Por James Neilson |
Puede que su momento en el centro del escenario dure poco, ya que es perfectamente posible que pronto haya escándalos que sean aún más atrapantes que el que está protagonizando, pero por ahora cuando menos Alberto Fernández es, por lejos, el personaje más despreciado del mundillo político argentino. Virtualmente nadie lo quiere. De acuerdo común, es un corrupto, un cobarde, un hipócrita, un farsante vulgar, una mediocridad penosa y, peor aun, un golpeador serial de mujeres indefensas. Incluso los hay que dan a entender que entre sus víctimas se cuenta Cristina, lo que es francamente ridículo por tratarse de una señora que nunca dejó de tratarlo como lo que en su opinión era, un integrante menor de la servidumbre que tenía que obedecerle.
Sea como fuere, desde hace un par de semanas, el ex presidente, abandonado por todos salvo un puñado de parientes y amigos íntimos que se animan a hacerle compañía, se ha visto tratado como el símbolo máximo de la miseria humana. Como no pudo ser de otra manera, sintió lástima de sí mismo; puesto que en los chats que se difundieron había amenazado con suicidarse, durante días periodistas vigilaron el departamento en que se había refugiado por si optara poner fin al melodrama en que le ha tocado cumplir el rol del malo irremediable tirándose por la ventana.
¿Es tan excepcional la vileza que tantos moralistas atribuyen a Alberto? ¿Debería motivar asombro el que un político profesional se haya erigido en paladín de causas en que nunca ha creído y que, a juzgar por lo que dice su ex pareja Fabiola Yáñez -nunca se casaron-, suele ser violento con los débiles y débil con los fuertes? Parecería que sí, que a pesar de ser cuestión de una persona que durante décadas se había movido entre los dirigentes más poderosos y los periodistas más locuaces del país, pocos conocían al Alberto aparentemente auténtico que muchos están denostando con saña. Con escasas excepciones, se afirman shockeados de que un personaje tan campechano había resultado ser un monstruo.
Que este sea el caso es de por sí extraño, ya que nadie medianamente informado pudo haber ignorado que las opiniones contundentes del crítico furibundo de Cristina que Alberto era antes de que la doctora le pidiera encabezar la fórmula que triunfaría en las elecciones de 2019, no guardaban relación alguna con las que, con el mismo énfasis, vociferaría después. Por mucho tiempo, medio país tomó la metamorfosis que experimentó por algo meramente anecdótico sin preocuparse por lo que nos decía del carácter del presidente de un país hiperpresidencialista o de la irresponsabilidad apenas concebible de quien lo había nominado para un rol que no estaba en condiciones de desempeñar con dignidad.
Tampoco debería haber ocasionado mucha sorpresa la forma en que, según parece, Alberto trataba a la en aquel entonces primera dama Fabiola que, luego de liberarse de su tutela después de convivir casi diez años con él, lo acusaría de haberla golpeado brutalmente una y otra vez, además de someterla a un régimen constante de “terrorismo psicológico”. Fabiola soportó todo esto con estoicismo ejemplar hasta hace muy poco; desde su punto de vista, las ventajas que le brindaba el papel que desempeñaba en público habrán sido más valiosas que el precio que tuvo que pagar.
Aunque la ya definitivamente ex compañera del ex presidente y operador político todoterreno insiste en que es un matón sexista que maltrata físicamente a las mujeres, siempre hay que tomar con un grano de sal lo que dicen los protagonistas de conflictos como este en que intereses de todo tipo están en juego. Si bien lo registrado en los celulares de Alberto y su secretaria privada, María Cantero, parece ser terriblemente convincente, es por lo menos concebible que, como espera el ex presidente, a ojos de la Justicia se preste a interpretaciones que sean más benignas que las adoptadas por casi todos los indignados por las palabras e imágenes que contienen.
A Alberto lo ayudará la preocupación por las noticias fraudulentas que está recorriendo el mundo. Políticos de todos las pelajes se han puesto a quejarse, con sinceridad conmovedora, de lo difícil que se les ha hecho distinguir entre la verdad verdadera y las falsedades denigrantes fabricadas por sus enemigos. En efecto, ya es rutinario que los voceros oficiales de distintos gobiernos, entre ellos los de Estados Unidos y el Reino Unido, adviertan a ciudadanos incautos que buena parte de lo que aparece en los medios sociales procede de grupos de propagandistas -dicen que suelen ser rusos, chinos o iraníes- que estarán sembrando mentiras y provocando “odio” con el propósito de socavar la democracia en países occidentales.
Con todo, si bien no cabe duda de que abunden las noticias falsas en los medios sociales, ello no quiere decir que las fuentes consideradas más respetables y por lo tanto más confiables se abstengan de privilegiar sus propias preferencias políticas y de tal modo decidir si algo es importante o no. Merced a la confusión provocada tanto por los trolls cibernéticos profesionales como por la prensa politizada, nos encontramos frente a una proliferación de “verdades” sectoriales. Por ahora, muy pocos están dispuestos a tomar en serio la ensayada por Alberto, pero andando el tiempo la situación en que se encuentra podría cambiar.
Para todos los demás políticos, y también para muchos otros, lo que está ocurriendo ha de ser alarmante. En los años últimos, los avances tecnológicos han modificado tanto el ecosistema que habitan que les está resultando cada vez más difícil adaptarse a la nueva realidad en que se ha hecho mucho más borrosa la frontera entre el pasado y el presente, y entre lo privado y lo público. Puesto que no hay forma de prever cómo evolucionarán las pautas culturales y éticas en los años venideros, todos tendrán que comportarse con mucho más cuidado que en épocas en que era relativamente fácil conservar secretos de familia como los que acaban de difundirse acerca de la vida personal de Alberto.
De no haber sido por su adicción a los celulares, el hombre que, por algunas semanas, disfrutaba como presidente de un índice de aprobación insólitamente alto, superior al ochenta por ciento, tendría menos motivos para temer ser sentenciado a pasar varios años en una cárcel maloliente por “violencia de género” y tráfico de influencias. Fue por vanidad que dejó grabados detalles no sólo de su relación con su “querida Fabiola” sino también con otras mujeres pasajeramente queridas y, claro está, de sus charlas con brokers del negocio multimillonario de los seguros en que se sentía a sus anchas. Sería de suponer, pues, que miles de otros políticos ya estarán triturando sus propios aparatos electrónicos con la esperanza de eliminar recuerdos de intercambios que podrían ocasionarles problemas desagradables aunque, desgraciadamente para algunos, las grandes empresas digitales ya los tendrán almacenados en los enormes centros de datos que mantienen y a los cuales pueden acceder jueces, fiscales y hackers malintencionados.
Por razones comprensibles, muchos están preguntándose si la caída de Alberto tendrá un impacto político fuerte. Los hay que esperan que lo acompañe en su viaje hacia el infierno el kirchnerismo, o incluso el peronismo en su conjunto. Es muy poco probable que ello suceda. Mal que les pese a quienes rezan para que tales modalidades se hundan para siempre con Alberto, es casi infinita su capacidad para sobrevivir a episodios bochornosos que a buen seguro destruirían a movimientos menos acostumbrados a contar entre sus dirigentes a personajes proclives a violar las normas. Se asemejan a Anteo, el gigante de la mitología griega que, al contactarse con la tierra, recuperaba todo su vigor; para el más del treinta por ciento del electorado que permanece leal a variantes del peronismo, sobre todo al kirchnerismo, caer esporádicamente en el barro puede ser un síntoma de viveza, de ahí el escaso efecto político de los casos de corrupción que involucran a Cristina y de los de “violencia de género” que han protagonizado últimamente el mandamás procesado de La Matanza, Fernando Espinoza, y el ex gobernador de Tucumán, José Alperovich, que hace poco fue condenado a pasar 16 años entre rejas por abuso sexual a su sobrina. Para minimizar los costos políticos que tales transgresiones deberían tener, les ha sido suficiente dar a entender que todos los integrantes de “la casta” son iguales.
¿Continuará funcionando este mecanismo defensivo? El año pasado, Javier Milei irrumpió desde los márgenes para derrotar al peronismo, al radicalismo y al PRO aprovechando la sensación generalizada de que en el fondo no había grandes diferencias entre los ocupantes de los diversos “espacios” que hasta entonces habían dominado el mundo político nacional y que por lo tanto era necesario probar suerte con algo radicalmente nuevo. El libertario y sus estrategas esperan que la humillación de Alberto y “la casta” de la que a su juicio es un representante fiel sirva para garantizarles algunos meses más de supremacía política en que, si tenemos suerte, la economía real podrá recuperarse de los golpes asestados por el ajuste que tuvieron que aplicar para impedir que la gestión calamitosa de Sergio Massa diera lugar a una explosión hiperinflacionaria.
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