Por Sergio Suppo
Mirado a una cierta distancia, el costado más ruidoso del régimen libertario tiene poco de la novedad que proclama y bastante de viejas manías enraizadas en la decadente cultura política que promete erradicar.
La tolerancia y el respeto hacia lo distinto, esencia del liberalismo, parece haberse traspapelado entre tanto arrebato y griterío. Mientras, despuntan operaciones subterráneas tal y como ocurrió con los derrotados gobiernos de la casta denunciada por el presidente Javier Milei.
A caballo de una demanda de cambio rotundo, hijo de un hartazgo convertido en firme apoyo y como parte del mismo combo, una parte significativa de la sociedad no objeta las formas violentas de relacionamiento. El modo es, por lo tanto, un tema por ahora secundario para el grueso de la opinión pública.
Hay algo más que malos modales. En el mareo que suele provocar el ejercicio del poder para los recién llegados, algunos miembros del oficialismo se sienten habilitados a presentar como una novedad disruptiva añejas maneras con forma de descalificación y desprecio. Creen inaugurar tendencias, pero las están repitiendo.
Es el propio Milei el que alienta a sus muchachos, cruzados defensores del credo libertario, a ir contra el resto de la humanidad. Florece otro integrismo, tan parecido como opuesto al que derrotó, el fanatismo kirchnerista. Está sugerida una cierta continuidad, ahora maquillada con otros colores. Los absolutos siempre resultan familiares.
Milei hizo de ofrecer soluciones drásticas para problemas complejos un extraordinario éxito político. Su estilo visceral e histriónico lo convirtió en un personaje llamativo y pavimentó el camino para que ideas despreciadas durante tantos años de populismo fueran aceptadas como una solución.
Ahora, en el poder, aquel liberalismo es defendido con formas ajenas a esa corriente de pensamiento. “Somos libertarios”, se atajan, para justificar la diferencia de usos y costumbres con las formas clásicas de esa escuela que encontró en el capitalismo la forma política de organizar la economía.
La novedad no es tal en tanto se registre que Cristina Kirchner y sus fanáticos también hicieron de la división de la sociedad un ejercicio cotidiano, en el supuesto de que siempre a ellos les tocaría quedarse con la mayoría y, por lo tanto, con el uso de la supuesta razón otorgada por la circunstancia de un número.
Difícil cambiar cuando se llegó con una fórmula eficaz. Milei hizo de la descalificación del conjunto del sistema político un arma de destrucción masiva.
No fue porque el electorado esperaba un insultador; fue porque la descalificación generalizada, aunque imprecisa, borró los matices y describió la dimensión de años de gobiernos que fracasaron y el empobrecimiento consecuente.
El libertario personificó una condena al conjunto indeterminado de responsables, empezando por el kirchnerismo, fuerza que gobernó en 16 de los últimos 20 años. A medida que se hunde en el tiempo, el Gobierno regresa a viejos lugares visitados por sus antecesores, como la ya citada tentación de dividir para reinar entre bandos antagónicos. Milei no reivindica ser el pueblo, sino el líder de los que “la ven”, algo así como una premonición esperanzada de un futuro que refiere a la recuperación de las glorias pasadas hace más de un siglo.
Ejercida con un cierto infantilismo, la comunicación directa por intermedio de las redes sociales es presentada como un nuevo fenómeno. El uso y abuso de la red X para trasladar mensajes sin intermediarios, ejecutar ataques masivos y predeterminados y forzar conversaciones públicas es un asunto cotidiano desde hace más de una década en todos los sistemas políticos del mundo.
El régimen libertario trata de darle una centralidad que no tiene en ningún otro lugar. En Europa como en Estados Unidos, donde las redes sociales son un instrumento relevante de la comunicación, los políticos mantienen la sana costumbre de decir las cosas usando su nombre y apellido, sin ocultarse detrás de un troll. Y en general sin usar insultos.
Milei mantiene las expectativas de al menos la mitad de los argentinos, una prueba contundente de que la decisión electoral de impulsar un cambio definitivo va más allá de él mismo y que por ahora pasa por su persona. Ningún votante abandona a su candidato rápidamente luego de decidir una mutación basada en el hartazgo. Hacerlo sería aceptar un error más doloroso que las molestias que provocaron la decisión de votar algo distinto.
Milei por sí mismo tiene más potencial que su gobierno y que el estilo destructivo con el que desarma relaciones políticas. Al fin, lo votaron para que arregle la economía, baje la inflación y fije un rumbo definitivo dentro del capitalismo.
Una cosa es arremeter contra estructuras que provocaron la decadencia y otra romper relaciones que pueden resultar imprescindibles.
Al final de una semana negra en el Congreso, se hizo mucho más visible el ninguneo a la vicepresidente. Romper los vínculos con Victoria Villarruel para mutilar sus aspiraciones tiene consecuencias directas. Después del último desprecio, la vice hizo público que rechaza el pliego de Ariel Lijo para la Corte.
Con solo mostrarse en actos públicos y hablar poco, Villarruel tiene una imagen positiva más alta que el propio Milei. La hermana del Presidente tal vez le podría estar construyendo una adversaria que no se había imaginado para desafiarle la jefatura.
En menos de una semana, el oficialismo vio cómo en el Congreso Mauricio Macri habilitaba un acuerdo del PRO con el kirchnerismo para derrumbarle el DNU que estableció 100.000 millones de pesos para hacer inteligencia. Es la lógica de alianzas que duran un minuto, la misma con la que Milei necesita acordar con Cristina para nombrar a Ariel Lijo en la Corte.
Jugar a ganar o perder en todas las iniciativas y romper relaciones posibles para buscar otros vínculos irrealizables no parece el mejor camino para un Presidente que tiene que concretar la promesa de un cambio rotundo y todavía no termina de descubrir cómo y con quiénes llevarlo adelante.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario