Por Roberto García |
Dos novedades en el plano internacional aterrizan en la Argentina. Una, la reciente salida de la Canciller Diana Mondino, de la cual puede vanagloriarse cualquier periodista: no había semana en la que alguno olvidara vaticinar su renuncia.
Estaba afuera, era un plazo fijo desde que el dúo Karina-Caputo Jr le arrebataron la marca Argentina aún en proceso de gestación.
La excusa presunta es que el voto argentino no acompañó al de Israel y los Estados Unidos contra Cuba, casi un chiste de mal gusto conociendo la ideología de la dama que, perforada, se hundía hasta la espera de las elecciones en los Estados Unidos: si gana Donald Trump, como ya estiman en el Gobierno, Milei debía traer a Buenos Aires para reemplazarla al embajador Gerardo Werthein, particularmente señalado como cercano a los demócratas por haber traído al país a varios mandatarios de ese partido, pasearlos y comunicarlos con cierta élite pudiente, organizándoles amables cenas con Cristina y hasta fotografiarlos en el boliche Cocodrilo. Buen lobby que entornistas de Trump para Iberoamérica, rencorosos como Claver Carone, extitular del BID, guardan con particular inquina desde que lo removieron del cargo (recordar también que odia a Guillermo Francos, jefe de Gabinete, porque este le denunció un affaire con una secretaria que le costó el puesto). No todos, como Milei, estarán bendecidos si gana el republicano.
Tal vez a Mondino le reprochen, entre otras objeciones, avanzar con lentitud en un propósito del Gobierno cuyo resultado se ignora como el de las elecciones en USA. Esa misión le corresponde ahora a Gerry. Para el 18 y 19 de noviembre está prevista la reunión de los líderes del G-20 en Río de Janeiro, una cumbre mundial que la Casa Rosada pretende que se extienda geográficamente a la Argentina: puede ser una tentación para extranjeros famosos por el rol que Milei impuso la región, la curiosidad de su administración económica —reducción violenta del déficit, la baja inflacionaria—, su aprobada extemporaneidad como conductor de la Nación o su llamativa gestión con slogans como “afuera” o la “motosierra”. También por intereses de sus Estados. Más de uno se ha tentado con esta convocatoria y prolongará su estadía en el continente acercándose a Buenos Aires. Difícil operativo para esos 20 jefes de Estado, pero se considera segura la visita de Giorgia Meloni (Italia) y Emmanuel Macron (Francia). Nombres sugestivos, importantes, aunque el convite —si prospera— aproximaría a otros colegas de significación, especialmente de un territorio como el de Asia con el cual la Argentina intenta incrementar sus vínculos por obvias cuestiones comerciales. Para la Cancillería, aun la de Mondino, Asia es un destino clase B. Parece que si gana Trump y se produce el traslado de parte del G-20 en noviembre, las fuerzas del Cielo vuelven a jugar a favor del mandatario argentino, quien se muestra embriagado con la necesidad de disparar su artillería sin descanso.
Como no le alcanzan los adversarios vivos, Javier Milei la emprendió con los muertos. Y en Córdoba se despachó contra Raúl Alfonsín tildándolo de “golpista” —por participar o no desconocer el puscht que volteó a Fernando de la Rua—, en un revisionismo tan fresco que incomoda a sus propios socios. Por ejemplo, a la fracción de la UCR encabezada por Rodrigo de Loredo que, en el Congreso, se le adhirió para evitar que le rechacen el veto universitario (en cuya Reforma de 1918 fue influyente el partido radical). No hay, en el caso del presidente, alfombra roja ni para los invitados a su casa, parece que se relame o entretiene demoliendo figuras o apuñalando el libro de Dale Carnegie (“Como ganar amigos”) al igual que Santiago Caputo hizo con el texto del Mago de los abrojos, Marcos Peña. Inclusive, hasta rescata de la Chacarita o Recoleta a intocables de la democracia como Alfonsín, ejercicio innecesario tal vez aunque no menos cierto, que resucita enemigos y herederos como si el control del poder no fuera ordenar, pacificar, aliviar, distender. Esa es una convención que rechaza Milei, en su caso el amigo-enemigo no solo vale para el período de competencia electoral, dura siempre. Casi místico, como el funcionamiento de la motosierra.
El caso de los enemigos merece una anécdota sobre el cielo de Pigüé, provincia de Buenos Aires, colonia de franceses que fue visitada por Francois Mitterrand antes de su candidatura triunfal al Elíseo. Le preguntaron en el avión que lo transportaba si quería ser presidente, a lo cual respondió: “La verdad, estoy grande, cansado, pero entiendo que debo serlo por los hijos de puta de mis enemigos”. Se quedó mucho tiempo en el Palacio. Cuando se trata de poder, es evidente, no hay distingos entre la izquierda y la derecha. Alfonsín, en cambio, cuando en el regreso a la democracia venció en las urnas al peronista Ítalo Luder —y a otros candidatos que se reciclaron con Carlos Menem, de Salonia a Alsogaray— en su primera declaración dijo: “Triunfamos, pero no derrotamos a nadie”. Había piedad o temor por los militares, quizás un criterio personal por no reivindicar la venganza. Tiempos difíciles.
En cuanto al ascenso de Werthein, coincide con una promovida transferencia: se atribuye algún grado de intervención en la mudanza de un paquete de periodistas de dos canales a otro. Al nuevo canciller se le reconocen vínculos con el Grupo del diario El Observador, en Uruguay, por lo menos, y la trama de estos cambios de escudería involucran no solo traslados de pantalla, también modificaciones accionarias (por ejemplo, Juan Cruz Avila quedándose con algunos puntos de América, al igual que el dueño de Radio Rivadavia). Parece ipso facto que reconocidos hombres de prensa salten de La Nación+ y Todo Noticias (Clarín) al grupo de Belocopitt-Manzano-Vila y digan lo mismo que decían hasta ahora. El cambio de camiseta se supone que no significa otras alteraciones.
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