Por Félix V. Lonigro (*)
Nos hemos acostumbrado tanto a hablar de los denominados “DNU” que probablemente sean pocos los que entiendan bien de qué se tratan, cómo funcionan y cuánto daño le hacen al sistema republicano de gobierno. Por eso ahora, que en el Congreso de la Nación se busca modificar la ley 26.122, que los reglamenta, es una buena oportunidad para que la ciudadanía entienda de qué se habla cuando se menciona reiteradamente la sigla “DNU”.
No es difícil entenderlo. Desde su sanción, en 1853, la Constitución nacional prevé la existencia de un sistema republicano, cuya principal característica es la separación o división de poderes, en la que cada órgano tiene determinadas atribuciones asignadas por la ley fundamental, y no corresponde que uno de ellos avance sobre las que le pertenecen al otro.
Sin embargo, en la reforma constitucional de 1994, de la que hace un par de meses se cumplieron treinta años, se le permitió al presidente “saltar el vallado” del sistema republicano, autorizándolo a ejercer atribuciones que la misma ley suprema le confiera al Congreso.
¿Cómo hace el presidente para ejercer esas potestades legislativas? Pues dicta estos nefastos instrumentos institucionales a los que se les ha asignado el pomposo nombre “decretos de necesidad y urgencia” (DNU). Cada vez que el primer mandatario dicta uno, no está ejerciendo sus propias atribuciones, sino que se las está hurtando al Parlamento.
Su nombre invita a reflexionar: los dicta el presidente –decretos–, para ejercer facultades legislativas cuando existen “necesidad y urgencia”. Por ese motivo se trata de instrumentos de emergencia y excepcionales, cuya aceptación debe estar limitada a supuestos extremos. Por eso, a un pueblo cívicamente ilustrado, la proliferación de esos decretos debería preocuparlo.
Por su naturaleza antirrepublicana, los DNU no deberían estar contemplados en la Constitución nacional, pero si el constituyente reformador de 1994 los incorporó, al menos hubiera previsto requisitos extremos para su dictado. Sin embargo, no fue así; por el contrario, los únicos recaudos que, según la ley fundamental, el presidente debe adoptar antes de dictar uno de estos perversos decretos son lograr que todos sus ministros los firmen (recuérdese que a los ministros los nombra y remueve el presidente); que no sean temas penales, impositivos, electorales ni de partidos políticos (recuérdese que el Congreso tiene más de sesenta potestades, y solo en estas cuatro el presidente tiene vedado dictar DNU); deben existir “circunstancias excepcionales” que impidan al presidente esperar el trámite legislativo (obviamente siempre, en la percepción presidencial, existirán esas “circunstancias” que justifiquen la utilización de estos instrumentos), y el Congreso debe aprobarlos a través de un trámite cuyo diseño, la Constitución le derivó a aquel.
Se podrá observar que los requisitos constitucionalmente exigidos para el citado de los DNU son vagos y ambiguos, lo cual, en la práctica, ha generado la proliferación de avasallamientos presidenciales por sobre las atribuciones legislativas. Pues mientras tanto, ¿y el Congreso? ¿Acaso no está en sus manos regular su propia intervención a la hora de aprobar o rechazar esos macabros DNU? Efectivamente. Demoró doce años en hacerlo desde la reforma constitucional de 1994, y cuando lo hizo, mediante la ley 26.122, en 2006, fue muy poco guardián de sus propias facultades constitucionales.
Esa ley dispone que esos decretos rigen desde su publicación en el Boletín Oficial, no siendo necesario esperar que el Congreso los avale; que el Congreso no tiene plazo para hacerlo; que basta con que una sola cámara lo apruebe para que el DNU mantenga su vigencia, y que los legisladores, frente a un megadecreto de necesidad y urgencia, como lo fue el DNU Nº 70/23 sancionado por Milei, inmediatamente después de asumir el cargo, deben aprobar o rechazar todo el decreto en conjunto.
¿Quién puede haber sido autor de semejante ley? Adivine: presentó el proyecto siendo diputada cuando su marido era presidente de la Nación; luego fue dos veces presidenta, una vez vice, y en 2022 fue condenada, en primera instancia, por administración fraudulenta.
En otras palabras, no solo los DNU son republicanamente perversos, sino que, además, el Congreso, con su regulación, ha potenciado esa perversidad, a tal punto que en la Argentina, desde hace 30 años, a los presidentes les resulta más fácil ejercer atribuciones legislativas que al Congreso mismo.
La conclusión, por ahora, es simple: para eliminar los DNU, hay que modificar la Constitución; pero como eso es muy difícil, que al menos el Congreso despierte y modifique la ley 26.122 que los regula, defendiendo mejor sus potestades constitucionales.
(*) Abogado constitucionalista. Prof. Derecho Constitucional UBA
© La Nación
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