Por Carmen Posadas |
Hay dos particularidades de la naturaleza humana que me fascinan. Una es la inteligencia, el talento; la otra es la estupidez. La estupidez es interesantísima. Si me apuran incluso más que la inteligencia. Erasmo de Rotterdam, que le dedicó su archi famoso ensayo Elogio de la locura, decía que de ella no se salva nadie. Es verdad porque, como habrán podido observar no pocas veces, hasta las personas más brillantes meten patas estrepitosas, obvias e imperdonables mientas que otros ciudadanos más obtusos, en situaciones similares, obran con admirable sensatez. Los inteligentes-estúpidos (César Borgia, por ejemplo o Nicolás Tesla, o más recientemente Boris Johnson) merecerían no un artículo sino un libro entero.
Pero no es de ellos de quienes quiero hablarles hoy sino de los memos-memos, de los tontos de capirote que no pocas veces y contra todo pronóstico se salen con la suya y consiguen metas increíbles. Tomemos como ejemplo a dos de mis bobos favoritos, Meghan Markle y Harry Windsor. No sé qué diría Erasmo de ellos pero a mí me tienen patidifusa. Parece que compiten consigo mismos para superarse cada día en estupidez. Después de escribir un libro que se convirtió en best seller mundial y de embolsarse una cantidad sustancial como pago por su intervención en diversos programas de televisión cuyo objetivo primordial era poner a escurrir a la familia real británica y contar lo desdichadíiisimos que eran por pertenecer a ella, he aquí su última perla. Meghan ha anunciado que ella también prepara sus memorias. Unas en las que hablará con detalle de la presión a la que se vio sometida cuando era miembro activo de la familia real ordalía que, según sus propias palabras, la llevó a desear acabar con su vida. “Cuando has pasado por un nivel de trauma y sufrimiento como el mío, parte del proceso sanador es hablar de él, por eso lo hago ahora y abro mi corazón. No quiero que nadie más pase por una vivencia similar. Pienso además que mi experiencia puede salvar a otros y hacer que no dé por sentado lo que en apariencia parece bueno haciéndonos creer que vale la pena pagar el costo, sea el que sea”. Yo, qué quieren que les diga, no pongo en duda que esta señora lo haya pasado fatal siendo miembro de la familia real británica. Debe de ser un aburrimiento cósmico estar todo el día inaugurando exposiciones caninas o abrazando escolares perseguida por una nube de paparazzi. Pero me parece una frivolidad, por no decir un sarcasmo, buscar compasión por ser una “pobre niña rica” cuando hay en este mundo de mujeres que viven situaciones infinitamente más duras y brutales. Pero bueno, debo de ser un bicho raro porque para mi estupor, esta nueva confesión de Meghan Markle ha despertado una ola de solidaridad y admiración “por ser tan valiente y abrir su corazón a la gente”. Así son las cosas. Cuanto más tonto y banal sea el argumento que alguien use, más gusta al personal. En tiempos de Erasmo en concreto esta manifestación de bobería no se hubiese dado. En aquel entonces no estaba de moda el victimismo y los poderosos preferían pasearse envueltos en mantos de armiño a ir por ahí enseñando sus vergüenzas. Ahora en cambio es perfecta, porque se trata una estupidez acorde con los tiempos y ahí están todos los admiradores de la pareja (según las estadísticas son sobre universitarios de ambos sexos) para corroborar que es posible vivir ―y muy bien― de la estupidez.
Si los he dejado un poco tristes con esto de que ser estúpido resulta muy rentable, me queda aún otra reflexión de Erasmo que compartir con ustedes. Según él ser feliz en este mundo entraña un cierto grado de estupidez. Y como era un sabio y a los sabios hay que hacerles caso, este va a ser el buen propósito para la vuelta del verano de esta menda lerenda: pienso fomentar mi côté idiota. He empezado a ensayar y de momento no me va nada mal, noto que molo un montón. Continuaré informando.
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