domingo, 11 de agosto de 2024

Escándalo, hipocresía y retroceso


Por Eduardo Fidanza (*)

Por razones de economía de la diagramación, hemos usado solo tres palabras para titular esta columna. Pero el acontecimiento al que nos referiremos requiere incluir tres más: espectáculo, tecnología y cálculo. Obsérvese que, de los seis términos, cuatro evocan hechos universales. Nos referimos a que escándalo, hipocresía, retrocesos y cálculo (político, en este caso) hubo siempre y en todo lugar en la modernidad. 

En cambio, el espectáculo, como fenómeno sociológico arrasador, ha ocupado el interés intelectual recién en la segunda mitad del siglo pasado, tal vez a partir del clarividente ensayo de Guy Debord, titulado, precisamente, La sociedad del espectáculo. Para completar el cuadro, resta un fenómeno revolucionario crucial: la tecnología. Sostendremos que estos factores destruyeron a un expresidente que habría cometido repugnantes delitos.

De los cambios culturales ocurridos a partir de la Revolución Tecnológica, que generó lo que el ensayista Éric Sadin llama “administración digital del mundo”, se dijo todo y se seguirá diciendo a medida que las innovaciones se aceleren. Estamos ahora copados por la IA, que aparentemente dislocará otra vez la sociedad y la economía, como lo estuvimos antes con otras novedades tecnológicas. Lo cierto es que, desde la primera computadora de escritorio, las costumbres mutan cada vez más rápido. Los celulares pasaron de ser teléfonos sin cable a una herramienta indispensable para administrar la vida cotidiana y sumergirse adictivamente en el mundo de los mensajes y las redes. Los algoritmos, ya es un lugar común, rigen buena parte de nuestra existencia. El capitalismo se ha vuelto ligero e insustancial dicen los sociólogos.

Uno de los atributos distintivos de la nueva cultura es el derrumbe de las fronteras entre lo público y lo privado, donde se construyen las subjetividades a través de la exhibición de los pormenores de la vida, del cuerpo, de los sentimientos, de los vínculos personales. Se trata de un abandono masivo del anonimato para construir nuevos yoes espectacularizados, cuya cifra es alcanzar la identidad y la notoriedad mostrándose. Las herramientas tecnológicas lo posibilitan: las selfies exhiben nuestro cuerpo en la posición que queramos, con la vestimenta o la desnudez que nos plazca, con el ánimo de gustar, facturar o denunciar. Apenas con un clic podemos filmar una escena cotidiana o grabar una conversación. Los baños tienen puertas de cristal.

¿Creen los presidentes, siempre acechados por sus enemigos, que eludirán el escrutinio de la tecnología cuando pierdan el poder? ¿A la hora de trasgredir la ley, comprenden a lo que se exponen? Legiones de escrachados delinquiendo son una nueva especie en la sociedad del espectáculo que abolió la intimidad. El caso, devenido por eso escándalo, es que a este colectivo de infelices se sumó un expresidente, descubierto presuntamente pegándole a su mujer en la residencia oficial. Impacta el derrumbe de los muros: una escena tan privada quedó a la vista en una esfera tan pública. Bastaron cuatro selfies y algunos chats. La digitalización, antes que la corrupción, terminó de sepultar a Fernández. Sus predecesores pecaron tanto o más que él, cuando todavía existía la privacidad.

Para redondear el escarnio, este personaje incurrió en un comportamiento que el sentido común repudia, una vez que al actor se le cae la máscara: la hipocresía, el fingimiento de las verdaderas conductas e intenciones. Hasta el infinito se reproduce el video donde el entonces presidente se pone a la cabeza de la lucha contra la violencia de género, mientras, es la sospecha, molía a golpes a su esposa. La gente está acostumbrada a la doblez de los políticos, pero ésta tiene un componente que resulta mortífero para el que la emplea: lo muestra en la intimidad pasándose por el trasero los valores que defendía en el espacio público. No se trata de un ladrón más de “guante blanco”, como podría encuadrarse su opaca conducta en la estafa de los seguros. Es un individuo convencido, con la estúpida seguridad del antiguo monarca, que, como siempre ocurrió, las paredes del palacio lo protegerán de las faltas que contradicen su relato.

Concluiremos analizando el cálculo que hicieron los adversarios y los exsocios del caído en desgracia, y el retroceso de las conquistas sociales que probablemente ocurra a partir de su vileza. Empecemos por las cuentas del oficialismo: percibe el escándalo como pura ganancia, una oportunidad más de reforzar una de las creencias fundamentales que lo sostiene: la existencia de una casta perversa que somete a la sociedad. Ellos son “los hipócritas progresistas” que aumentaron el gasto público con ministerios innecesarios, nosotros los que siempre decimos la verdad. La solución –tuitea el Presidente–, no son los organismos públicos ni los cursos de género “y definitivamente tampoco es adjudicarles a todos los hombres una responsabilidad solo por el hecho de ser hombres”.

La fórmula de la ultraderecha al palo: un mix de fiscalismo y machismo para desacreditar las políticas de género. A Milei no le interesa condenar a Fernández; su intención, como la de Trump y Bolsonaro, es retroceder a una cultura donde los varones conserven el rol dominante y recuperen la discrecionalidad de la que disponían en el pasado. Algunas pocas usarán el pañuelo verde para beneficio personal, pero para la amplia mayoría de las mujeres ese símbolo significa la esperanza de que los maltratadores no quedarán impunes. Aun con sus errores y oportunismos, la reivindicación progresista es clara: nunca más a lo que ofende la dignidad de las personas.

Resta el cálculo, también pequeño, del kirchnerismo. La orden fue tajante: soltarle la mano a Fernández, hacerlo responsable no solo de la golpiza, sino, sobre todo, del fracaso estruendoso de su gobierno, del que la expresidenta, además de inventora, fue protagonista central. Malena, en nombre del exministro de Economía, también le bajó el pulgar.

Extrañas coincidencias entre Milei, Cristina y Massa ante un fusilamiento sumario y expiatorio. No hay dudas sobre lo aberrante de Fernández, las hay acerca de por qué y ahora se destapó este tumulto, ya fuera de cauce. La hipocresía, como el sentido común de Descartes, es la cosa mejor repartida del mundo. En síntesis, un episodio abominable en una cultura política degradada. Pero no una novedad argentina. En muchas sociedades occidentales ocurre lo mismo. El vacío de valores está siendo llenado por espectáculos y escándalos del poder, dentro de una cultura a la deriva, sin eje ni control.

(*) Licenciado en Sociología. Fundador y director de Poliarquia Consultores. Analista político e investigador social. Miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo.

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