Por Sergio Suppo
“Creo que lo odié a José López en ese momento, como pocas cosas en mi vida”, dijo Cristina Kirchner el 14 de septiembre de 2017. Quince meses antes, su exsecretario de Obras Públicas había dejado bien claro que no eran ficción, sino cruda realidad, las informaciones que señalaban que había funcionarios kirchneristas que arrastraban bolsos llenos de dinero de la corrupción.
López tocó timbre e ingresó a las 3.11 de la madrugada del 14 de junio de 2016 a un pseudo convento de monjas en General Rodríguez. Llevaba unos nueve millones de dólares y un arma larga. Las cámaras de seguridad lo registraron, llegó la Policía y se lo llevó preso.
Cristina encontró otro motivo para odiar en estos mismos días. La denuncia de la exesposa de Alberto Fernández por lesiones graves e incitación a un aborto (entonces ilegal) contra el expresidente acaban de voltear otro inmenso muro de hipocresía.
Nada peor para demoler un proyecto político que el propio contraste entre su discurso y los hechos concretos.
La expresidenta, como todo el kirchnerismo en sus miles de ramificaciones, han odiado a López como ahora odian a Fernández, no por lo que hicieron, sino por haber sido descubiertos haciéndolo.
Así, es esa falsa superioridad moral con la que el kirchnerismo intentó acorralar a sus adversarios lo que ha quedado definitivamente enterrado. Tampoco funciona como antes la manía de adaptar la realidad a las pretensiones; Cristina intentó en vano esta semana instalar otra vez que detrás de los marginales que intentaron matarla se esconde el verdadero poder.
Mejor no avanzar en predicciones sobre el supuesto final de la corriente que hegemoniza al peronismo y hasta del propio PJ. El final ocurrirá solo si hay un gobierno que quiebre el rumbo decadente de la Argentina, con el que el kirchnerismo tanto colaboró.
Fernández es condenado ahora por sus propios compañeros por causas distintas a las del desprecio que se ganó del resto de los argentinos. ¿O es que las personas más relevantes de la nomenclatura kirchnerista ignoraban que el Presidente seleccionado por Cristina tenía conductas inversamente proporcionales a los discursos de feminismo y contra la violencia de género?
Todo estaba a la vista desde el comienzo y fue soslayado por sus protagonistas. El candidato presidencial exhibió una pareja que ya había tenido su crisis y se había distanciado. Una vez en Olivos se supo enseguida que el conflicto escalaba y ninguno de ellos registraba que sus actos violentaban el sentido común y las propias leyes de encierro por la cuarentena.
Ahora, cuesta abajo, separado y solo, Fernández encontró que su excompañera había decidido denunciarlo por delitos cometidos en las mismísimas sedes del poder. Todo esto mientras se tramita como parte del escándalo un divorcio con bienes reclamados por Fabiola Yáñez que el exmandatario puede tener grandes dificultades para blanquear. Para variar, esto también es por plata.
Por razones que bien valdría repasar hasta encontrar ciertas complicidades, Fernández se había ido del kirchnerismo luego del conflicto del matrimonio presidencial con el campo, asegurando que él nunca supo, ni conoció, ni fue alcanzado por ninguno de los hechos de corrupción que se les atribuía a sus jefes. A esas facturas se las cargaba a Julio De Vido, su supuesta contraparte en el gabinete de Néstor, que luego también sería parte del equipo de Cristina.
Ahora, apenas meses después de haber salido derrotado del poder, el último presidente del kirchnerismo afronta una causa por supuestas coimas recibidas a modo de cobro de comisiones de seguros contratados por el mismo Estado que le tocó conducir.
Si con la causa por violencia de género se le complicó salir a la calle, a Fernández se le puede acelerar la entrada a una celda si termina en condena una investigación que ya reúne muchas pruebas aportadas por los mismos mensajes del matrimonio en el que confió esa supuesta recaudación.
La caída en desgracia de Fernández es apenas un dato pequeño respecto del daño que hizo el kirchnerismo en el poder en temas importantes que integran la agenda pública de todos los países del mundo.
La equiparación de los géneros y la violencia intrafamiliar y contra las mujeres, enfocado y tratado de distintos modos en otros pagos, fue abordado por el kirchnerismo con el interés del ventajeo, la partidización y la imposición ideológica.
Los golpes denunciados por Yáñez no solo dejan al descubierto la hipocresía de su marido y sus compañeros. La violenta contradicción habilita el descrédito de problemas reales en materia de violencia de género que el propio kirchnerismo no modificó ni redujo. ¿La falsedad borra la necesidad de encontrar y aplicar políticas para reducir la violencia y los asesinatos de mujeres?
Se repite, otra vez, con el tema de la violencia de género la secuencia por la que, antes, el kirchnerismo se había apropiado de las políticas de derechos humanos. Está bastante claro que la cooptación de los organismos de derechos humanos y su sometimiento a las necesidades de una fracción política, acompañada por la premeditada y dolosa omisión de las víctimas del terrorismo, generaron reacciones y resistencias que, lejos de cerrar viejas heridas, provocan el riesgo de nuevas injusticias.
En el relato que reivindicó la violencia terrorista convive también la glorificación de falsos revolucionarios. Nada fue gratis. El país todavía espera que la historia reemplace la politiquería maniquea que intentó sin éxito imponer una versión antojadiza de una tragedia compleja, con responsabilidades diferentes y plagada de criminales en todos los bandos.
Lito Nebbia, ídolo del último kirchnerista caído en desgracia, lo dijo mejor que nadie: “Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia”.
© La Nación
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