Por Alberto Amato
A los siete años escribió su primer cuento, “La visera fatal”. Una versión francesa tomó la palabra “visera” como “riviera”, y cuando del francés volvió al castellano, el cuento se llamó “El Río fatal”. Eran cuatro o cinco páginas escritas en español antiguo. A los diez años, Jorge Luis Borges ya estaba seguro de que su destino era el de ser escritor, tal vez porque intuía lo que muchos años después le diría como una certeza al rey de España, Juan Carlos I, al recibir el Premio Cervantes, que el destino de los escritores es idéntico al de los reyes.
Su barrio, la patria de su infancia, fue Palermo. Pero Borges nació, hace ciento veinticinco años, el 24 de agosto de 1899 a las cinco de la mañana en Tucumán 840, entre Suipacha y Esmeralda, en una casa que era de los Acevedo, la familia de su madre Leonor. Pocos años después, su padre, Jorge Guillermo, compró un terreno en Palermo, en la calle Serrano 2135, junto a la casa de su madre Frances Ann “Fanny” Haslam, la abuela inglesa de Borges.
A la edad en la que estaba seguro de su destino de escritor, Borges todavía no había ido nunca a la escuela. Lo educaron en casa, junto a su hermana menor, Norah, en parte bajo el molde trazado por el padre, centrado en sus gustos literarios, en un hogar en el que se hablaban dos idiomas, el español y el inglés, y en la que reinaba la profusa biblioteca paterna. En 1980, a sus setenta y un años, Borges diría: “Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. En realidad, creo no haber salido nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo… Recuerdo con nitidez los grabados en acero de la Chambers’s Encyclopaedia y de la Británica”.
En esa casa de Palermo, los domingos en la noche, se trenzaban en charlas literarias los amigos de los padres del chico Jorge Luis, que había sido llamado Jorge Francisco Isidoro Luis, pero a quien, dos días después de su nacimiento anotaron en el Registro Civil sin el “Luis”, que lo acompañaría por siempre: un yerro que repararía el propio Borges años más tarde, como revela su biógrafo, Alejandro Vaccaro en su minucioso “Borges, vida y literatura”, que despliega casi día a día su historia y su obra.
A las charlas literarias de la familia iba un vecino ilustre, el poeta Evaristo Carriego, que recitaba sus poemas a un asombrado Jorge Luis, y que solía llegar acompañado por el socialista Alfredo Palacios, el poeta Macedonio Fernández, que sería luego amigo y acaso espejo de Borges, por Marcelo del Mazo, por el poeta suizo Charles de Soussens y por Melián Lafinur, abogado y periodista uruguayo, tío del escritor.
Un año antes de ir a la escuela por primera vez, Argentina festejó los cien años del 25 de Mayo. Borges tenía diez años, cumpliría once en agosto, cuando los festejos del Centenario, y tuvo la certeza de que aquel país de fiesta era un país de porvenir brillante. Lo confesaría en una de sus magistrales conferencias sobre “El Tango”, en septiembre de 1965: “El año 1910 fue el año de la aparición del cometa Halley (…) El recuerdo al que yo me refiero era algo que yo sentí entonces. Y que creo que todos, más o menos, sentimos, aunque sabíamos que era algo que no podía decirse porque correspondía a una idea absurda; sin embargo, todos la sentimos como verdadera. Sentíamos que el cometa, ese cometa que yo veía sobre las casas bajas de la vereda de enfrente o desde uno de los patios de la casa, que ese cometa correspondía a las iluminaciones del Centenario, era una parte de las festividades, era como un beneplácito celeste. No diré, porque eso sería absurdo, que aquella época era una época utópica, que todos los hombres eran felices, que vivíamos en el paraíso. Pero sí diré que la ciudad, aunque pequeña entonces, era una ciudad creciente, era la capital de un país creciente. En cambio, ahora, no sé si sinceramente podemos pensar en eso. Antes, todos los sentíamos”.
Libros, poetas, cometas, esperanzas, sueños, mitología inglesa y nórdica, cuentos, poemas, libros, espejos, esas son algunas de las vertientes que nutrieron al chico Borges y alimentaron su destino de escritor universal. Hasta que en 1911, el 2 de marzo, ingresó como un alumno más, tenía diez años y siete meses, a la Escuela Superior de Varones número 1, en Thames 2321, a tres cuadras de su casa de Palermo. Lo inscribieron en quinto grado, pero luego lo pasaron a cuarto. Sobre aquel leve desatino educativo, Jorge Luis Borges haría suyas las palabras de George Bernard Shaw: “Tuve que abandonar mi educación para ingresar a la escuela”.
Para entonces, Borges estaba metido en las letras hasta las cejas. Su pasión eran los libros y la lectura. Había leído ya su primera novela completa, “Huckleberry Finn” de Mark Twain, “Los primeros hombres en la Luna”, de H.G. Wells, había descubierto a Edgar Allan Poe, se había internado en el mundo de la aventura con “La isla del Tesoro”, de Charles Dickens y hasta se había animado con el ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha; es de junio de 1910, el año del cometa, la publicación en el diario “El País”, de Montevideo, de una traducción suya del inglés de “El Príncipe Feliz”, de Oscar Wilde. Y Vaccaro registra un segundo trabajo infantil: “(…) Hay un relato titulado “El rey de la selva”, con la firma de “Nemo”, reproducido por la editorial Atlántida en una edición especial de la revista “Gente” (…)”. En ese relato aparece la primera gran obsesión de Borges: los tigres.
En 1913 ingresó al Colegio Nacional Manuel Belgrano, de Santa Fe 2646, al que llegaba en tranvía. No fue un alumno destacado, sus notas eran regulares o flojas y enfrentó enormes dificultades para el Francés, el Dibujo y la Geometría. La experiencia duró poco. En febrero de 1914, la familia entera viajó a Europa para que el padre de Jorge Luis intentara hallar tratamiento para su ceguera progresiva, y hereditaria, que afectaría luego a su hijo.
Pero el 28 de junio de ese año, el estudiante serbiobosnio Gavilo Princip, que ansiaba el final del dominio imperial austrohúngaro y la independencia de Serbia, asesinó en Sarajevo al archiduque de Austria, Francisco Fernando y a su mujer: estalló la Primera Guerra Mundial y los Borges quedaron atados en Europa, en la Suiza neutral, al destino de esa guerra que iba a durar quince días y duró más de cuatro años.
Otro Borges regresaría de Europa a la Argentina. Allá estudia el bachillerato en liceo Jean Calvin, de Ginebra, la ciudad que elegiría para morir, convencido como estaba de que la patria de un hombre es el sitio donde pasó su juventud. También se sumerge en la prosa apasionada del realismo francés y de los poetas expresionistas y simbolistas, en especial de Rimbaud. El francés ya no es una traba, por el contrario, Borges escribe sus primeros poemas en ese idioma. Desarrolla una habilidad fantástica para aprender más idiomas. Con la ayuda de un diccionario aprende alemán para leer a Schopenhauer, a Nietzsche, en Fritz Mauthner, un especialista en la filosofía del lenguaje y en la historia de las ideas. Como cuando era un chico, la lectura cimenta su futuro.
Cuando termina la guerra a finales de 1918, los Borges se mudan a España y se instalan primero en Barcelona y luego en Palma de Mallorca. Allí Borges escribió dos libros de particular destino. Recordará en sus memorias: “En España escribí dos libros. Uno se llamaba (ahora me pregunto por qué) “Los naipes del tahúr”. Eran ensayos literarios y políticos (todavía era anarquista, librepensador y pacifista) escritos bajo la influencia de Pío Baroja. Querían ser amargos e implacables pero, en realidad, eran bien mansos. Recurría a palabras como “estúpidos”, “meretrices”, “embusteros”. No habiendo conseguido quien lo editara, destruí el manuscrito cuando volví a Buenos Aires”.
“Los naipes del tahúr” era en realidad el proyecto de un libro de cuentos: la baraja ve a tener cierto protagonismo en algunas de las obras breves del escritor en ciernes.
En Madrid y en Sevilla Borges adhirió al ultraísmo, un movimiento artístico y literario flamante, había nacido en 1918, que encabezaba el escritor sevillano Rafael Cansinos Assens y que era, o pretendía ser, un grito de renovación y opuesto al modernismo y a los compromisos sociales como el cristianismo y el marxismo rampante después de la Revolución Rusa de 1917. El manifiesto literario ultraísta fue impreso en 1919 en la revista española “Grecia”, que es donde Borges publicará el 31 de diciembre de ese año su primera poesía: “Himno al mar”.
Cuando regrese a Buenos Aires, Borges será líder teórico del movimiento ultraísta aunque por un lapso breve, abdicaría de él a mediados de los años 20. Pero en 1922, ya líder de una corriente vanguardista, Borges publicará en la revista “Nosotros” una interesante lista estilística a seguir, arbitraria si se quiere como toda lista, que proponía: “(…) la eliminación de la rima, la reducción de los elementos líricos por el elemento primordial: la metáfora; evitar los recursos decorativos y los sentimentalismos; suprimir ligaciones con sustantivos o adjetivos innecesarios; sintetizar dos o más imágenes en una, para ampliar la sugestión del tema; suprimir el uso de neologismos, tecnicismos y palabras esdrújulas (…)”
Para que ese cuasi decálogo de estilo, acaso todavía vigente, salga a la luz, falta algo de tiempo. Primero, Borges y su familia deben regresar de España. Embarcan todos en Tarragona el 4 de marzo de 1921. Borges recordará en sus memorias, acaso confuso entre la fecha de partida con la de llegada: “Regresamos a Buenos Aires en el “Reina Victoria Eugenia” hacia fines de marzo de 1921. Fue para mí una sorpresa, después de vivir en tantas ciudades europeas, después de tantos recuerdos de Zúrich, Ginebra, Nimes, Córdoba y Lisboa, descubrir que el lugar donde nací se había transformado en una ciudad muy grande y muy extensa, casi infinita, poblada de edificios bajos con azotea, que se extendía por el oeste hacia lo que los geógrafos y literatos llaman la pampa. Más que un regreso fue un redescubrimiento. Podía ver Buenos Aires con entusiasmo y con una mirada diferente porque me había alejado de ella un largo tiempo”.
El chico de catorce años que había viajado a Europa, regresa como un joven de veintiuno, convertido ya en lo que siempre quiso ser: un escritor, un poeta. Todavía no es universal, pero va en camino. Se consagra a su ciudad y no pierde demasiado tiempo en hacerlo: en 1923 publica su primer libro de poemas, “Fervor de Buenos Aires”, en los que canta a los barrios de la ciudad incluido su entrañable Sur, que sería protagonista de su vida en los años por venir: “Sólo me queda el goce de estar triste, / esa vana costumbre que me inclina / al Sur, a cierta puerta, a acierta esquina”.
En ese primer poemario confiesa en “Arrabal”: “(…) y divisé en la hondura / los naipes de colores del poniente / y sentí Buenos Aires. / Esta ciudad que yo creí mi pasado / es mi porvenir, mi presente; / los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”. Y en “Las calles”: “Las calles de Buenos Aires / ya son mi entraña. / No las ávidas calles, / incómodas de turba y ajetreo, / sino las calles desganadas del barrio, / casi invisibles de habituales, / enternecidas de penumbra y de ocaso / y aquellas más afuera / ajenas de árboles piadosos / donde austeras casitas apenas se aventuran, / abrumadas por inmortales distancias, / a perderse en la honda visión / de cielo y llanura.”
Borges se zambulle en las entrañas de su ciudad, investiga los orígenes del tango; su barrio, Palermo, ya no es más el barrio orillero, orillas geográficas y no fluviales, pero todavía guarda leyendas de hombres de coraje, cuchilleros, guapos, asesinos. Borges llega a conocer a algunos; es testigo de un duelo que amenazó ser a daga y fue a palabra limpia, encarnado por un guapo célebre, Nicolás Paredes. Habla con fluidez del “Melena”, el “Campana” y el “Silletero”, " (…) tres asesinos que fueron famosos durante un año porque mataron a un comerciante que vivía en la calle Bustamante. Eso ocurría en “tiempos bravos”, un asesinato podía hacer famosos a tres hombres (…)” Borges traza en suma, una geografía literaria, inexistente hasta entonces, de una ciudad que ya no es y que de alguna forma moldea a la ciudad que será. No hay nostalgia allí; hay fiereza.
Al mismo tiempo imagina, traza, diseña, escribe sus grandes obras, la “Historia Universal de la Infamia”, en 1935; “El Aleph”, en 1949. Desgrana sus cuentos que reiteran, algunos, la bíblica sangre entre hermanos: los Nilsen de “La Intrusa”; los Iberra, enlutados porque uno debía más muertes que el otro; cifrados todos por una frase también bíblica: “Así de manera fiel / conté la historia hasta el fin; / es la historia de Caín / que sigue matando a Abel”. Pone en manos de un inexperto cuchillero, Juan Dahlmann, un puñal que morirá con él en “El Sur”. Borges camina hacia lo universal de la mano de sus guapos de cuchillo, a quienes enaltece por su coraje sin límites: “(…) ¿Dónde estará? (repito) el malevaje / que fundó en polvorientos callejones / de tierra o en perdidas poblaciones / la secta del cuchillo y del coraje (…)”.
A su pesar tal vez, Borges fue un hombre de coraje. Hay que tenerlo para admitir, como hizo en uno de sus poemas últimos, que le legaron valor y no fue valiente; que cometió el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no haber sido feliz. Hay que lucir un coraje desarmado para afrontar la persecución política de que fue víctima, para eludir una condena al olvido imposible de ser cumplida, para desafiar las humillaciones con las que intentaron silenciarlo, para conservar, crecido y aumentado un tremendo humor irónico y corrosivo que todavía deleita a quienes se internan en sus textos, escuchan su voz entrecortada referir un mundo que jamás es ajeno; para resistir con bonhomía “esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”.
Son estas, más otras razones que no son del caso comentar, las que hicieron que, de alguna forma, Borges llegue siempre tarde a la vida de sus lectores. Sin embargo, otra declaración de la maestría de Dios, nunca es tarde para hallar a Borges.
Su amor a Buenos Aires, indeleble, la juzgaba eterna como el agua y el aire, está estampado en la memoria en un soneto ya eterno que es imposible no consignar: “Y la ciudad, ahora, es como un plano / De mis humillaciones y fracasos; / Desde esa puerta he visto los ocasos / Y ante ese mármol he aguardado en vano. / Aquí el incierto ayer y el hoy distinto / Me han deparado los comunes casos / De toda suerte humana; aquí mis pasos / Tejen su incalculable laberinto. / Aquí la tarde cenicienta espera / El fruto que le debe la mañana; / Aquí mi sombra en la no menos vana / Sombra final se perderá, ligera. / No nos une el amor sino el espanto; / Será por eso que la quiero tanto”.
Jorge Luis Borges murió en Ginebra poco antes de las ocho de la mañana del sábado 14 de junio de 1986. Tenía ochenta y seis años.
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