Por Pablo Mendelevich |
Palabra presidencial: “Frente a nosotros, a partir de este momento dos perspectivas se abren para nuestra Patria: o seguimos paralizados en nuestro desarrollo, empobreciéndonos paulatinamente, estancados en nuestras pasiones y descreídos en nuestra propia capacidad, y nos despeñamos en el atraso y la desintegración nacional; o en cambio cobramos conciencia de la realidad , imprimimos un enérgico impulso y nos lanzamos, con decisión y coraje, a la conquista del futuro por el camino del progreso y la grandeza del país”.
El presidente que esto decía era Arturo Frondizi. Corría 1958. Frondizi estaba asumiendo. Pero bien podría haberle servido este párrafo -y otros- a Milei para hacer copy-paste y armar el discurso del Pacto de Mayo. No se trata de una aguja en un pajar.
De haber querido, Milei también podría haberse inspirado en el planteo inicial de Urquiza (“la libertad civiliza y fecunda”), de Sarmiento (“hemos recibido en herencia masas populares ignorantes”), de Roca (“la premisa de mi gobierno será paz y administración”) y de cuantos vinieron después. Casi todos adoptaron el tono fundacional característico de la epopeya irrepetible.
Al principio era cierto: se estaba fundando una nación. Pero una vez fundada se la siguió fundando, ya fuera porque había habido una interrupción institucional o simplemente porque el nuevo gobernante entendía que con él la historia tenía que volver a empezar. Ambas cosas sucedieron a la vez en junio de 1946 cuando juró Perón, con la curiosidad de que él mismo había sido artífice del gobierno militar saliente. Perón hizo la “revolución justicialista”, en cuyo marco organizó un gran acto en la Casa de Tucumán, el 9 de julio de 1947, bastante parecido al de Milei, sólo que dedicado a “declarar la independencia económica de todos los poderes de la Tierra”. Hace 77 años un nuevo preámbulo establecía “romper los vínculos dominadores del capitalismo foráneo enclavado en el país y recuperar los derechos al gobierno propio de las fuentes económicas nacionales”.
En 1983, con inevitable necesidad Alfonsín refundó la democracia (que en todo caso sólo funcionó más o menos bien en la década del veinte), pero tras la salida anticipada del poder del gobierno radical Menem anunció bajo los crujidos hiperinflacionarios que iba a ser necesario, con él al frente, empezar todo de nuevo.
Once años después un gran refundador de la república fue otro peronista, Adolfo Rodríguez Saá, quien incluso dejó como marca propia la declaración del default más importante de la historia mundial. Lamentablemente, para demostrar lo acertada que era su refundación a Rodríguez Saa (único expresidente peronista que aceptó participar del Pacto de Mayo) le faltó tiempo. Gobernó seis días.
Los Kirchner, esto está más fresco, fueron refundadores intensivos, subcategoría el pasado queda abolido por completo.
Macri sobresalió a su turno por haberse mordido los labios cuando le tocaba inventariar la herencia recibida. No obstante, sus discursos iniciales -el de la jura y el de la apertura del Congreso en 2016- recuperaron el estilo clásico: vamos de nuevo.
Esta costumbre, que acaba de renovar Milei con el Pacto de Mayo, una circularidad de la vida político institucional con menúes variados, se puede explicar fácilmente: en la Argentina los grandes objetivos gubernamentales casi nunca se cumplen. Ningún problema importante -puede haber habido alguna excepción- se soluciona. Por eso los grandes problemas pendientes son siempre los mismos. Lo que no significa que no haya que entusiasmarse. Las sucesivas experiencias tampoco fueron todas iguales. ¿Será esta verdaderamente distinta? ¿Funcionará?
Emergente del hartazgo colectivo, Milei, hay que reconocérselo, es más enérgico que todos sus antecesores. Exuda determinación. Y por proceder él del panelismo televisivo y de los cenáculos de las ciencias económicas, no de las catacumbas de la política, exhibe un desparpajo sinigual. Siempre conviene recordar que a esa singularidad el destino la enganchó con otra. Es una especie de yin y yan: el presidente súper arremetedor, a la vez el presidente más débil que sus predecesores. Milei carece de vigor parlamentario, de experiencia, de gobernadores, de intendentes y de sindicalistas, también de un partido con cierto rodamiento, le falta equipo, a medida que va gobernando se le van cayendo los funcionarios y jamás nombró un juez.
En este contexto, el Pacto de Mayo merece ser visto al mismo tiempo como el enésimo planteo refundacional y como un logro político extraordinario. ¿Cuál sería el logro? Haber promulgado, primero, un soporte legal disruptivo, de amplio espectro, como la Ley Bases sin contar con una consistente fuerza parlamentaria propia y haber juntado a 18 gobernadores en Tucumán. No sólo 18 es un buen número. Cinco de los seis que no fueron a Tucumán son kirchneristas, lo que significa que, en los hechos, Milei logró partir al peronismo en dos. O, dicho de otra forma, consiguió que el kirchnerismo, facción política intransigente, contestataria, ocasionalmente radicalizada, abrumada por causas de corrupción, aliada de la izquierda incandescente, se ubique del lado de afuera, mientras el supuestamente ecuménico y hospitalario anfitrión deplora su ausencia.
Lejos de disimular las ausencias, Milei las realzó. “Hay muchos dirigentes políticos sociales y sindicales que no están aquí hoy entre los presentes para este acta fundamental -dijo-. En algunos casos porque sus anteojeras ideológicas los hacen desconocer la raíz del fracaso argentino, en otros por miedo o vergüenza de haber persistido en el error durante tanto tiempo. Y lamentablemente, en muchos casos, por obstinación en no querer ceder los privilegios que el viejo orden les brindaba”. Entre estos últimos, aseguró, se encuentran quienes quieren boicotear al gobierno y conspiran para que fracase. Como si fuera un pastor, luego de estos duros términos les anunció a “aquellos que hoy desoyen el reclamo de la sociedad” que en el futuro pueden “volver a la senda argentina (sic) y encontrar la redención”. Amén.
Desde el mismo nombre este Pacto de Mayo es rico en imperfecciones. ¿Pacto de Mayo en julio? Es cierto, la Revolución de Octubre fue en noviembre. Pero eso no se debió a que a Lenin le demoraron la Ley Bases sino a que en 1917 los zares seguían atados al calendario juliano, que les hizo creer a los rusos que el 7 de noviembre era 25 de octubre. Bueno, sí, también la Guerra de los Cien Años había durado 116 años. Digamos que los nombres de los sucesos no necesitan expresar literalmente los hechos.
Más que con “mayo” el problema podría estar con “pacto”. ¿Es un pacto el Pacto de Mayo? Si uno le aplica la taxonomía de Félix Luna, se trata más bien de un acuerdo. “Un acuerdo consiste en la decisión de crear o poner en vigencia normas que serán el marco de una política determinada por un lapso prolongado”, escribió Luna, quien daba como ejemplo el Acuerdo de San Nicolás. En San Nicolás los gobernadores acordaron con el vencedor de Caseros las vías conducentes a la sanción de una Constitución. “Un pacto, en cambio, establece una coincidencia puntual”, dice Luna. Ejemplos del historiador: el Pacto Federal de 1831 que creaba una liga de provincias federales en oposición a las unitarias, o el pacto electoral entre Perón y Frondizi. Podría agregarse el último pacto famoso, lo que no significa bien reputado, el de Olivos, entre Menem y Alfonsín.
Así como muchos presentadores de noticieros no consiguen aislar la expresión “en un momentito” debido a que una pulsión interna los hace extenderla sistemáticamente a “en un momentito nada más” como si se tratara de cinco palabras inseparables, hay gente a la que le cuesta configurarse mentalmente la palabra pacto sola. Le retumba, adosado, el adjetivo espurio. Es obvio que no se trata de una categoría de pacto (espurio significa ilegítimo, bastardo, adulterado, falsificado, fraudulento) sino de una versión defectuosa del producto. Está dicho en trabajos académicos: al argentino medio la acción de pactar le resuena hasta inmoral, malentendido que podría venir, quién sabe, de una errónea interpretación de la intransigencia de Yrigoyen.
El pacto a secas se supone que es positivo, sobre todo para la institucionalidad. Cuando el Preámbulo dice “en cumplimiento de los pactos preexistentes” (en alusión a los tratados del Pilar y de Benegas de 1820, al Tratado del Cuadrilátero de 1822, al Pacto Federal de 1889, al Protocolo de Palermo de 1852 y al ya mencionado Acuerdo de San Nicolás) está sentando, nada menos, las bases de la Constitución.
El pacto de Milei, sin embargo, vino tropezando con los dos ingredientes: el contenido y la nómina de los pactistas y convocados. El contenido mejoró considerablemente a último momento cuando Milei consintió la incorporación de la educación. Punto 4: “Una educación inicial, primaria y secundaria útil y moderna, con alfabetización plena y sin abandono escolar”. Frase en apariencia modesta para un tema fundamental, que si se mira el vaso medio lleno hay que agradecerla porque es bastante mejor que no mencionar a la educación, como ocurría hasta hace unas horas.
Inexplicablemente Milei dedicó en su discurso un buen rato a hablar de educación, el tema que se le había traspapelado en la versión original de diez puntos, y lo hizo con buenos fundamentos, más allá de que se compartan o no. Un razonamiento pareció una respuesta a lo que había planteado Perón en ese mismo sitio 77 años atrás. “¿Cómo va a ser la norma de los secundarios y universidades del país inculcar que el capitalismo es malo? El fin primero del sistema educativo tiene que ser integrar a los estudiantes a la sociedad conforme a sus normas”. Luego explicó la ausencia de la universidad en el punto 4: “hemos puesto el foco únicamente en la educación superior por décadas y mientras mirábamos para otro lado, el analfabetismo se coló por la grieta de los primeros niveles educativos (...) No hay edificio que perdure si sus cimientos están vencidos”.
Las ausencias de la Corte Suprema, la Iglesia y los sindicatos sin duda rebajaron la trascendencia del Pacto, un hecho político. Pero quizás el mayor problema estuvo en la falta de formalización de presencias partidarias orgánicamente representativas, testimonio de la mala salud que arrastra el sistema de partidos. Tanto hablar del Pacto de la Moncloa como modelo a imitar, tanto preguntarle a Felipe González cómo se hace, y al final a ese plano se lo tragó la tierra.
Las razones por las que en la noche del lunes no sobresalieron los líderes con predicamento de los partidos políticos fueron dos: 1) no hay líderes con predicamento; 2) no hay partidos políticos.
Veamos al peronismo, como corresponde, en primer lugar: ¿quién es la autoridad del Partido Justicialista? Hasta es complicado contestar a esa pregunta. La del radicalismo oficialmente es Martín Lousteau, en los hechos el ala más opositora del partido, a nivel parlamentario casi un francotirador, lo que deja a los radicales dialoguistas sin representación orgánica.
Resulta irónico que a la única autoridad partidaria importante que asistió, el flamante titular del Pro Mauricio Macri, se la haya registrado como noticia sólo a partir de la forma en que se saludaba con Patricia Bullrich en atención al caliente litigio interno de esa agrupación. Pero Macri no fue como jefe partidario sino como expresidente, una categoría especialmente chirriante con la realidad política argentina. ¿Se esperaba que las señoras Isabel Perón y Cristina Kirchner viajaran a Tucumán? Al último que se le ocurrió convocar a todos los expresidentes para escuchar su palabra señera fue el general Roberto Marcelo Levingston, quien hasta consiguió interrumpir el largo ostracismo de su camarada Edelmiro Farrell.
Tal vez lo más desafortunado del discurso presidencial -el de Milei, no el de Frondizi- fue esta frase del comienzo: “no es la primera vez que, después de años de guerra intestinas, representantes de los distintos confines del mapa político se reúnen para deponer las armas y encontrarse en torno a un nuevo orden. Esto ya nos pasó en mayo de 1853″.
Presidente: ahora no está ocurriendo nada de eso. No venimos de guerras intestinas, no hay armas para deponer. El destierro de la violencia política es el gran logro de la nueva democracia. Los desencuentros son graves, es cierto. La grieta, execrable. El populismo, abominable. El atraso de la Argentina, imperdonable. Pero el escenario de hoy no se parece al del siglo XIX.
© La Nación
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