Universidad Nacional de Buenos Aires
Por Félix V. Lonigro (*)
El presidente de la Nación pareciera conducir los destinos del país con un lema: “sin enemigos no hay gestión”. Primero fue “la casta”, luego los economistas, más tarde el Congreso; ahora lo es el sistema universitario público estatal. Y cuando desde la cima del poder se identifica a un enemigo, los aduladores crónicos y aplaudidores seriales –hoy convertidos en trolls– se pertrechan para agredirlo, denostarlo y calumniarlo.
El sistema universitario nacional está integrado por, aproximadamente, sesenta universidades nacionales y diversos institutos universitarios. Todas las provincias tienen, en su territorio, al menos una universidad nacional, con más de veinte en el de la provincia de Buenos Aires, que concentra al cuarenta por ciento de la población del país.
Entre las universidades nacionales, si bien la de Córdoba es la más antigua –fue creada en 1613–, la de Buenos Aires (UBA) es la más importante. Fue creada el 9 de agosto de 1821 –cuando la provincia era gobernada por Martín Rodríguez–, y según la consultora británica QS (Quacquarelli Symonds), que cada año evalúa a mil quinientas unidades académicas en el mundo, está ubicada en el septuagésimo lugar del ranking, y en el primero dentro de América Latina.
Esto significa que si algo funciona bien en la Argentina es el sistema de la educación universitaria pública y estatal, al que, ahora, el primer mandatario elige como objetivo para derramar su crónica y contenida furia dialéctica.
En este contexto, la histórica grieta en la sociedad también ha alcanzado a las universidades públicas, y en la coyuntura pareciera haber, en derredor de ellas, dos hilos discursivos: por un lado, el que sostiene que las universidades estatales son ámbitos académicos inmaculados, exentos de todo atisbo de corrupción, en los que el gobierno nacional no solo no debe inmiscuirse, sino que, además, debe solventar el funcionamiento de aquellas con los recursos públicos, sin que corresponda su arancelamiento.
Mientras tanto, entre quienes aplauden la drástica reducción en el presupuesto educativo, se afirma que en las universidades públicas hay “curros”, que los docentes “adoctrinan”, que hay que someterlas a rigurosos controles de gestión y auditoría para verificar qué se hace con los recursos que reciben, y que deberían ser aranceladas.
Seguramente el gobierno nacional tendrá la sana intención de auditar y controlar cuál es el destino de los fondos que, presupuestariamente, se asignan a las universidades nacionales, pero esa supuesta “sana intención” se relativiza cuando aparecen los agravios, las ofensas y las descalificaciones, porque entonces se pierde de vista el objetivo real que persiguen las autoridades a la hora de embestir contra el sistema universitario estatal.
Del mismo modo, también es probable que la mayoría de los dirigentes sindicales universitarios tengan la “sana intención” de defender al personal docente y no docente frente a los embates de las autoridades nacionales, que han decidido ahogar financieramente a las universidades; pero en el contexto del agravio y la desconfianza mutua, se pierde la cordura, se exacerban posiciones y se evapora el equilibrio.
Es por eso que, apelando a mi humilde condición de docente universitario, con una carrera de más de cuarenta años, en los que jamás desarrollé actividad política en ese ámbito, me permitiré transitar por el camino desapasionado del medio para poner de relieve que si bien es condenable la reducción del presupuesto para la educación universitaria, debe valorarse positivamente que las universidades sean auditadas –tal como lo prevé la ley de educación superior–, aunque debe hacerse en el marco de la ley, y por lo tanto ha de ser la Auditoría General de la Nación, y no la Sindicatura General de la Nación, la que deba realizar esa tarea.
El ejercicio de auditorías en este ámbito de ninguna manera afecta la autonomía universitaria, que consiste en elaborar estatutos propios, definir sus órganos de gobierno, administrar sus recursos, crear carreras universitarias y planes de estudio, designar y remover personal, etcétera; pero no en impedir que el Estado, que es el que las crea y financia, pueda controlar cómo usan los recursos que se les asignan.
Del mismo modo, no es objetable que los gremios estudiantiles acudan al paro para defender los intereses de los docentes y no docentes universitarios, pero sí lo es que el ejercicio de ese derecho a huelga sea ejercido en forma abusiva e irregular, a través de “ocupaciones” y “tomas” de las universidades, por cuanto ello, además, constituye un delito.
Por su parte, resulta intolerable que el primer mandatario y la vicepresidente de la Nación afirmen, ligeramente, que los docentes “adoctrinamos”, porque aquellos que desde hace tantos años elegimos desarrollar nuestra vocación de enseñar no podemos permitir que se erosione nuestro prestigio, y mucho menos cuando ese agravio es alentado desde el nivel más alto de la estructura gubernativa. Pero al mismo tiempo también es inadmisible que algunos sectores denuesten a quienes, en el contexto de la libertad de cátedra y de expresión que las universidades alientan, entendemos que la educación pública universitaria debería ser arancelada para todos, aun cuando, en este punto, el Gobierno no pareciera avanzar en esa dirección, sino respecto de extranjeros no residentes.
En efecto, el Estado, cuya “responsabilidad indelegable” en materia de “educación pública estatal” está prevista en la ley fundamental, debe solventar la educación pública primaria y secundaria –porque es un servicio público esencial cuyo objetivo es lograr que todos los habitantes accedan gratuitamente a los conocimientos básicos que aseguren su subsistencia–, pero luego, para el acceso a conocimientos especializados, como lo son los terciarios y universitarios, cada habitante debe afrontar el costo necesario para adquirirlos.
En todo caso, con los recursos públicos y con el producido del referido arancelamiento, las autoridades deben otorgar becas a aquellos que acrediten no tener medios suficientes para acceder a esos estudios. Pues a esto se lo denomina “equidad”, que también está consagrada, como regla y como valor, en la Constitución nacional para el ámbito de la educación pública estatal. Pues nada es más equitativo que que aquellos que pudieron abonar estudios iniciales y medios onerosos hagan lo propio en el ámbito universitario.
El debate de ideas enriquece, y eso es justamente a lo que se debe propender en las universidades, que constituyen los escenarios ideales para desarrollarlo; pero las autoridades, que tienen todo el derecho de controlar, deben hacerlo sin asfixiar ni agredir a quienes nos desempeñamos en aquellas, porque ningún objetivo se logra en el contexto del maltrato y las descalificaciones.
(*) Prof. universitario de Derecho Constitucional UBA
© La Nación
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