Por Pablo Mendelevich |
De aquel planteo icónico que Mario Vargas Llosa escribió en Conversaciones en la Catedral, “en qué momento se había jodido el Perú”, surgió la correspondiente pregunta argentina. Pregunta más lúdica que científica.
Pero si es por interrogantes fundamentales sobre el derrotero del país, tal vez otro debería ser el objeto de estudio prioritario: qué clase de maleficio hace que aun cuando las cosas se hacen bien los resultados no son buenos.
Algo así pudo haber ocurrido con la reforma constitucional de 1994. Por supuesto, están los que creen que las cosas bien no se hicieron, que el Pacto de Olivos enchastró los cimientos, que el Núcleo de Coincidencias Básicas se votó inapropiadamente a libro cerrado y todo eso. Pero a la luz de la historia, vistos los niveles consensuales logrados, los modernos cambios introducidos en el sistema y los pactos internacionales incorporados, no puede negarse que la reforma del 94, como lo expresó el constitucionalista Félix V. Lonigro en una reciente columna crítica, fue la más profunda e importante que haya habido. ¿Por qué los resultados no habrían sido buenos? Porque muchos de los objetivos planteados -aparte del que se verificó de inmediato, la reelección de Menem- no se alcanzaron y se produjo, en cambio, un deterioro creciente de la calidad institucional que se combinó con erradas políticas sociales y económicas. Siete años después de redactarse la Constitución con mayor consenso de la historia el país colapsaba. Fue la crisis de 2001. Hubo una treintena de muertos.
Perduró luego la estabilidad institucional, la violencia quedó erradicada como método político y, sucesión matrimonial mediante, los presidentes comenzaron a sucederse con relativa puntualidad. Las cosas, en definitiva, parecían funcionar, pero el país acentuaba la decadencia en demasiados frentes al mismo tiempo hasta entrar en un declive que la política no supo revertir. Antesala del triunfo, en 2023, del candidato anarcocapitalista.
Advertirán desde el derecho: una Constitución es algo que se parece más a un manual de instrucciones que a una garantía. No tiene responsabilidad sobre el buen o mal funcionamiento del artefacto si el usuario lo enchufa donde no debe. O si confunde adversarios con enemigos. Lo urgente con lo trascendente. El porvenir con la inmediatez. Pues bien, ¿qué falló acá? Pregunta compleja. El interés por averiguarlo encuentra ciertos escollos narcisistas.
Resulta curiosa la manera autocomplaciente en la que la clase política evoca la reforma constitucional de 1994. Al cumplirse este año tres décadas del acontecimiento, desde mayo se suceden conferencias, seminarios, debates alusivos, actos casi siempre protagonizados por veteranos de la convención constituyente de Santa Fe que exaltan con orgullo el éxito logrado con la Constitución hoy vigente. Lo curioso es que esto sucede mientras la democracia se desgaja, la polarización política recrudece y la ciudadanía se desacopla de los soportes institucionales. Fragmentados, tan carentes de líderes como de contornos, los partidos, que fueron sacralizados en la nueva Carta Magna como instituciones fundamentales de la democracia, se volvieron “espacios” cósmicos. El cesarismo presidencial resurge intacto. Los miembros de las “honorables” cámaras del Congreso tramitan con desconcierto los insultos que desde el Poder Ejecutivo se les profiere a diario. Dirigentes políticos refractarios a la división de poderes predican con altos niveles de adhesión que en la Argentina no hay estado de derecho.
Como se sabe, Javier Milei, quien a su vez sostiene que la decadencia argentina empezó en 1916 con Yrigoyen, llegó al poder el mismo día que la democracia cumplía cuarenta años, superposición que por lo menos permitió ahorrar plata en fuegos artificiales. Ese caluroso domingo la nota la dio el nuevo presidente al hablar de espaldas al Congreso.
El trigésimo aniversario de la Constitución tampoco es ahora mismo algo que excite a los libertarios. Ellos no tienen recuerdo alguno de las ricas tertulias multipartidarias que se daban en los cafés, bares y restoranes santafecinos en aquellos tres meses épicos de profundo debate político. Sencillamente porque entonces no existían.
Horacio Rosatti, el actual presidente de la Corte Suprema, era en la convención de 1994 nada menos que el vicepresidente del bloque justicialista, el bloque mayoritario (134 sobre 305), integrado entre otros por Néstor y Cristina Kirchner, Antonio Cafiero, Palito Ortega, Eduardo Duhalde, Carlos Corach, Gildo Insfrán, Eduardo Valdés, Adolfo Rodríguez Saá, Jorge Yoma. En ese pelotón variopinto también formaban el actual procurador del Tesoro, Rodolfo Barra (autor de una estrafalaria interpretación de la flamante letra constitucional con la pretensión de que Menem siguiera en el poder), y otro jurista peronista de la Corte de hoy, Juan Carlos Maqueda.
El lunes último, en la cena aniversario de Poder Ciudadano, Rosatti pronunció un discurso en el que dio una visión nostálgica de la concordia alcanzada en 1994. Sería digna de imitarse, dijo como ejemplo, la manera en la que el convencional Raul Alfonsín escuchaba al convencional Aldo Rico y viceversa. Rosatti sostiene que si los consensos se lograron una vez perfectamente se podrían repetir.
Sería maravilloso. Sin embargo haría falta preguntarse antes, tal vez, por qué siendo el consenso cosa tan virtuosa la Constitución reescrita no generó el marco propicio para que el país vaya para arriba, no para abajo. Por qué hubo semejante divorcio entre las reglas y la realidad.
Se lo puede apreciar, si se prefiere, en unos cuantos ítems. La jefatura de Gabinete nunca cumplió la función para la que fue creada, atenuar el presidencialismo, asemejarse a un primer ministro, fundar un semiparlamentarismo y ser un fusible removido por el Congreso en caso de desgaste (artículo 101). Los jefes de Gabinete nunca se tomaron en serio la prescripción constitucional de comparecer una vez por mes ante el Congreso.
El tercer senador tampoco sirvió demasiado como no sea para agrandar la cámara de 48 a 72 bancas, con la correlativa multiplicación de despachos, asesores, oficinas y baños. Cambian los gobiernos y el Senado, sometido a los feudalismos provinciales y a la maniobra de crear partidos ad hoc para quedarse también con la banca de la minoría, siempre conserva la hegemonía peronista. La primera provincia que hizo esa maniobra fue la de Menem.
Para que los legitimados decretos de necesidad y urgencia no fueran una costumbre se dispuso crear en el Congreso una comisión revisora. Que en los hechos siempre estuvo controlada por el oficialismo y, huelga decirlo, convalidó todo. Por primera vez en treinta años recién la semana pasada el Congreso rechazó un DNU, el de los fondos para la SIDE.
Para conminar al Congreso a legislar sobre la coparticipación los constituyentes pusieron (sexta cláusula transitoria) un plazo: 1996. El atraso tiene 28 años, pero no hay que inquietarse porque no se previó ninguna penalidad por mora.
Tres décadas llevan también los vaivenes del Consejo de la Magistratura, criatura estelar de 1994 destinada a seleccionar y remover jueces, transparentar los procedimientos y administrar el presupuesto judicial. Cristina Kirchner intentó domesticarlo en 2006 mediante una ley que la Corte Suprema declaró inconstitucional. Bueno, en verdad esa sentencia le tomó a la Corte 15 años. A juzgar por el aspecto general de la Justicia, las causas más conocidas, las designaciones, los problemas con jueces que se enriquecen, las vacantes que no se llenan y las sentencias que demoran siglos, el Consejo de la Magistratura, de composición siempre polémica, no parece ser el remedio imaginado.
Aunque el peronismo era gobierno en 1994 no movió un dedo para reponer la Constitución panfletaria de 1949, lo cual podría ser entendido como una evolución. En cambio, los constituyentes de hace treinta años se nutrieron en el campo instrumental de la Enmienda Lanusse, la reforma constitucional de facto hecha en 1972 en base a los consejos de un seleccionado de juristas, ninguno de ellos peronista. Por eso en 1994 se repusieron el sufragio directo, los mandatos de cuatro años y el balotaje.
Así ganó Milei.
© La Nación
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