Por Rogelio Alaniz |
La crisis que hoy afecta a la universidad argentina está articulada con la crisis del sistema educativo y la crisis política y cultural que perturba a nuestro país en un mundo cuyos cambios acelerados nos someten a desafíos de difícil resolución. En realidad, desde sus inicios la universidad estuvo involucrada en los diferentes temporales que se desplegaron a lo largo del siglo. Las respuestas fueron las posibles, pero con sus luces y sus sombras la universidad logró constituir una tradición que se conjugó en diferentes registros ideológicos y que, les guste o no a sus críticos más tenaces, son esas tradiciones la que explican la alta estima social que exhibe a pesar de errores, y a pesar también de los persistentes sabotajes a los que ha sido sometida.
No sé cuáles serán las respuestas puntuales que la universidad pública dará en la actual coyuntura, pero me atrevería a decir que las posibilidades de aciertos están vinculadas a la capacidad de que dispongan los integrantes de la comunidad universitaria, y la propia clase dirigente del país, para saber conectar los desafíos e incluso las incertidumbres del futuro con una tradición histórica que supo constituir a lo largo de un siglo y que halla en la Reforma Universitaria su inspiración más creativa.
Se dirá que no se puede recurrir a lo viejo para forjar lo nuevo o que la propia Reforma Universitaria de 1918 está agotada. Respecto del agotamiento de las inspiraciones reformistas convendría recordar que desde sus inicios los reformistas advirtieron acerca de ese peligro. Y en 1938, veinte años después, Deodoro Roca señaló que si la Reforma se proponía ser leal a sus orígenes debía despojarse de toda veneración al pasado.
Se trata entonces de pensar la Reforma como una experiencia cultural y política transformadora y abierta hacia el futuro. El historiador José Luis Romero exigió que, para ser reformista, es necesario renovar las perspectivas de los problemas tradicionales, anticiparse a la presencia de problemas nuevos y –vaya con las premoniciones– renunciar a todo espíritu de casta. Tulio Halperín Donghi sostuvo que el desafío reformista consiste en atreverse a transitar por escenarios cuyos rasgos distintivos son la movilidad social, los cambios políticos y las innovaciones científicas. Para referirse al compromiso con el tiempo presente, ese otro líder destacado de la Reforma que fue Julio González –hijo de Joaquín– escribió que la Reforma jamás respondió a una conciencia histórica abstracta o a un movimiento programado con anticipación, o trasnochado.
Porque, a contramano de prejuicios, intereses enquistados y fobias ideológicas, la Reforma Universitaria de 1918 fue algo más que una revuelta estudiantil de un puñado de muchachos traviesos. Lo que le otorgó trascendencia, lo que la transformó en una experiencia cultural que mereció la aprobación de las universidades de América fue esa asombrosa capacidad para combinar la rebeldía juvenil con la capacidad para fundar instituciones. Insisto: los dirigentes reformistas de 1918 fueron algo más que chicos alborotadores. Se menciona a veces con algún toque de mala fe ese espíritu rebelde o contestatario, pero se conoce menos acerca de las aspiraciones de estos dirigentes juveniles con relación al saber. Si se quería reformar la universidad no era por una malsana inclinación juvenil a los desórdenes, sino por una talentosa inquietud acerca de los grandes objetivos de una nación y el rol que en ese contexto le correspondía a la universidad.
Ortega y Gasset consideró a Deodoro Roca como el argentino más eminente; Enrique Barros fue candidato al Premio Nobel. No, no eran un grupo de chiquilines traviesos. Sus preocupaciones eran serias y no desconocían que, más allá de las consignas o del jolgorio juvenil, los verdaderos desafíos eran políticos, científicos, institucionales.
A la Reforma Universitaria le debemos la constitución de actores sociales y políticos con rasgos y perfiles precisos. El estudiante reformista fue uno, pero también el intelectual reformista, el político reformista y el ciudadano reformista. A las propuestas de un izquierdismo que proponía para los estudiantes la proletarización o tomar las armas, o a las exigencias de una religiosidad radicalizada que consideraba al estudiante un “privilegiado” y le sugería desprenderse de sus beneficios para predicar la buena nueva en las villas miserias, la tradición reformista abrazaba en su plenitud real todas las posibilidades efectivas de realización entre la inspiración de los ideales y las exigencias de lo real; entre el estudio, la práctica política y la ética ciudadana.
Walter Benjamin dijo: “Articular el pasado es adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro”. ¿Se entiende por qué es productiva la apelación a ciertas tradiciones? ¿Se entiende por qué referirse a la tradición reformista no es una respuesta anacrónica a los dilemas del presente, o una nostalgia decadente, sino una posibilidad efectiva de honrar más allá de la retórica y la solemnidad, la única experiencia histórica trascendente que supo constituir la universidad pública, experiencia –dicho sea de paso– que fue combatida a lo largo de los años por el oscurantismo clerical, el mesianismo militar, el fascismo, el izquierdismo estéril e incluso un liberalismo que pretende reducir a las universidades a instituciones otorgadoras de títulos profesionales?
Si los jóvenes de 1918 reclamaban en la Córdoba conservadora y clerical el derecho a leer a Freud, Darwin, Einstein, Marx y Nietzsche, hoy este desafío vanguardista debe mantenerse intacto con otros autores y otros contenidos. La universidad reformista honró las virtudes de la inteligencia, las exigencias del estudio y el compromiso social porque siempre supuso que una universidad que merezca ese nombre no es una isla amurallada y vigilada por celadores políticos o ideológicos.
Hoy se habla de la era del conocimiento y se le reconoce a la universidad una importancia decisiva en el proceso de movilidad social. Ninguno de estos justos objetivos son ajenos a la tradición reformista. Más: la Reforma no sería lo que fue si los desconociera. Y así como la Reforma no se agotó en las declamaciones de una rebelión permanente. tampoco redujo sus metas a una reivindicación exclusiva del presupuesto. No hay universidad que merezca ese nombre sin esa articulación entre capacitación profesional, investigación científica, y compromiso con la nación.
“Ejerceré mi autoridad si es necesario sobre una montaña de cadáveres”, dijo un olvidable rector de 1918. Y la respuesta fue la rebeldía, el ejercicio de la lucidez y la práctica política realista. Hoy no me queda claro cómo pretenden ejercer la autoridad quienes reducen el presupuesto o reiteran la antigua y rancia letanía de quienes desde la derecha recalcitrante, el izquierdismo delirante, el oscurantismo cultural y los prejuicios conservadores siempre intentaron someter a la universidad, cuando no asfixiarla o reducirla a ruinas y celebrarle un melancólico funeral en el cementerio de la historia.
© La Nación
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