jueves, 4 de julio de 2024

¿Por qué no se me ocurrió a mí primero?


Por David Toscana

Tras la muerte de Italo Calvino en 1985, Carlos Fuentes escribió en la revista Vuelta un artículo titulado “Calvino, il primo fabulatore”. Relata que: “En el verano de 1979, leí la novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Más tarde cené con mi amiga Susan Sontag. Ella también acababa de leer el libro. ¿Qué nos pareció? Recuerdo que los dos levantamos los brazos con desesperada admiración y exclamamos al unísono: –¿Por qué no se me ocurrió a mí primero?”

Esto no ocurre cuando se lee Madame Bovary. ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡Una mujer aburrida con su vida marital! Hay temas que están ahí para que cualquiera los tome y retome. Nadie le dijo a Tolstói, cuando publicó Ana Karenina: “¡Eso ya lo hizo Flaubert veinte años antes!” Al día de hoy cualquiera puede retomar el asunto de los bretes conyugales como variaciones sobre un mismo tema. En la prosa y los detalles ha de estar la originalidad de estas novelas, pues la aburrición marital y la búsqueda de pasiones encubiertas no es patrimonio de un escritor sino usos y costumbres de cuantiosa humanidad.

Tratándose de novela policíaca, no podemos imaginar a Susan Sontag con los brazos en alto. “¿Cómo no tuve antes la idea de un hombre que asesina a su mujer asfixiándola con una almohada?”, ni a Fuentes ni a nadie: “¡Si tan solo se me hubiera ocurrido eso de un expolicía que pone un despacho de detective privado!” Y para darle un toque de absoluta singularidad el escritor se devana los sesos hasta hallar que su personaje no bebe café por las mañanas sino un tequila sunrise al que le pone un chile habanero.

Aunque existe una larga tradición en las leyendas de hombres que se convierten en lobos u otros animales, hay mucho de original en La metamorfosis de Kafka. Aquí hay gran riesgo en pensarse novedoso por una mera variación en los detalles. Si después de un sueño intranquilo, cierto personaje amanece convertido en un puercoespín, seguirá cargando con la pesada losa kafkiana con riesgo de ser aplastado. Quizás la mejor posibilidad de vida literaria del puercoespín está en la parodia o en el diálogo con Gregorio Samsa.

La novela más grande de todos los tiempos es concebida con un personaje extravagante dentro de los entonces lugares comunes de la caballería andante. En aquel Siglo de Oro más de un escritor alzó los brazos con angustia. ¿Por qué no se me ocurrió a mí? Y la historia especulativa puede preguntar: “¿Y si la ocurrencia le hubiese venido a Lope de Vega?” Por fortuna, esta empresa, buen rey, para Cervantes estaba guardada.

Como lector que escribe, he levantado también mis brazos con desesperada admiración. La ocasión más categórica ocurrió hace unos veinticinco años, luego de leer El general del ejército muerto, de Ismaíl Kadaré. Aún hoy la releo, la reimagino y me pregunto si hay alguna posibilidad de variación sobre el tema.

El propio Kadaré se atrevió a escribir El puente de los tres arcos cuando ya tenía treintaitrés años de existencia la maravillosa obra de Ivo Andrić, Un puente sobre el Drina. Imposible no evocar una cuando se lee la otra, y en desigual batalla suele ganar Andrić.

Pensaba en estos asuntos de la originalidad porque estoy en Budapest y anoche hablaba con algunos literatos húngaros sobre un relato de Dezső Kosztolányi. Cuenta la historia de un cleptómano que, luego de salir de prisión, es empleado como traductor literario gracias a la recomendación de un amigo escritor. El traductor no ha curado su cleptomanía, de modo que cierto texto que en el original dice “La condesa Eleonora se encontraba sentada en una de las esquinas del salón de bailes, en traje de noche, y llevaba las antiguas joyas de la familia: la diadema guarnecida de diamantes, que había heredado de su tatarabuela, la consorte del príncipe elector alemán; en sus pechos de cisne, una sarta de perlas legítimas brillaba opalina; sus dedos estaban casi rígidos por las sortijas de brillantes, zafiros, y esmeraldas”, él lo traduce simplemente como “La condesa Eleonora estaba sentada en una esquina del salón de bailes, en traje de noche”.

El editor rechaza la traducción y el amigo la lleva a casa para revisarla. Tras una auditoría, se da cuenta de que, al pasar del inglés al húngaro, el traductor cleptómano “se había apropiado, sin derecho ni competencia de 1,579,251 libras esterlinas, 177 anillos de oro, 947 sartas de perlas, 181 relojes de bolsillo, 309 aretes, 435 maletas, sin mencionar las haciendas, bosques y pastos, los palacios ducales y baroneses, y otras menudencias fútiles, como pañuelos, palillos de dientes, campanitas, cuya enumeración sería fatigosa y quizás baldía”.

El “¿cómo no se me ocurrió?” tiene que ver con ideas, anécdotas, tramas o personajes más o menos puntuales. Ahí están Pierre Menard o Funes. Anormal sería que alguien se hiciera esta pregunta tras leer Cien años de soledad o Los hermanos Karamazov.

Muchos antes de Umberto Eco habrán soñado con la idea de hallar el libro de Aristóteles sobre la comedia. Quizás muchos fantasearon con la trama de Lolita antes de leer a Nabokov. No sé si los japoneses fantaseaban con La casa de las bellas durmientes antes de Kawabata. Y mejor no especulo sobre el antes y el después de leer al Marqués de Sade.

Marcos, Mateo y Lucas no alzaron los brazos en desesperación. Aunque la idea no era suya, la escribieron con sus adecuadas variaciones, y les llamamos sinópticos, no plagiarios. Y los evangelios, canónicos o no, dejan las puertas abiertas para maquinar las vidas que ahí no se cuentan. Pienso en Lázaro, de Leonid Andreyev; Barrabás, de Pär Lagerkvist; Quo vadis de Henryk Sienkiewicz; La última tentación, de Nikos Kazantzakis, y un gran elenco.

Después de tantos siglos, sospechamos que sigue habiendo historias que no se han contado e ideas que a nadie se le han ocurrido. Cuando se cuenten esas historias con esas ideas, habrá escritores como Fuentes y Sontag que levantemos los brazos con desesperada admiración y exclamemos al unísono: –¿Por qué no se me ocurrió a mí primero?

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