Por Pablo Mendelevich |
Junto con la enagua, el Wincofon, el trato generalizado de usted o el teléfono con disco, las discusiones ideológicas sólo parecen tener reservada una apacible sobrevida museológica en el terreno de la nostalgia. Quizás sea demasiado contundente repetir que las ideologías han muerto. Pero en el ágora criollo el debate ideológico de mediana hondura como insumo esencial de la política cotidiana no abunda. Millennials y centennials lo testimonian mejor que nadie. No se ha reportado que discutir sobre la dictadura del proletariado o la lucha de clases en el siglo XXI hubiera modificado la cantidad de adrenalina liberada por las glándulas suprarrenales de ningún parroquiano. Debido a que cerró en forma definitiva, el relevo no incluye al mítico café La Paz, sobre cuyas servilletas se soñaron infinitas revoluciones fallidas en otras tantas trasnoches ilustradas.
Hay, desde luego, una banalización de las ideologías que las redes sociales se ocupan de volver destellante. El propio presidente Javier Milei usa el rótulo de comunista a modo de insulto, algo no muy alejado de la costumbre de Nicolás Maduro de llamar fascistas a quienes critican la dictadura venezolana o del todavía más absurdo epíteto de nazis que Putin les reserva a los ucranianos para enmascarar su propio ímpetu imperial.
En la Argentina los encuadramientos ideológicos son particularmente difusos (exceptuados trotskistas, cursillistas y demás dogmáticos irreductibles de perdurable pureza) en consonancia con partidos lábiles. Ya ni siquiera se les dice partidos. Se los llama “espacios”. Término laxo que no figura en ninguna ley argentina. Tan divorciada funciona la realidad del ordenamiento legal como la política respecto de sistemas de ideas y valores mantenidos a través del tiempo, más allá de que existan, eso es cierto, algunas marcas identitarias subliminales tanto en personas como en agrupamientos.
De vez en cuando se plantea en el intercambio de rótulos algún problema “ideológico” fronterizo. Eran comunes esas discusiones en torno de la figura de Carlos Menem, ya no sobre su identidad peronista sino acerca de supuesta imprecisión del mote de neoliberal. Antiguos miembros de la Ucedé discuten incansablemente sobre autenticidades liberales y libertarias. En esa parte del espectro se multiplicaron los litigios desde que La Libertad Avanza, un partido sin historia, llegó al poder.
Pero ahora acaba de ser repuesta la más transitada de estas discusiones, la de las cualidades necesarias para ser peronista. Y sucedió en torno de alguien inesperado, la figura supuestamente más derechista de la Argentina. Si bien el peronismo es el partido con más afiliados del país, a esta altura eso a nadie le importa demasiado, porque a la vez es un movimiento y tiene un fuerte componente de religiosidad. Para acceder a la membresía la autopercepción importa mucho más que los documentos y que la opinión de los miembros. Hay que sentirse peronista para serlo, suele decirse puertas adentro.
No consta que Victoria Villarruel tenga intenciones de dejar de sentirse orgullosa número dos del gobierno libertario para titularse compañera, pero la ex vicepresidenta Cristina Kirchner, su antecesora, acaba de bajarle el pulgar como si se tratara de una postulante que presentó la solicitud. Una primera catación “ideológica”, si bien con sentido acogedor, la había hecho durante una entrevista periodística el senador kirchnerista José Mayans. Fue en estos términos: “Villarruel se aproxima ideológicamente a nosotros un poquito más que a Milei”. Sin perder un segundo Cristina Kirchner tuiteó: “Pericia psiquiátrica le vamos a pedir a los que dicen que Villarruel es peronista”.
Fue un tuit particularmente llamativo. En primer lugar por la penalidad que escogió la líder para quienes incurran en errores evaluativos relacionados con la medición de peronismo en sangre. Se trate de una ironía, una supuesta broma, una advertencia literal o una excusa para mostrar que el pulgar que manda es el suyo, Cristina Kirchner usó la patología psiquiátrica en forma estigmatizante como arma de severa descalificación política después de ser ella quien como presidenta más la padeció. Siempre dijo que la atacaban por ser mujer, diagonal más indemostrable cuando se observa que Milei también recibe continuos ataques políticos en el formato problemas psiquiátricos (casi siempre propinados, dicho sea de paso, por kirchneristas). Por lo demás no queda tan claro cuál es el sacro ideario que Cristina Kirchner se arroga custodiar, si el peronista o el kirchnerista.
Resulta llamativo que el destinatario del reproche sea el presidente de uno de los bloques de senadores que tiene el kirchnerismo. Católico antiabortista muy cercano al eterno gobernador formoseño Gildo Insfrán, Mayans era hasta ahora uno de los principales operadores de Cristina Kirchner en el Senado, donde ocupa su banca desde hace 23 años. Ayer subió el tono de la disputa: “¿Qué hacemos con los que pusieron a Alberto Fernández como presidente del partido, los mandamos también al psiquiátrico?”. Una bravata que parece durísima pero no lo es. Mayans le recrimina haber puesto a Fernández como presidente del partido, algo sin mayor importancia para la mayoría de los argentinos, quienes lo que hoy están lamentando es que Cristina Kirchner haya puesto a Fernández como presidente del país, no del partido.
El kirchnerismo y la izquierda son los sectores que sostuvieron con más ahínco la acusación contra Villarruel de “negacionista”, “defensora de genocidas”, “videlista”. Y de repente el kirchnerismo se encuentra discutiendo si Villarruel es o no peronista. Inconsistencias, podría decirse con el lenguaje de la AFIP.
Los primeros análisis señalan que entre Cristina Kirchner y Mayans estalló una interna que refleja la pérdida de poder de la líder del kirchnerismo y precede a la reacomodación de una parte de quienes le eran incondicionales. ¿Ha llegado la hora de cortar amarras? Pero los hechos también ponen en evidencia el escaso rigor de las cuestiones de pretensión ideológica, en realidad oportunismo, pujas de poder. Eso ocurre desde ya en todo el espectro político, lo que explica las constantes migraciones de dirigentes, pero en el peronismo siempre el proceso parece ser más crudo, algo que acaso deba ser atribuido, paradójicamente, a la plasticidad ideológica que lo caracteriza.
¿Qué le faltaría a Victoria Villarruel para ser peronista? Militarismo, como el que impuso el creador, desde ya que no. Nacionalismo tampoco. ¿Le sobra el videlismo? ¿No fue más videlista que ella el gobernador bonaerense Victorio Calabró, uno de los peronistas más importantes en 1976 señalado por apoyar el golpe? ¿Y toda la llamada derecha peronista que gobernó el país después de la caída de Cámpora incluido Perón en la tercera presidencia qué era?
Lo que Mayans acaba de exponer públicamente -también lo hizo al bromear con Villarruel en plena sesión sobre “jamoncito”- es que él es un negociador que, por supuesto, negocia con la presidenta de la cámara. “Tenemos que profundizar la amistad”, le dijo a sabiendas de que estaba siendo observado por las cámaras de televisión.
En una democracia normal nadie le habría dado importancia a ese chascarrillo. Pero la nuestra no es normal: se bambolea entre decir de la vicepresidente las peores cosas y un buen día especular con hacerla propia.
© La Nación
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