal y sus errores y políticas más controversiales, Milei es, hoy por hoy, el que maneja el caos ajeno, y el único que llena el traje en este triste baile de disfraces harapientos y máscaras cuarteadas.
© La Nación
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