Por Arturo Pérez-Reverte |
Estoy en la terraza de un café de una ciudad del norte de Italia, y en media hora veo pasar a una docena de mujeres musulmanas con el rostro cubierto a excepción de los ojos. Unas llevan a niños de la mano y otras carritos de la compra, y viéndolas pienso en la fría fatalidad de la Historia, en que la transformación geopolítica de Europa viene hoy en patera, y en que las oleadas de inmigrantes son un irreversible factor de civilización. De un nuevo mundo que en nada se parece al otro. Pero, concluyo, advertirlo cuando se tiene una edad y una biblioteca no es dramático, ni terrible. La Historia está hecha de civilizaciones colapsadas, y no siempre se tiene el privilegio de asistir al ocaso de una.
Vaya por delante que Europa siempre fue un lugar mestizo donde las desgracias vinieron a menudo de los fanáticos del purismo de raza, religión, familia o tribu, y que quienes presumen de tener ocho apellidos limpios de polvo y paja fueron causa de muchos males y tragedias. Pero hablamos de otra cosa. No se trata ya de lenguas, territorios o religiones, sino de conglomerados socioculturales, ciudades balcanizadas en comunidades ajenas unas a otras. Viene otra Europa, y nada puede hacerse por evitarlo. Quizá nunca se pudo, y sólo ocurre que ahora suenan más fuerte las campanadas del reloj de la Historia.
Dejemos las cosas claras: la inmigración ni se debe parar ni es posible hacerlo, porque además de inevitable es necesaria. Sin esa mano de obra, sin sangre nueva, la vida aquí sería insostenible, la economía acabaría yéndose al diablo, la pirámide de población se invertiría de forma monstruosa y la seguridad social sería imposible. Al ciudadano europeo, crecido en el bienestar y debilitado por él, lo desplazan la sangre joven, la ambición legítima, el tesón de gente más dura y más hambrienta. Basta un vistazo para advertir quién merece el futuro y quién la cuneta de la vida. El multiculturalismo es un cuento chino. La Historia demuestra que unas culturas empujan a otras impregnándose de ellas, pero siempre acaba imponiéndose la más vigorosa, la mejor sostenida por quienes la traen consigo. Y en la Europa actual, la más coherente es el Islam.
Ése, en mi opinión, es el principal problema al que se enfrenta el viejo continente: conflicto insoluble, consecuencia de la cobardía, codicia y estupidez europeas. Todos los gobiernos, temiendo ser llamados islamófobos o racistas, cometen idénticos errores desde hace décadas, sin aprender nada de los problemas de seguridad, formación de guetos e implantación de leyes islámicas en ciudades y pueblos. Casi toda Europa mira hacia otro lado ante las mismas atrocidades que los opresores religioso-sociales islámicos perpetran en sus países contra la libertad de expresión, la democracia, la igualdad de sexos o la orientación sexual; y sólo de refilón condena o persigue el trasplante de tales infamias. En España, pese al ejemplo cercano de Francia, la desidia roza lo criminal. Autoridades de todo signo y color ignoran la realidad de los barrios marginales y lo que se dice en algunas mezquitas. Igual que no aprendieron de Francia, tampoco aprenden de Marruecos, donde buena parte de los imanes potencialmente conflictivos está comprada por el gobierno. Por algo será.
Y es que en España, como en el resto de Europa —cada uno con la inmigración que le toca—, lo que interesa es beneficiarse del asunto, vendiéndonos la ausencia de conflicto visible como prueba de asimilación e integración. A cambio, la clase empresarial obtiene mano de obra esclava y barata. También la izquierda más vociferante tiene sus ventajas: olvidando a las mujeres represaliadas y asesinadas en el mundo islámico, donde la extrema derecha religiosa considera a la mujer y a los homosexuales sometidos a la voluntad de Dios, la demagogia europea que vive del camelo subvencionado tiene oportunidad de alzar pancartas, lucir kufiyas, llamar niños a delincuentes de diecisiete años, calificar de racista a quien protesta cuando le roban el móvil o violan a su hija, o manifestarse en apoyo a integristas islámicos —que confunden con los musulmanes en general—, mezclándolos con los parias de la tierra, la lucha contra el capital, el imperialismo americano y el sobado comodín del franquismo (ignorando que nunca hubo política más eficaz de amistad y buena vecindad con Marruecos que la mantenida por el dictador Franco, que los conocía desde la mili). Qué incómodo es recordar las advertencias que contra el velo y la sumisión de la mujer pronunciaron auténticas feministas como Élisabeth Badinter o la española Rosa Montero. Estaría bien que muchos simples e indocumentados conversaran con las curtidas feministas argelinas, endurecidas por diez espantosos años de lucha contra el terror islámico. Esto nos sitúa en el corazón del asunto: los inmigrantes musulmanes que dejan atrás la miseria pero traen su religión y forma de vida. Como Europa, egoísta y estúpida, no ha sido capaz de ofrecerles integración e igualdad real, se sienten más cómodos con sus propios métodos y costumbres. Por eso buena parte de los emigrantes musulmanes no educa a sus hijos con la mentalidad del país de acogida, sino con la del país del que proceden. Tienen sus propias mezquitas, sus barrios, sus escuelas y su televisión; gozan de derechos imposibles en los países de origen, pero a la hora de respetar las obligaciones reclaman un trato distinto por su religión. Y como de tontos no tienen un pelo, se amparan en nuestra propia retórica. Los jóvenes nos desprecian por débiles y contradictorios, mientras que al Islam radical lo ven fuerte y atractivo. Europa es el cáncer, gritan, el Islam es la solución. Con vuestra democracia destruiremos vuestra democracia. Etcétera. La palabra la inventaron los griegos: oikofobia, odio a la casa, el lugar donde vives.
En esa contradicción está el problema. Por necesidad social, el inmigrante debe ser aceptado e integrado; pero su patrimonio cultural e histórico se opone al de una Europa que tampoco se aclara ella misma. Por tal razón esos musulmanes necesitan seguir siendo ellos: profesores denunciados por hablar de jamón o mencionar la Reconquista, protestas en autobuses y lugares donde hay perros —animal impuro según el Corán—, por la Semana Santa, por publicidad con chicas ligeras de ropa, por desnudos en las playas. Añadan a eso imanes que explican cómo pegarle a la esposa sin dejar marcas y que se libran con un cursillo sobre derechos humanos, que aprueban los asesinatos por honor, o que escriben, como el saudí Abdullah Al Qarni: No te dejes engañar por Occidente y sus ideas y modas, y recuerda que las mujeres que salen de casa a trabajar son responsables de la destrucción de sus familias.
Digamos lo que quienes deben hacerlo no se atreven: esto no es un debate entre iguales. Esto es Europa. Pertenecemos a una civilización superior en derechos y libertades. Allí ya me habrían matado, dijo la holandesa de origen somalí Ayaan Hirsi Ali. Aquí no se gobierna desde las iglesias ni las mezquitas; tratamos a las mujeres como a seres libres, no como propiedad de maridos y familiares varones, y no hay que esconderlas ni taparlas porque se nos supone educados para respetarlas. Aquí no hay desacuerdo entre iguales, insisto. En esto Europa está muy por encima, razón por la que acuden a ella miles de emigrantes a refugiarse o ganarse la vida. El problema es que nunca se les plantearon con firmeza las reglas del juego: obtenga trabajo y respeto, pero respete usted las normas. Lleve a sus hijos a colegios que los integren, no llame puta a su hija ni a la mía por llevar minifalda, no la case con quien ella no quiera, no le mutile el clítoris, no le cubra la cara o la cabeza cuando tenga la primera menstruación. Usted trae virtudes que aprecio; aprendamos uno de otro y vamos a llevarnos bien; y si no, ahí está la puerta. Eso no se hizo cuando se podía, y ahora no se puede hacer. Pasó el momento. Europa paga las consecuencias.
Déjenme volver a las mujeres con velo, sobre cuya prohibición el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dijo hace veinte años que es contradictorio declararse respetuosos con la democracia y los derechos humanos cuando se practican costumbres basadas en la ley islámica. El velo, sea hiyab, chador, niqab o burka, es otra arma de dominación sexual utilizada por el hombre para someter a la mujer. Puede responder a la religión, la moda, la higiene; pero en la Europa laica es símbolo de opresión y barbarie medieval. En ciertos ambientes se usa ahora a modo de reivindicación y desafío por parte de algunas jóvenes musulmanas, como antes fueron, para las europeas, los pantalones o la minifalda. Pero ese símbolo de orgullo para algunas es de resignación y sumisión para muchas otras. La pregunta, o el síntoma siniestro, es por qué las jóvenes lo llevan en tiempos que coinciden con el redoblar de la ultraderecha islámica en todo el mundo. No pueden pretender que eso se pase por alto. Las mujeres que usan voluntariamente velo, así como las feministas ignorantes que las jalean, insultan y abandonan a su suerte a las mujeres que luchan en los países islámicos y a las que sufrieron y lucharon por su libertad en Europa y el mundo. Para muchos musulmanes, una mujer velada no es una ciudadana común, sino un animal doméstico que tutela el varón y sobre el cual decide. Ninguna democracia puede tolerar eso. Es cierto que si una chica enseña el tanga otra tiene derecho a cubrirse la cabeza, y que ahí la sensatez es decisiva. En ese contexto, el pañuelo es perfectamente asumible. Otra cosa es echar un pulso al modelo de derechos y libertades occidentales. Hay que distinguir, y las mujeres musulmanas deben saber distinguir. Cuando a una se le impide o critica llevar velo o cubrirse el rostro en lugares inapropiados, no se ataca su libertad, sino que se la protege. A veces de su familia y su entorno. Otras, de sí misma.
Cada una de estas concesiones ha sido en Europa una batalla perdida, a menudo sin saber que se ha luchado. La ultraderecha islámica es cada vez más arrogante y audaz, aunque no salga en los telediarios. Uno de cada dos o tres jóvenes de origen musulmán coloca su identidad religiosa por encima de la nacional —y también la del país de origen antes que el de acogida—, está de acuerdo con la ley islámica y sostiene que la transgresión debe castigarse con dureza. En algunos lugares, la policía islámica de ciertos imanes radicales actúa con impunidad: mujeres no sólo musulmanas son insultadas por la calle, nadie presenta denuncias por miedo a las represalias, y el insumiso se ve condenado a muerte social, boicotean su negocio, marginan a su familia. Pronto los agentes de la seguridad del Estado deberán ser musulmanes para entrar en determinadas zonas, o ir en grupo y armados como ya ocurre en otros lugares de Europa. Lo he visto en París, en Génova, en Marsella.
No hay solución posible. Se equivocan los que dicen que no pasa nada y también los que auguran un apocalipsis moruno. Todo está ocurriendo despacio y de modo natural. Es tan sólo la Historia, que gira sus ruedas. Tardará todavía, pues treinta siglos de civilización no los liquida un velo islámico. Es interesante, de todas formas, presenciar el ocaso de un mundo con la lucidez que proporciona la cultura, parecida a un analgésico: no elimina la causa del dolor, pero ayuda a soportarlo. Sin embargo, hay una pregunta que no viviré lo suficiente para ver la respuesta: los emigrantes musulmanes instalados en Europa, al transformarla y hacerla cada vez más suya, conseguirán tal vez escapar de la miseria que dejaron atrás; pero los que huyen del rigor islámico y sus consecuencias, ¿dónde irán a refugiarse cuando toda Europa se haya convertido en una mezquita?
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