Por Pablo Mendelevich |
Es hora de reconocer que había cierta ingenuidad en la expectativa de que una dictadura terminase sus días vencida por la fuerza del sufragio. Las dictaduras terminan de mil maneras diferentes (eso si no se postulan inmortales, como la de Corea del Norte), pero el desalojo producido por un aluvión de votos opositores no está entre los epílogos más comunes.
Envalentonada, unida, liderada con eficacia, la oposición venezolana sorteó persecuciones, proscripciones, trabas de todo tipo. Lo intentó esta vez con un discurso sosegado, pero el derroche de corrección cívica no conmovió al régimen.
Arrinconado por vaya a saber qué datos precisos, Nicolás Maduro encomendó su suerte a una precaria versión de realismo mágico. Tras fabricar el domingo bocas de urna truchas para calentar el triunfalismo emergió proclamándose tan invicto como Alejandro Magno. Al mismo tiempo denunciaba que lo habían hackeado desde Macedonia del Norte. Por un puñado de kilómetros no fue Grecia. Podría haber informado que el hackeo llegó del Partenón, por lo menos habría sido más gracioso.
Ni quema ni robo de urnas, cero dibujo de resultados, nada de falsificar documentación electoral y armar una buena farsa, cosas que quizás habría hecho un experto en fraudes de estilo conservador. Venezuela estrenó el modelo Copperfield, escrutinio invisibilizado. Gané yo. Y al que me discute primero le digo fascista, después lo reprimo, más tarde lo pongo preso y luego lo condeno por boicotear la democracia. Fin, remataría Manuel Adorni.
Los que insisten con que en Caracas no hay una dictadura tal vez puedan aportar un listado de todas las democracias en las que a los diplomáticos de los países que objetan falta de transparencia electoral se los expulsa y a quienes en el orden doméstico discuten los resultados se los amenaza con purgar en la cárcel varios años de condena por delincuentes.
Maduro ya había dado señales de que delante de una derrota él no iba a ser la clase de perdedor que felicita al vencedor para luego sentarse de a dos a organizar la transición y transferir el poder en una emotiva ceremonia (trámite, este último, que el estratega bolivariano programó para 2025). Ningún gobernante que viene de proscribir uno tras otro a los candidatos opositores, acorralado por causas de lesa humanidad, pasible de ser juzgado por tribunales internacionales, cuestionado por medio planeta, se comportaría en caso de ser derrotado con republicana humildad. Mucho menos el robusto excolectivero Maduro, segunda marca del chavismo, contracara de Winston Churchill. En 1945, al terminar de vencer a Hitler, Churchill perdió las elecciones, algo que él no esperaba. Enseguida emitió un comunicado que decía que la decisión del pueblo británico había quedado bien clara en los votos.
¿Por qué habría que esperar que Maduro de repente se volviera otra cosa, por no decir que se inmolara? Lo que primero se le ocurrió fue el fraude mágico. Hasta estuvo a un tris de decir que el recuento de los votos no es de incumbencia pública, que nadie se entrometa.
Pero este dictador, cuyo escaso relieve intelectual a veces no deja apreciar su probada habilidad para sobrevivir en el poder, se metió ahora en un callejón, no sin salida pero de salida incierta. Sólo puede imaginarse una riesgosa profundización del autoritarismo y puede temerse un agravamiento de la violencia callejera. Si Maduro terminara cayendo sería, antes que debido a los votos, como corolario del proceso desencadenado por su última creación, el fraude peor disfrazado de la era moderna.
La campaña con eje en el desgarro por la diáspora del venezolano medio produjo la conversión de miles de sufragantes chavistas, mientras el burdo guión del fraude aceleraba las divisiones internas de los viejos aliados de América latina y de España, temerosos, antes que nada, de una nueva ola migratoria. Parece increíble en este contexto que se siga exaltando la pacífica jornada electoral del domingo como certificado de la plenitud de la democracia.
Ya hablar de elecciones en dictadura es como decir muertos vivientes, silencio ensordecedor o mentiras verdaderas: un oxímoron. Oxímoron estelar de las ciencias políticas, porque las elecciones constituyen el recurso esencial de las democracias en tanto permiten definir en forma legítima quién manda. La legitimidad, claro, no es un accesorio sino lo que define al sistema.
Alicia Castro, exembajadora kirchnerista en Caracas, cree que no es cuestión de calidad sino de cantidad. Venezuela, dijo anteayer al renovar su fe chavista la actual socia política de Amado Boudou, “es de los países donde más elecciones se han desarrollado”. Habría que añadir que también es de los países que menos alternancia han tenido. Este siglo, ninguna.
El esmero de Venezuela por parecer una democracia se ha perfeccionado respecto del que practicaba Alemania Oriental, el país que en 1961 construyó el Muro de Berlín con el propósito de que sus ciudadanos dejasen de huir a Occidente. Entre 1949 y los años sesenta se estima que huyeron 3,5 millones de alemanes, un sexto de la población que tenía la entonces “república democrática”. Maduro ahuyentó, en cambio, ayudado por los resultados de su administración, a enormes contingentes que no lo votaban a él y produjo una catástrofe migratoria. A la gran mayoría de los ocho millones de emigrantes, la cuarta parte del padrón electoral, el domingo los privó del derecho a votar. Pero el tiro le salió por la culata, porque ante la perspectiva de que tras las elecciones fraudulentas sigan saliendo venezolanos de su país en vez de empezar a volver los que están afuera, los gobiernos izquierdistas de Brasil y Colombia cambiaron de actitud. Pasaron de aliados a cuestionadores. Desde luego, no en forma unívoca. Tal como se empieza a ver acá con los kirchneristas -cuyos líderes perdieron el habla- Maduro hoy es un rompefrentes. El problema dialéctico para quienes se ven forzados por imperio de los hechos a admitir el fraude deriva de la dificultad de seguir sosteniendo que Maduro no es un dictador sino un luchador contra el imperialismo, una víctima de las sanciones yankis y todo eso.
El hombre, conviene recordarlo, se hizo cargo de una revolución, la bolivariana, que según la doctrina chavista se desenvuelve bajo las normas de una democracia. Maridar revolución con democracia fue algo que Hugo Chávez aprendió, probablemente, de Perón, a quien decía admirar y estudiar. Pero Perón, que llegó al poder en 1946 con las primeras elecciones limpias que hubo desde 1928, no hacía fraude. Las trampas y picardías en todo caso las desplegaba antes del domingo electoral, con la legislación, las circunscripciones, el control total de los medios de comunicación o la persecución a los opositores, como cuando metió preso durante un año al diputado nacional Ricardo Balbín.
Maduro fue ofrendado el lunes con un empático apoyo entonado por un grupo de militantes kirchneristas, a quienes él también retribuyó cantando, ocasión que sirvió para mostrar que afina mejor de lo que gobierna. La letra hablaba de “los soldados de Perón”, aunque es probable que el destinatario no haya sabido que esa era una contraseña de los Montoneros. Además de definirse previsiblemente como peronista, el presidente de Venezuela dijo ser “evista”. Chávez conocía bastante más de historia argentina. Maduro difícilmente sepa que la extraordinaria transferencia de votos que Corina Machado produjo en favor del hasta hace poco desconocido Edmundo González Urrutia se parece a la de Perón con Cámpora. A Machado la proscribió Maduro creyendo que así dejaba a la oposición pulverizada. A Perón le impidió ser candidato la dictadura de Lanusse sin imaginar que el sustituto Cámpora se alzaría con la mitad de los votos.
© La Nación
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