Por Carmen Posadas |
¿Se han fijado? Ya nadie utiliza el verbo “oír”; ahora todo el mundo escucha. ¿Estás ahí?, ¿me escuchas? ¿Se escucha bien? No, no te escucho… Al principio me pareció uno más de esos errores de lenguaje que de pronto y sin que uno se dé cuenta se instalan en nuestras vidas como el queísmo o el dequeísmo o decir “delante mía / mío” en vez de delante de mí. Ahora en cambio pienso que es una metáfora inversa de los tiempos que vivimos. Como recordarán de nuestra época colegial, oír significa percibir con el oído sonidos mientras que escuchar es prestar atención a lo que se oye. Por tanto la diferencia entre ambas acciones tiene que ver con la predisposición y con la voluntad.
Espléndido, dirán ustedes, según este razonamiento ahora todo el mundo se dedica a escuchar, verbo amable, atento y compasivo donde los haya. Y sí, todo el mundo escucha, pero como nadie oye ya me contarán de qué sirve. Vivimos bombardeados por sonidos. La gente oye música a un volumen tal que en ocasiones llega a marcar 2,3 en la escala de Richter (véase el caso de los conciertos de Taylor Swift). Nos chifla el ruido, puestos a elegir entre un local tranquilo y otro en el que haya pachanga, y la gente hable a gritos, está clara la elección. El caso de las discotecas es especialmente curioso. Cómo se comunica esa gente, me pregunto yo. Hablar hablan muchísimo pero no se oyen, ni por supuesto se escuchan. Otro tanto ocurre con esos que van con auriculares a todas partes y cuando les hablan, ni se enteran. En el ámbito de la política el verbo “escuchar” se conjuga hasta la extenuación “Hay que escuchar al pueblo”. “Yo escucho a todo el mundo”. O, como afirmó Yolanda Díaz antes de embarcarse en el Titanic de Sumar, “He iniciado un período de escucha…”. Asombroso que con tantos padres (y madres) de la patria con la trompetilla puesta para averiguar qué siente y piensa la ciudadanía, ellos vayan por un lado y la vida real por otro. No sé por qué me da a mí que dentro de poco las orejas no servirán más que para llevar pendientes y piercings. Total ¿qué otra utilidad pueden tener en un mundo que nadie oye? Cómo van a oír (y mucho menos escuchar) si el planeta entero está perorando. Predican los políticos, los influencers, los creadores de contenidos, los coachers, los opinadores, los cocineros, los entrenadores personales, los “expertos” mil materias. Hasta el último mono tiene una cuenta en TikTok o en Instagram en la que explica al resto de la humanidad cómo combate el estrés, hace gimnasia o prepara una tortillita de camarones o el mejor modo de romper con el novio. Y ustedes dirán: pero esa gente tiene millones de seguidores y por tanto oyentes o escuchantes. Cierto, pero solo para tomar ideas que les permitan perorar a otros tiktokers que a su vez les escucharán brevemente para hacer tres cuartos de lo mismo. En resumen, vivimos en un perpetuo diálogo de sordos y por tanto de besugos. ¿Y qué actitud toma uno en este mundo lleno de bustos parlantes? En mi caso les diré que incluso me divierten. Siempre he sido más una observadora que una participante y me fascina oír –y escuchar– tanto lo que dice un gran científico o un premio Nobel como lo que pontifica un influencer o un telepredicador. Porque, si algo me ha enseñado la vida es que de todos se aprende, incluso de un simple o de un memo, aunque solo sea para saber lo que no se debe hacer o decir. Zenón de Citio (fundador de la escuela estoica para la cual todo conocimiento viene a partir de los sentidos, ojo al dato) sostenía que si tenemos dos orejas y una sola boca es porque conviene escuchar más y hablar menos. Y yo añadiría que de poco sirve escuchar si uno tiene los oídos cerrados a lo que dicen los demás. Porque es verdad que el mundo se parece cada vez más a ese cuento “contado por un loco lleno de ruido y furia” del que hablaba el vate. Pero aun así vale la pena tener los oídos abiertos. Nunca sabe uno cuándo va a oír esa palabra reconfortante, esa idea salvadora o ese dato que permite entrever nuevos e inesperados horizontes.
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