Por Jorge Fernández Díaz |
En su empeño por demostrar que Dios ha muerto, Nietzsche comete una cierta injusticia y sentencia que “tener fe significa no querer saber la verdad”. La actual política outsider y polarizadora –proclive a nuevos mesianismos, refractaria a toda construcción dialógica y encapsulada en el culto a la personalidad y en fanatismos de salón y redes– ha asumido fuertes rasgos religiosos, y por lo tanto la fe popular en un redentor providencial se ha transformado en un factor de vida o muerte. No otra cosa auscultan, mes a mes, los encuestadores: el grado de fe que mantiene la ciudadanía en el líder místico.
Y parece que la fe ha comenzado a flaquear. Se trata todavía de una tendencia suave y reversible, pero no deja de resultar significativa. La fe ciega mueve montañas, pero también puede sepultarte luego bajo sus pesados escombros. Porque quien no quiere saber la verdad, puede examinarte un día de un modo directo e hiperrealista y cambiar en un santiamén de opinión: le sucedió al sumo sacerdote de la “cuarentena eterna” con la fiesta de Olivos; su falsa magia de médico brujo quedó obscenamente expuesta y su impresionante adhesión social se vino abajo en 24 horas. Durante estos nueve meses de refrescante baja inflacionaria y abismal enfriamiento económico –para operarnos nos indujeron un coma profundo y todavía no sabemos cuándo vamos a despertar y en qué condición quedaremos–, los creyentes hicieron la vista gorda a mishiaduras, crueldades, extremos, improperios, esperpentos y megalomanías presidenciales para concentrarse en lo más importante: la voladura del viejo régimen. Porque Javier Milei no fue votado para edificar sino para demoler, y después de tantos derribos estruendosos resulta que ahora hace falta menos un experto en explosivos que un arquitecto de ideas constructivas. Su dogma básico consiste en que todo el trabajo estará hecho cuando le corten a Gulliver la última de las ataduras que los liliputienses le impusieron en aquella playa donde se había desvanecido, pero hace falta mucho más para que el gigante se levante y ande.
Cuando la llama de la fe parpadea o se debilita –algo que siempre ocurre– se invierten las fórmulas: hacen falta entonces más amigos que enemigos, y aislar quirúrgicamente a estos últimos para que asusten y ladren, pero no muerdan. Hasta no hace mucho, Milei encuadraba dentro de la “casta” a todo el arco político; de hecho, vapuleó con más saña a los más próximos que a los más alejados, siguiendo así el libreto internacional de La Nueva Derecha, que nació principalmente para repudiar al centrismo, y llevárselo por delante. El centro, dicho sea de paso, es la baldosa donde se fundaron las democracias republicanas más prósperas de Occidente; sería trágicamente irónico que en nombre del liberalismo los nuevos derechistas nos condujeran a una democracia iliberal. Orban ya lo hizo.
Todo ese ensañamiento público contra quien ponía mínimos reparos contó con el silencio cómplice de muchos republicanos de buena voluntad: fingir demencia ha sido la consigna del año. El fuego graneado del mileísmo se concentró más en liberales, radicales, desarrollistas, socialdemócratas, conservadores y librepensadores, que en la corporación kirchnerista, con la que negociaba asuntos judiciales bajo la mesa y a la que recién hoy, en los albores de la mala, está exhumando para que sus rostros más conspicuos vaguen por el país como zombis hambrientos, metan miedo y, por contraste, le perdonemos al libertario los atropellos y las penurias. Porque el León hizo todo lo posible para malquistar a quienes quieren cambiar el régimen y para regalarles insólitamente algunos centristas a quienes pretenden consolidarlo. En lugar de seducir a los posibles para hacer frente a la crisis y las elecciones de medio término, actuó con espíritu sectario y fue arrojando en brazos de los rivales de la otra vereda a muchos aliados latentes de la libertad, y recién durante estas últimas semanas atrajo a unos pocos y ha creado a un nuevo “oficialismo” lleno de legisladores convertidos en “héroes”, pero eso se parece más a un mero dispositivo parlamentario para blindar los vetos que a una alianza seria de gobernabilidad, como la que reclaman con preocupación los inversores extranjeros y cualquier paisano con dos dedos de frente.
Aquí hay una doble contradicción: el libertario ganó por encarnar la más feroz antipolítica, y tiene que hacer política pedestre para que su plan económico funcione, y además pretende seguir siendo el profeta global que noquea a la “derechita cobarde” (sic) mientras en el país necesita tejer acuerdos con ella, y con muchos “zurdos” más. Tal vez deba elegir entre seguir siendo un influencer o convertirse en un estadista; difícilmente pueda ser las dos cosas al mismo tiempo, y en política siempre es mejor triunfar que tener razón. Está precisamente inmerso hoy en esa encrucijada histórica aunque, para ser realistas, no todo lo resolverá la racionalidad y el pragmatismo de su “triángulo de hierro”: muchas de las decisiones cruciales del Presidente dependen menos de sus meditaciones estratégicas y compartidas que de su emocionalidad turbulenta y fluctuante. Con la fe popular en alto le han perdonado piadosamente hasta aquí el carácter violento y turbio, y morboso y sexualizado que contiene la prosa de su gobierno, encantada además con animalizar a cualquier crítico; antes los llamaban gorilas, ahora les dicen ratas y a veces mandriles: esta última figura tiene por propósito presentar a un disidente como a un mono sodomizado. Un psiquiatra a la derecha, por favor. Y aunque algunas veces los objetivos elegidos por Milei merezcan una réplica –tiene derecho a la refutación cuidadosa–, jamás debería naturalizarse semejante zafiedad. Que contradictoriamente le hace daño a quien la profiere y que, por otra parte, encaja con su evidente propósito de generar un híbrido entre la admirada praxis kirchnerista (amigo/enemigo, grieta, bullying, relato) y el revival menemista (neoliberalismo, privatizaciones, relaciones carnales, transgresión). Este flamante populismo de mercado, que en la Argentina aúna las dos últimas experiencias del peronismo, y que tiene una base electoral plebeya, parece más un reemplazo del Movimiento que un verdugo con guillotina, y no es azar que lo dirija y lo diseñe el brillante Santiago Caputo, que trabajó para Wado de Pedro, llama “gorilas” a los republicanos y se considera el Robespierre de esta “revolución”. La fe puede mantenerse por pruebas al canto, extinguirse por desencanto o renovarse por fatal resignación. Nadie rema tanto para que todos se resignen y traguen sapos como Cristina Kirchner, cuando asoma la cabeza y le pide al libertario que abandone sus teorías y “cace el manual argentino”. Ese fue el manual con que se devastó a la patria, y esa fue precisamente la devastación que parió a Milei.
© La Nación
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