lunes, 2 de septiembre de 2024

Mirando superhéroes


Por Nicolás Lucca

Hubo un tiempo, cuando éramos chicos, en los que soñábamos y jugábamos a ser como nuestros héroes. Y estos eran héroes ficticios pero con cualidades fáciles de identificar como buenas. O sea: que ellos eran buenos, hacían el bien o lo intentaban. Algunos tenían todos los poderes imaginables. Superman vuela, tiene mirada de rayos X que puede convertirse en láser, una piel a prueba de balas y una fuerza física capaz de levantar un avión con una mano.

Debajo de Superman viene una saga de superhéroes que responden cada uno al contexto en el que fueron creados, concebidos, imaginados. Que Ciudad Gótica sea, redundantemente, gótica, empobrecida, oscura, tapada de vicios y llena de corrupción es un fiel reflejo de lo que se respiraba en el aire de los Estados Unidos de la Gran Depresión económica. Que el superhéroe surgido sea un millonario filántropo y justiciero sin otros superpoderes que su inmensa fortuna y su capacidad de evasión al fisco para financiar sus chiches, no es casual. Y que su fuerza de voluntad se dirija a combatir el mal, tampoco es casual.

En Batman hay un perfil que siempre pasó a un segundo plano hasta no hace mucho: los corruptos no importan. No tienen un perfil, no son los villanos recordados. La corrupción es tan deleznable que no se les da ni siquiera el crédito de convertirse en némesis de nadie. Pero los villanos de Batman, los que recordamos como malos bien malos, eran sujetos profundamente afectados psiquiátricamente. De hecho, si pido que identifiquen dos lugares de Ciudad Gótica, todos podrían mencionar la Baticueva y el Asilo Arkham. Un loquero, un hospital psiquiátrico victoriano con todo el terror que sus imágenes pueden generar en la fantasía de cualquier ser humano normal: el miedo a volverse loco y convivir con tamaños personajes.

Los superhéroes no son ninguna novedad para la humanidad. Siempre existieron con cualidades más o menos similares. Y como siempre, cada superhombre representó los valores y temores de la sociedad que lo vio nacer. Algunos superhéroes, incluso, tienen sus hazañas relatadas en textos sagrados. Pensemos en los patrones en común: una actitud inmensamente desinteresada en servir a un fin superior a todos. Una forma de ser tan desprendida que puede llevar a la propia ruina si el fin no es conseguido. Puede ser el bienestar general o la supervivencia del mundo. Valores morales superiores a los del promedio de la época en que surgieron. Una fuerza de voluntad a prueba de todo. Y, por sobre todas las cosas, la capacidad extrema de sobreponerse a cualquier traspié y de hacer de cada trauma una virtud. Algo que hoy llamamos resiliencia.

Puedo estar hablando de Superman, Hércules o Noé y su arca. Y todos tienen una debilidad, algo que puede arruinarlos, incluso los más poderosos. Es curioso como la humanidad se mantiene firme en ese pensamiento a lo largo de los milenios: el invencible Aquiles tenía su talón indefenso y a Superman se lo voltea con un cacho de kriptonita. Ni siquiera la derrota queda en manos de un villano sino en quien sepa aprovechar su vulnerabilidad.

Cuando era chico, como todo niño de bien, fantaseaba con ser Superman, o Batman o Spiderman. Con un dejo de madurez, puedo decir que nadie en su sano juicio desearía pagar el precio de acceso. Kal-El puede ser la criatura suprema absoluta. Pero no tiene a nadie de su civilización. Desapareció completamente con un par de excepciones: un puñado de delincuentes expulsados antes de que todo se fuera al tacho.

¿Quién, en su sano juicio, podría desear ser Batman en toda su historia? Es el rey del trauma, la mayor de las pesadillas: ser testigo impotente del homicidio de tus padres en plena infancia. Y, por lo que tenemos entendido, sin un solo pariente que pueda hacerse cargo.

Cuando uno se hace adulto y comienza a indagar en la psiquis de estos personajes, algunos pueden pasar de largo, los geeks me correrán por el lado de cosas que ignoro y otros me llamarán exagerado. Pero todo período histórico tuvo héroes y villanos legendarios, mitológicos. Nuestros superhéroes no son muy distintos a los miles de dioses, ninfas, nereidas y demás integrantes de los universos mitológicos griegos, romanos, nórdicos o de la civilización que elijamos. Y en todos ellos están plasmados los deseos, miedos y panoramas de sus tiempos.

Quizá el hilo conductor de los superhéroes modernos –los del último siglo, al menos– es que sabemos quién está del lado del bien y quién del lado del mal. Incluso cuando tenemos a alguien que va y viene, tipo Gatúbela, queda tan, pero tan aclarado que sabemos y sentimos sus contradicciones. Porque sabemos quiénes son los buenos y quiénes los malos.

No recuerdo, no tengo memoria de algún episodio de juegos de mi infancia en que alguno de los niños que me rodaban quisieran jugar a ser el Pingüino, Lex Luthor o el Duende Verde. Y sin embargo…

Hace ya un tiempo que algo que veía pasar como un scrolleo más de mi pulgar por la pantalla del celular en alguna red social, se convirtió en algo demasiado presente: frases amenazantes de reivindicaciones dudosas acompañadas del rostro de un hijo de puta. Ficticio, pero hijo de puta al fin y al cabo, con todo lo que representa ser un auténtico hijo de puta.

He leído unos cuántos estudios sobre la influencia de El Padrino en la cultura popular y alguno que otro sobre la percepción que la gente tiene de las distintas figuras de la familia Corleone. Como miembro de una familia bien calabresa, mi fascinación con la saga se sobreentiende. Salvo contadísimas excepciones –Marlon Brando y James Caan– todos los que formaron parte de su realización tienen orígenes calabreses. El autor Mario Puzzo, Alfredo Pacino, John Cazale, Robert De Niro, Francis Ford Coppola y un listado interminable son provenientes o hijos del sur italiano.

Ver El Padrino desde el punto de vista de las costumbres es hermoso. Los refranes ´n dialetto calabbrese, la pronunciación cerrada, la jerarquía familiar al momento de una cena, la exageración dramática hasta de una salutación por una boda. Todo es un viaje a la infancia de cualquier hijo o nieto de inmigrantes. Incluso siento una gran subestimación cultural a los tips que da Clemenza para la correcta preparación de una buena salsa para la pastasciutta.

Pero, independientemente de los valores familiares, la protección y demás cosas, si alguien cree que Vito o Michael Corleone son héroes, evidentemente vimos películas distintas o leímos libros en diferentes idiomas. Eran mafiosos con todas las letras. Tenían sus límites morales, que en el caso de los Corleone estaba marcado por el narcotráfico. Un límite que no existía para las otras unidades de negocios familiares, como la trata de personas, el juego clandestino, el alcohol y el sicariato. ¿Había cuestiones de honor? Claro. Pero si no les tuviéramos cariño, sería tan solo un grupo de indeseables con su propio sistema de justicia paraestatal. Nos queda la incomprensión de una Sara Kay Parker que odia todo lo que tenga que ver con la mafia desde la comodidad de las limusinas con choferes y las mansiones que la mafia concede.

Cuando alguien idolatró al Tony Montana de 1983, puede que algo comenzara a romperse del todo. La remake de Brian De Palma con el guión de Oliver Stone tuvo cambios notorios respecto de la original de 1932. Entiéndase una aclaración: amo la Scarface de 1983, tengo hasta muñecos de Pacino en su traje de tres piezas y una metralla en su mano derecha. Adoro la película, su ritmo y la crónica de la lenta caída de un inviable. Oliver Stone y su denuncia a la utilización de los exiliados cubanos como metodología política de la Guerra Fría por parte de Ronald Reagan, a esta altura del siglo XXI, me tiene sin cuidado.

Dicho todo esto: ¿Cómo cazzo vas a tener de referente a Tony Montana? En la versión original, Tony se apellidaba Camonte y era una forma de poder hablar, sin consecuencias, del gangster más temido: Tony es Al Capone. ¿Tu ídolo es Capone? Estamos en el horno. Incluso si tu ídolo es Montana ya estamos en problemas, con su adicción brutal a la cocaína, una relación cuasi incestuosa de propiedad privada sobre su hermana y la carencia total de códigos a la hora de construir y consolidar poder con el miedo como toda virtud.

Los tiempos pasaron y hoy, mientas escribo estas líneas, veo pasar el rostro de Joaquin Phoenix pensativo. Maquillado como el Joker, le agregan una frase: “Lo que hoy me hiere mañana me hace más fuerte”. La joda termina de completarse cuando caigo en la cuenta de que, probablemente, el que la compartió no tenga idea de quién fue Friedrich Nietzsche, ni que ese señor alemán acuñó el concepto original en una obra titulada El Ocaso de los Ídolos.

Hay una tremenda casualidad que disparó todas mis alertas. Y es que, cuando Nietzsche escribió su obra, ya estaba parado en la cornisa de la cordura y con el viento en contra. Totalmente sin filtros, cargó contra todo filósofo histórico, llamó “primer farsante” a Sócrates y de allí para abajo no se salvó nadie en una diatriba contra los valores de Occidente. La humildad, la paciencia y la misericordia son cosas de gente débil que los consuela en su lugar de esclavos. O de buenos cristianos. Todo lo que nos debería hacer mejores personas, en realidad, nos convierte en débiles.

No sé si es un lindo mensaje para predicar. Pero es el mundo en el que vivimos, en el que los timelines de personas a las que queremos se han convertido en la cola de un camión de ruta ochentoso, con los nombres de los hijos, los padres y una frase de superioridad de dudoso gusto contra la envidia, alardes de progreso y demás cosas.

¿Qué nos pasó? ¿Cómo fue que nuestros héroes de adultos son los némesis de nuestros héroes de la infancia? ¿Qué nos hicieron? Porque una cosa es que, de adultos, sepamos que la línea que separa el bien del mal es susceptible de las circunstancias y que a veces hay que optar entre dos o más males en base a nuestra representación de qué es menos malo. De ahí el éxito de series como The Walking Dead o Lost, que si no se dieron cuenta, tienen un trasfondo de peleas filosóficas y antropológicas. En algunos casos hasta nos tiran las pistas en la cara, como los nombres de los personajes de Lost. Sin disimulo aparecen Burke, Locke y Hume. Y si no lo notaron, cada comunidad de TWD es una tesis sobre formas de gobierno.

Pero si nos preguntan, todavía sabemos qué está bien y qué no. ¿No? ¿En qué momento pasamos a sentir orgullo por algo que está mal, como si un universo de culpables de muchas cosas pero inocentes de cualquiera de nuestros problemas fueran responsables de nuestro presente y debieran tenernos miedo? ¿Cómo terminamos tan hechos mierda? ¿Qué opinarían nuestras versiones infantiles de nosotros y nuestros héroes? Yo estoy seguro de que tendrían miedo. A mí, por lo menos, me daba miedo que ganara el Joker, me angustiaban la soledad de Bruce y la culpa de Peter Parker.

Puedo entender en que se tenga que hacer mucho esfuerzo para entender el trasfondo de qué llevó al Joker a ser un villano. Con un background mucho más traumático Bruce Wayne decidió inclinarse por el bien. ¿La plata lo ayudó a no desbarrancar? Ok, te lo tomo y te lo devuelvo con Lex Luthor. O el mismísimo Pingüino, quizá el único villano de Batman que no está totalmente loco. En casi todas sus encarnaciones es un empresario, en algunas viene de una familia de guita que lo marginó, en otras hizo la guita por su cuenta, pero siempre pudo elegir. Y eligió el mal. Porque podemos identificar cuál es el lado correcto y sabemos que él está del lado del mal. ¿No?

Es cierto que en el mundo real las personas somos más complejas, nadie es impoluto y demás cosas. Pero hay cosas que no limpian. Qué se yo, conozco uno que amaba a los animales y era vegano. Pero también era tremendo falopero y genocida como no existió nunca. Y es que hay personas que hacen el bien y otras que hacen el mal, y también hay puntos más sencillos en los que un bueno y un hijo de puta son fácil de diferenciar.

Otro hilo conductor en todos nuestros superhéroes de hoy, o los dioses de nuestros ancestros, es que todos, hasta el más poderoso de todos, tuvo a alguien con una sabiduría distinta, una forma de ver la vida más práctica. Un mensaje extraño en el que se puede tener todas las herramientas pero se necesita de alguien que te indique que si tenés un martillo y no sabés moderar la fuerza, ninguna piedra se convierte en escultura. Una debilidad nietzschiana o una virtud cristiana.

Trato de no llevar esto a la política, pero todo superhéroe es político. Siempre lo fueron. Incluso los dioses propios y ajenos. Sin un mundo en guerra permanente, no habría tenido razón de ser Aquiles ni Hércules. Sin un pueblo que necesita hallar una identidad en común, nadie habría escrito sobre el Cid Campeador. Y sin un poder opresor, conquistador, inmoral y extractivista, no existiría un Cristo crucificado.

Hace tan solo unos días, el mundo sobreinformado colapsó de bilis ante la sonrisa de Mayra Arena al momento de explayarse sobre su preferencia por la corrupción en la obra pública, porque en ella al menos queda la obra. No opiné al respecto y no supe por qué. Supongo que podría haber dicho que fue la corrupción en la obra pública la que se cargó 51 almas en la terminal del ferrocarril Sarmiento, solo por dar un ejemplo comprensible por cualquiera que haya vivido en el planeta Tierra la última década.

Pero quizá lo que más me llamó la atención fue mi falta de atención. Literalmente vi pasar mil veces el video y en ninguna me sorprendió. Hasta que me sorprendí de mi falta de sorpresa. Y es que vivo en el país en el que elegimos a nuestro villano favorito todo el tiempo. Soy de la tierra en la que nadie se pregunta cómo vive el Chiqui Tapia, pero si lo pensamos dos segundos, sacamos conclusiones lógicas de cualquier cálculo matemático. Y no pasa nada.

Vivo en un mundo en el que las víctimas se convierten en victimarios solo por defenderse de malos que superan con creces a los villanos de nuestras historias. Un mundo en el que el malo siempre es el otro. Y yo, tan bueno, me ofendo tan fácil que quiero venganza. Y si te hace llorar, mejor.

Si pasaron 30, 40 o 50 años, no me importa. Si el país sigue al borde del ahogamiento porque lo urgente tapa siempre lo importante, y porque la prioridad es volver a discutir nuevamente quiénes fueron los villanos y quiénes los superhéroes en una historia que no me ocurrió, que no me tocó, que no viví y cuyos responsables están al borde de la muerte, no me importa. Como no le importa al ministro de Justicia decir «nu me guta» respecto de las leyes de identidad sexual cuando nadie le preguntó, pero le pintó que era prioritario.

Soy del país en el que un funcionario tiene plata y está bien, porque es funcionario. No preguntamos, no averiguamos, no nos interesa. Soy del país en el que la clase dirigente imposta permanentemente un trauma ajeno que, como mucho, les tocó de lejos o le sucedió a sus padres. Vivo en la tierra en la que se abrió un agujero de gusano que impide que la década de 1970 se pueda clausurar y tirar la llave. Habito un lugar en el que todo queda en discursos para agitar aguas y, si pasa a mayores, la ligan todos menos los amigos o socios empresariales.

Vivo en el país en el que, no importa quién gobierne, siempre habrá peronistas en el poder. O gente que dice ser peronista, que nunca es el verdadero peronismo. Y mientras todo eso pasa, mientras siento que la interna del justicialismo nunca se termina porque hasta el peor de los antiperonistas se sonríe cuando escucha al General mandar a la mierda a la izquierda, me pregunto cuándo mierda ganan los buenos. Porque la peli ya se me hizo larga. Y aburrida. Quizá por eso nadie tiene interés y, si pregunto por la calle, ni los que leen diarios saben quién es la diputada que se enojó, qué onda con los bloques partidarios o qué pasó con el ministro de Justicia.

Es todo un temón, porque puedo llegar a suponer que esa falta de interés radica en que sabemos muy, pero muy bien qué está bien y qué está mal. Y que nos da una fiaca tremenda pedir que, por una vez, se termine la peli. Que siempre supimos que Clark Kent no podría llevar nunca la vida que lleva con el salario de un redactor, que ningún héroe real puede volar y que no hace falta estar loco para ser un villano.

Una lástima. La teníamos más clara antes, cuando los buenos y los malos eran historias. Cuando sabíamos que el mundo real era otra cosa. Antes de que aprendiéramos que todo depende, que todo es según quién lo cuente. Pero siempre sabremos qué está bien y qué no. Aunque nos hagamos los boludos. Como cuando nuestro universo se observaba entre chocolatadas y Bay Biscuits.

P.D: El periodismo es el disfraz ideal para Superman porque todos saben que en la perra vida un periodista ocultaría que es el más mejor en algo.

© Relato del Presente

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