domingo, 25 de agosto de 2024

Chivos expiatorios y culpas propias

 Alberto Fernández. "Se trata de alguien indefendible".

Por Sergio Sinay (*)

La del chivo expiatorio es una figura que se remonta al siglo XVI, cuando el erudito y teólogo inglés William Tyndale (1494-1536) se propuso traducir la Biblia al inglés para ponerla al alcance de todos y se basó en las versiones en hebrero y en griego. Considerado mártir del protestantismo por su enfrentamiento con Enrique VIII (a cuyos intentos divorcistas se oponía), Tyndale fue culpado de herejía y ejecutado. 

Previamente halló en el Antiguo Testamento el relato que origina el término. Este narra un rito anual en el que se tomaban dos chivos. Al primero el sumo sacerdote le ponía ambas manos en la cabeza y le trasladaba todos los pecados del pueblo antes de echarlo al desierto. Al segundo se lo sacrificaba en el altar como ofrenda a la divinidad y en búsqueda de absolución para los creyentes. Por doble vía el pueblo quedaba purificado y, hasta el próximo año, en condiciones de volver a pecar.

Hoy ya no se usan chivos para la expiación, pero, a veces menos brutal y más refinado, el mecanismo sigue funcionando a pleno, con los caprinos reemplazados por humanos. Es comprobable en la política, en los negocios, en el deporte, en el ámbito mediático, en las redes sociales, en las interrelaciones, en las tramas familiares. Periódicamente, y cada vez con más frecuencia, las sociedades, en la medida en que crecen la insatisfacción colectiva y el vacío existencial a pesar de las promesas del progreso, necesitan descargar sus frustraciones, sus represiones, su intolerancia, en un chivo expiatorio como una suerte de laxante. Este puede ser genérico (los extranjeros, los hinchas contrarios, los políticos, los árbitros, los periodistas, los pobres, los ricos, los hombres, las mujeres, los homosexuales, etcétera) o personalizado.

En un casting para el rol de chivo expiatorio, Alberto Fernández era una fija. Se trata de alguien absolutamente indefendible desde tiempo remoto, tanto en el orden personal como en el político. Y en una sociedad atravesada por resentimientos diversos y múltiples frustraciones y esterilidades, les viene bien a todos: a los peronistas, que siempre se desligan de sus lacras con falsa inocencia; al kirchnerismo, que lo parió presidente (con su deteriorada faraona a la cabeza); al odio libertario, que necesita renovar y reproducir sus blancos diariamente; a los golpeadores encubiertos, que pueden continuar fingiéndose inocentes bajo máscaras de probidad; a la Justicia, que podría ocultar con un fallo ejemplarizador su propia ausencia y chanchullos habituales; al morbo de ciertos medios y comunicadores que hurgan insaciablemente en el lodo. Y a una masa crítica y significativa de la sociedad que, con una hipocresía bien entrenada y vastamente ejercitada, se pretende a sí misma pura, inocente, libre de todo pecado, incapaz de actuar como los dirigentes e ídolos que elige para que la representen y ejecuten sus sueños y pulsiones reprimidas.

Alberto Fernández no es una excepción. Es un emergente, un botón de muestra, y no solo de lo que ocurre en las bambalinas de la política, en donde el poder crea inmunidades e impunidades tan obscenas como a menudo pasajeras (que duran hasta que el poder se acaba y se suceden las venganzas y el cobro de cuentas), sino también en otros ámbitos, aun los más cotidianos y alejados de pantallas y titulares, en donde se tramita otro tipo de complicidades y de inmunidades en nombre de hijos, patrimonios, reputaciones y demás caretas. A diferencia de las cabras sacrificadas en los tiempos que cita la leyenda bíblica, no todos los chivos expiatorios de hoy están libres de culpa y cargo, pero la gran mayoría de ellos siguen siendo excusas para no hablar de lo que hay que hablar. De las culpas propias.

(*) Escritor y periodista

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