Por Arturo Pérez-Reverte |
Quien mucho abarca, poco aprieta. Eso decía mi abuela, y también la abuela de Napoleón debía habérselo dicho a él, pero no lo hizo. O tal vez el nieto no hizo caso. De cualquier modo, tras alcanzar la cima del éxito y un lugar de campanillas en los libros de Historia, al Petit Cabrón le llegó la cuesta abajo. La derrota naval de Trafalgar (1805) apenas lo había despeinado, porque justo en ese momento ganaba la batalla de Austerlitz, que fue la cima de su gloria militar. Pero ahora, en menos de dos años (entre 1812 y 1814), todo el tinglado se le fue de golpe al carajo. Su vileza en España, donde quiso sustituir a la dinastía reinante por la suya propia, enredó a su ejército de ocupación en una sucia sangría de batallas y guerrillas (alentada por Gran Bretaña, siempre dispuesta a desequilibrar Europa mandase quien mandase en ella) que acabó costándole un huevo de la cara.
Y para acabar de pifiarla invadió Rusia, donde también le salió el cochino mal capado. Todos a los que Bonaparte había estado puteando con su arrogante Imperio gabacho (que era casi toda Europa y parte del extranjero) se coaligaron para ajustarle las cuentas, y en la batalla de Leipzig le dieron al fin las del pulpo. Obligado a abdicar, se fue al exilio durante un rato (isla de Elba, en el Mediterráneo), pero volvió al poco tiempo, queriendo reverdecer viejos laureles. Sin embargo, sus tiempos de fortuna habían pasado: derrotado otra vez en Waterloo (1815), sus vencedores lo encerraron aún más lejos (isla de Santa Elena, en el Atlántico), donde acabó palmando de una dolencia del hígado. Francia, exhausta tras veinticinco años de guerras, quedó reducida a sus fronteras de cuando la Revolución, y volvió temporalmente, aunque muy moderada y limitada en autoridad, la monarquía de los depuestos Borbones (que iban a durar poco, aunque esta vez sin guillotina). Sin embargo, lo que ya nadie podría arrebatar a Francia era la profunda huella de cambios y modernidad que, pese a todos los abusos, tiranías y errores napoleónicos, había dejado en Europa y el mundo. Una Europa y un mundo, aquéllos, que tras tantos sobresaltos anhelaban tranquilidad y concordia entre las grandes potencias. Se reunieron éstas en plan amiguetes en el llamado Congreso de Viena, bajo la idea de llevarse bien, pelillos a la mar y todo eso, resueltas a que las familias reales derrocadas o amenazadas por Napoleón (española incluida) se consolidaran en sus tronos a la manera de antes. Santa Alianza, se llamó aquello, señal de por dónde iban las ganas; aunque la parte más positiva es que por primera vez se intentaba que el diálogo entre naciones (novedoso germen básico de unas futuras Naciones Unidas) fuese permanente para evitar las guerras. Pero demasiadas cosas habían cambiado para que ese retorno al pasado prerevolucionario y prenapoleónico fuera posible. A esas alturas, bestias reaccionarias aparte, hasta pensadores aristocráticos como el francés Tocqueville (elegante fulano, capaz de respetar al adversario y comprender lo que le repugnaba) defendían una libertad moderada, contenida por las creencias, las costumbres y las leyes. Porque ya no había vuelta atrás: miles o millones de ciudadanos europeos habían espabilado con los cambios sociales y políticos de las últimas décadas (palabras como revolución, nacionalismo, derechos, libertad y democracia fueron pronunciadas demasiadas veces como para ser olvidadas); así que el intento de que el siglo XVIII continuase en el XIX como si la Revolución Francesa y Napoleón no hubieran existido sólo funcionó a medias y al principio. Las potencias siguieron siéndolo y los poderosos mantuvieron el control, pero en aquella convaleciente Europa nuevas fuerzas emergían desde abajo, con la convicción, ahora, de que los pueblos eran capaces de gobernarse a sí mismos y de que monarquía y religión eran obstáculos en el camino. Pese a los zarpazos de la reacción, a veces brutales, el fundamento sagrado del trono y el altar estaba tocado del ala, y a la antigua sociedad aristocrática, situada por encima del bien y el mal con su arrogancia y privilegios, le habían puesto de modo irreversible los pavos a la sombra. El statu quo ante era imposible, así que ese intento de retorno al pasado duró poco. Según los países, en unos con más rapidez que en otros (en el este de Europa, Rusia, Austria y Prusia se enrocaron en la ideología dinástica conservadora y el odio cerril a toda idea nacionalista y liberal), la llamada Restauración fue deshaciéndose poco a poco mientras caducaban, una tras otra, las carcamales resoluciones del Congreso de Viena. En los próximos episodios de esta larga y apasionante historia veremos cómo ocurrió todo eso y el alto precio que se pagó en sangre, sudor y lágrimas.
[Continuará].
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