sábado, 27 de julio de 2024

El teatro chino de Manolita Chen

 Por Arturo Pérez-Reverte

La vida te da sorpresas, le cantaba Rubén Blades a Pedro Navaja. Paseo por el barrio de Salamanca de Madrid y me siento en una terraza para tomar un Actrón –homenaje a las cafiaspirinas del espía Lorenzo Falcó, o tal vez el homenaje se lo hace él a su autor–, y al levantar la vista la sorpresa me la llevo yo: Manolita Chen, leo en el rótulo que tengo enfrente, el de un restaurante asiático. La sacudida de nostalgia es tan intensa que me quedo con cara de panoli, y luego me dirijo a la camarera, que es joven y asiática, china total. ¿Tiene algo que ver el restaurante con el Teatro Chino de Manolita Chen?, pregunto. La camarera lo ignora. No sabe de qué le hablo, pero me da una pista. La dueña, dice, se apellida Chen.

Lo bueno de Internet es que en pocas horas resuelves los enigmas, o al menos algunos de ellos. Éste lo desvelé apenas llegué a casa y encendí el ordenador. La joven señora Chen, de treinta y cuatro años de edad –muy guapa en las fotos–, tiene todo el derecho a llamar así a su restaurante porque es sobrina bisnieta del señor Chen Tseping: un chino especialista en lanzamiento de cuchillos que se instaló en España en 1934 y que en segundas nupcias se casó con una bella y despampanante señora llamada Manuela Fernández Pérez, corista del teatro Price, conocida a partir de entonces como Manolita Chen. Emprendedora y atrevida, la pareja montó en 1950 su propio espectáculo: un teatro-revista viajero que durante mucho tiempo animó fiestas, pequeñas ciudades y pueblos de toda España.

El Teatro Chino de Manolita Chen –aquí ya no cuenta Internet, sino mis propios recuerdos de aquellos años 50 y 60– no fue el único. Hubo dos o tres más, siendo el más destacado entre la competencia el llamado Teatro Argentino. Unos y otros viajaban en caravanas de pueblo en pueblo con números cómicos, magos e ilusionistas, payasos, transformistas, cantantes, bailes y espectaculares vedettes de mucha carne, lentejuelas y plumas, que echándole un pulso continuo a la moral de la época y a la censura franquista hacían subir muchos grados la temperatura local arrancando al público piropos, aplausos y carcajadas; llevando unas horas de picardía, diversión y sueños a los más lejanos lugares de aquella España en blanco y negro. A provincias, como se decía entonces.

Qué tiempos, figúrense. Y qué gente. Allí pasearon poderío, entre muchos otros, Emilio el Moro, Rafael Farina, Lita La Maña, Marifé de Triana, Arévalo, Perlita de Huelva; y también vedettes espectaculares como Pola Cunard, Eva Miller o Diana Lis, cuyas fotografías, adecentadas por la censura antes de empapelar las paredes de los pueblos, llenaban el teatro portátil con un público –mayores de 18 años, por supuesto– hambriento de españolismo folklórico, alegría y sexo: lo mismo hombres solos y grupos de amigos con ganas de juerga que respetables matrimonios que, para escándalo del indignado párroco local, ocupaban por la tarde-noche las viajadas sillas plegables y reían cómplices cuando la señora de bandera de turno, vestida con lo imprescindible para que a ella y a los empresarios no los detuviera la policía, cantaba lo de la pulga o lo del minino de pelo muy fino. Y aguardaban esperanzados el final del espectáculo para comprobar si les había tocado en el sorteo el jamón, la muñeca o la botella de anís del Mono.

Mi generación –nací en 1951– recuerda todo eso con la misma sonrisa melancólica con que ahora tecleo estas líneas. Aunque para algunos afortunados entre quienes entonces compartimos niñez y primera adolescencia –band of brothers–, los recuerdos van más allá de las instalaciones provisionales vistas desde fuera y los carteles en las paredes. Teniendo yo doce o trece años, mis amigos Julio Mínguez, Miguel Cebrián y yo, en una incursión clandestina propia del más audaz golpe de infantiles comandos –audaces fortuna iuvat–, nos colamos entre las lonas y tablones de la carpa del Teatro Chino de Manolita Chen, situado junto a la Lonja de Cartagena, y asistimos escondidos, antes de que un guardia nos sacara de allí dándonos collejas, a una parte del espectáculo. Que nos pareció decepcionante, pues en vez de una señora de voluptuosas formas incitándonos al pecado –ésas actuaban al final del espectáculo, cuando estaba caldeado el ambiente– sólo vimos a un individuo bajito contando chistes verdes que no comprendíamos, pero con los que el público se tronchaba, y a un mago que hizo levitar a su ayudante con las piernas en el aire y la cabeza apoyada en una silla. Nos perdimos, supe mucho más tarde, a la escultural Finita Ruffett sentada en las rodillas de un espectador y diciéndole a la esposa, que estaba al lado: «No se preocupe, señora, que yo lo caliento y usted me lo remata en casa».

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