Por Arturo Pérez-Reverte |
He escrito alguna vez que una biblioteca no es un almacén de libros leídos, sino una herramienta, un refugio y un proyecto de vida. Contiene lo que te educó e incluso cambió el carácter, lo que ayuda a comprender el mundo, lo que consuela y protege, lo que entretiene o divierte, lo que aún esperas conocer si vives para que ocurra. Causa melancolía, cuando llegas a una edad, comprender que muchos de esos libros que tienes cerca, que te acompañan a la espera de su oportunidad, quizá no llegues a leerlos nunca. Pero son las reglas. Lo importante es que estén ahí, arropándote como amigos a los que recurrir en caso necesario.
Repaso la mía de vez en cuando, pues una biblioteca desordenada, de la que pierdes el control, es un desastre. Los reordeno, doy sitio a los recién llegados, mantengo a la vista los más útiles o favoritos, acaricio agradecido los que con el tiempo dejé atrás, superados por otros que vinieron luego. Y mientras hago eso me detengo a leer algunas páginas. Ocurrió ayer con una antología poética del Siglo de Oro, cuando di con un poema en el que dos veteranos de los tercios de Flandes echan pestes de su vida soldadesca, de España, del rey, de las pagas que no cobran, jurando que no volverán a alistarse en otra campaña. Y sin embargo, al final del relato, los vemos de nuevo batiéndose el cobre con heroica resignación.
Me hicieron pensar mucho esos versos finales, que luego les copio. Retratan la imagen de España —o como se llame ahora esto— que tanto por lecturas como por edad tengo en la cabeza: patria y paisanaje que, paradójicamente, dan lo mejor de sí justo en los momentos de crisis, de desgracia, de desastre. Cuando se mira atrás con ecuanimidad, sin buscar buenos ni malos —enfermedad muy española— sino seres humanos movidos por los azares y las circunstancias, se advierte que, emponzoñados durante siglos por reyes imbéciles, curas fanáticos y políticos infames, siendo víctimas y verdugos simultáneos de nuestra propia historia y nada inocentes de ella, pues de nuestra voluntad, ignorancia, desidia o cobardía salen quienes nos corrompen y maltratan, los españoles mostramos nuestras virtudes en circunstancias adversas y las olvidamos en tiempos de bonanza.
Parece advertirse, al considerar desde nuestro presente el pasado más remoto, una especie de patrón continuo aunque las circunstancias sociales e históricas sean distintas. El carácter del español es generoso, solidario y valiente, y lo prueba de muchas formas, tanto siendo uno de los países a la cabeza en donantes de órganos, por ejemplo, como en muchas otras causas nobles. Sin embargo, en los momentos dramáticos, en las grandes tragedias, es cuando se revela admirable. Recordemos el comportamiento ejemplar del personal sanitario en tiempos de la epidemia de Covid, o cómo se condujo el pueblo de Madrid cuando los atentados islamistas en los trenes de la ciudad. Y si repasamos hacia atrás la Historia, ni les cuento. Busquen en Internet a los españoles de Krasny Bor, a la infantería de ambos bandos en la batalla del Ebro o Teruel, a los soldaditos de Baler, a los marinos de Santiago de Cuba y Trafalgar, a los duros tercios de Rocroi, Nordlingen o Pavía. Poco cuenta ahí —o mucho, pero sería otro artículo— que después de cada hazaña, lo mismo la pandemia que Numancia, apenas acabado el asunto lo utilicemos para seguir machacándonos entre nosotros. Lo que cuenta en este caso es el momento exacto de gloria: la asombrosa manera de comportarnos en la adversidad, unidos para hacerle frente. De sacar lo que tan escondido llevamos dentro. Y eso conduce a pensar que tal vez España necesite periódicas desgracias, desastres intermitentes, para manifestarse heroica, respetable y buena.
Extraño lugar éste, en fin, donde la tragedia nos hace mejores y la bonanza nos envenena. Donde la amargura histórica de ser español, el deseo de mandar todo al diablo y borrarse de aquí para siempre que manifiestan los soldados del poema al que antes me referí, pueden desaparecer de pronto o verse aplazados cuando las circunstancias, la solidaridad, el pundonor, el desafío, nos ponen a prueba. Y entonces somos para comernos a besos, pues nos ocurre como a esos dos veteranos de Flandes, que tras haber maldecido durante cien versos de cuanto ser español supone, y jurar que no los verán a ellos en la próxima batalla, acaban haciendo lo que señala el poema: Pues estos dos que osaron decir esto, / ha seis días, cobradas cuatro pagas / y conforme razón, puestos a gesto, / con solas sus espadas y sus dagas, / pasando a nado un foso hicieron cosas / que plegue a Dios que en ocasión las hagas.
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