Perseo con la cabeza de Medusa, obra de Benvenuto Cellini |
Por David Toscana
Vaya uno a saber por qué razón, esta semana recordé la novela de Antonio Tabucchi, La cabeza perdida de Damasceno Monteiro.
Nos cuenta sobre un tal Manolo que halla un cadáver entre los arbustos.
Con el trozo de madera prosiguió su inspección, con calma y cautela, como si tuviera miedo de hacer daño a aquel cuerpo que yacía boca arriba entre los arbustos. Llegó hasta el cuello y no pudo seguir. Porque el cuerpo no tenía cabeza. Era un corte limpio que, además, había producido poca sangre, solo algunos coágulos oscuros sobre los que revoloteaban las moscas.
Y ya con tales imágenes en la mente, me fui a pasados más antiguos. David decapita a Goliat. A Perseo se le representa de varias formas, pero una de las preferidas por los artistas es mostrarlo con la cabeza recién cercenada de Medusa. Entre las grandes hazañas de Hércules está haber cortado las cabezas de la Hidra. Estos pasan por héroes, pero trozar cabezas pesa mucho más en el otro lado de la balanza.
Quizás sea Juan el Bautista el decapitado más famoso de la historia. Que en el cumpleaños de Herodes, Salomé, la hija de Herodías baile encuerada delante de príncipes y tribunos y los principales de Galilea, es cosa pas mal. Pero luego viene el pésimo gusto cuando se pronuncia la frase de: “Quiero que ahora mismo me des en un plato la cabeza de Juan el Bautista”. El trámite tuvo que hacerse con mucha presteza para que el regalito llegara antes del postre. La sorpresa de Juan debió ser mayúscula cuando se dio cuenta de que Dios no escuchaba sus plegarias.
Herodes pasó a ser uno de los malandros favoritos de la historia bíblica, aunque no tanto como su padre, también llamado Herodes, en esa familia cuyos nombres se confunden como los Buendía. En cambio a Salomé, por su belleza y sensual baile, se le juzga con la blandura que se juzga a Elena.
Esto de pasear cabezas en platos ya tenía tradición en el imperio romano. Alrededor de setenta años antes había perecido decapitado Marco Tulio Cicerón.
Mucho se ha romantizado la relación entre Marco Antonio y Cleopatra, pero los cronistas de aquella época tenían baja opinión al respecto. Séneca escribe:
A Marco Antonio, varón generoso y de noble carácter, ¿qué otra cosa lo perdió entregándolo a merced de costumbres extranjeras y de vicios desconocidos en Roma sino la embriaguez y la pasión por Cleopatra, no inferior a la del vino? Estos vicios lo convirtieron en enemigo de la república; lo hicieron impotente frente a sus enemigos; lo volvieron cruel cuando se hacía presentar, durante la cena, las cabezas de los ciudadanos más distinguidos.
Plutarco nos cuenta que llegan los sicarios de Marco Antonio a casa de Cicerón y derriban las puertas, pero no encuentran a su víctima. Sin embargo, les dicen dónde pueden hallarlo. Cicerón, “muy demudado el semblante con la demasiada agitación y angustia”, termina por ofrecer el cuello, mientras los demás “se cubrieron el rostro al ir Herenio a darle el golpe fatal”. Ya en esas, le cortaron también la mano con la que escribía.
Sabemos que Nerón condenó a muerte a Séneca, y también se cuenta que bajo sus órdenes fue decapitado San Pablo y crucificado Pedro. Eso lo había anticipado Jesús, cuando le dijo a Pedro: “Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras”. No hay crónicas que hablen de la decapitación o de la crucifixión boca abajo.
Los ingleses y los franceses fueron grandes decapitadores. Entre los ingleses quizás el mayor fue Enrique VIII, que entre muchos tantos cercenó el cuello de Tomas Moro y de dos de sus mujeres, Ana Bolena y Catalina Howard.
Robespierre fue un feliz decapitador hasta que lo decapitaron a él.
La lápida sobre cualquier decapitador perteneciente a cualquier poder la pone Francis Poulenc, con su ópera Dialogues des Carmélites. El coro de mujeres va perdiendo sus voces una a una hasta que queda una solista, hasta que no queda nadie.
Ismail Kadaré nos cuenta en El nicho de la vergüenza la costumbre del imperio otomano de mostrar al público las cabezas cercenadas de los militares caídos en desgracia. Entre ejecutado y ejecutado, hay que mantener la cabeza en el mejor estado de conservación con hielo, sal y otras pociones; pero ciertamente se va pudriendo con el paso de los días.
Algo parecido a ese nicho tuvimos en Guanajuato. Lo pongo en las escuetas palabras de Manuel Payno: “Se cortaron las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, y conducidas a Guanajuato fueron colocadas en unas jaulas de fierro en los ángulos del sangriento castillo de Granaditas”. Tales cabezas no recibieron los mimos ofrecidos en el nicho de la vergüenza; y eran sólo cráneos cuando leemos en México a través de los siglos:
Bustamante fue recibido con entusiasmo por las tropas y el pueblo, y una de sus primeras disposiciones fue ordenar que se quitasen los cráneos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez de las jaulas de hierro que desde 1811 se habían colocado en los cuatro ángulos de la siniestra alhóndiga de Granaditas; hízose así, y los restos venerables de aquellos patriotas fueron enterrados en la parroquia de San Sebastián.
Mucha ramplonería hubo en decapitar los cadáveres de los cuatro héroes en Chihuahua y enviar las cabezas a Guanajuato. Cuando Fernando Pérez Marañón, intendente de esta ciudad, las colgó, ya Aldama, Allende y Jiménez llevaban ciento diez días de muertos; Hidalgo un poco menos. Les llamó “insignes facinerosos”, que “saquearon y robaron” y “derramaron con la mayor atrocidad la inocente sangre de sacerdotes fieles y magistrados justos; y fueron causa de todos los desastres, desgracias y calamidades que experimentamos y que afligen y deploran los habitantes todos de esta parte tan integrante de la nación española”, habló con la sinceridad que le daban sus privilegios, pero sin la sapiencia de mirar hacia dónde iba la historia. Lo cual suele ser la común ceguera de quienes ocupan el poder.
Dio vuelta la rueda y el insigne facineroso es Pérez Marañón.
Y la rueda rueda siempre.
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