Todos los refranes son idiotas. Esas sentencias presumiblemente verdaderas, con intenciones didácticas, morales o filosóficas, siempre me parecieron odiosas. Sancho Panza se expresa por medio de refranes, y su inteligencia es corta. Salvo, claro, cuando oficia de rey y juez en la isla de Barataria, y si precisamente ese momento resulta tan crucial es porque Sancho, tan corto de entendederas, ejerce una inteligencia superior, impartiendo justicia con la astucia y la certeza de Salomón.
Una imagen no vale más que mil palabras. Qué tontería. Algunas imágenes sí, pero solo algunas. Muy pocas. Algunas imágenes valen mucho más que mil palabras, algunas imágenes valen infinitas palabras, tantas que, utilizando la técnica de Claude Simon, hacen falta novelas enteras para describirlas. Ante algunas imágenes, cuando llega la hora de ser descriptas, somos testigos del grado de complejidad que promueven. Hace falta ser un verdadero artista para hacer una buena foto, y hace falta cierta percepción artística para describirla. Y ni que hablar si además el espectador debe relatar lo que le ocurre a él frente a esa foto: ahí la cosa no solo se complica, sino que se enreda, se retuerce, es casi imposible.
En La cámara lúcida (1980), Roland Barthes pone fotos en palabras, reflexiona sobre algunas de ellas. Son todas fotos que funcionan como usinas de discurso, como motores verbales. Hay una en particular, de André Kertész, por la que siento un amor particular (sí, todos los amores lo son, pero entienden lo que digo). En realidad siento menos amor por la foto que por la breve nota de Barthes que la acompaña. En ella se ve a Ernest en 1931. Ernest es un escolar, y está posando. Ernest es un niño de aproximadamente 7 años, tiene un codo apoyado en el pupitre y mira a cámara sonriendo. Tiene la cabeza ligeramente ladeada hacia la derecha, lo que le da un aire más inocente del que debía tener normalmente. Barthes anota al pie de la foto: “Es posible que Ernest viva todavía en la actualidad: pero ¿dónde?, ¿cómo? ¡Qué novela!”. Eso es: hay fotos que son novelas. Esas son las únicas que valen más que mil palabras.
Tampoco funciona la contrapartida de ese refrán. Susan Sontag dijo una vez: “Una palabra vale más que mil imágenes”. De acuerdo, ¿pero qué palabra?, ¿en medio de cuáles otras? Cualquier palabra no vale mil imágenes, hay palabras que no valen nada. Del mismo modo, hay palabras que valen una novela. Hay un poema de Gottfried Benn que incluso traducido funciona como una fábrica de sentidos: “Pero anota esto:/ vivo los días del animal. Soy una hora de agua./ De noche se adormece mi párpado como bosque y cielo./ Mi amor conoce solo pocas palabras:/ se está tan bien junto a tu sangre”. El poema fue traducido por Rodolfo Modern, se llama Amenaza y no podría tener otro título. Allí también hay una novela, una novela de terror, para más datos. No me gustaría que alguien deslizara ese poema por debajo de mi puerta, y encontrarlo una mañana, descalzo y con el café en la mano.
Pensando en estas cosas fue que armé una muestra llamada Una imagen mil palabras, en la que les pedí a cincuenta personalidades del mundo artístico, literario, teatral, fotográfico, musical, científico y deportivo de la Argentina que eligiera una foto que les había cambiado la vida, o si eso era pedir demasiado, una foto capaz de promover un discurso, mil palabras o más. Esa foto podía proceder de la historia de la fotografía o del álbum personal, y el resultado de todo eso puede verse hasta diciembre en el Centro Cultural Recoleta. El espectador, valiéndose de un QR que acompaña a la foto, escuchará la voz del que la seleccionó dando sus razones, explicando lo que vemos, siempre ampliando el panorama, llevando el sentido más allá de los límites del encuadre. Y todo para decir que pocas imágenes valen más que mil palabras.
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